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Por Lorena Ortiz

Guadalajara, Jalisco, 22 de noviembre de 2022 [00:03 GMT-5] (Neotraba)

Picnic es una novela a tres voces. Sus protagonistas son tres mujeres de distintas generaciones y nacionalidades, muy vitales y aventadas, que coinciden en unos cursos de posgrado en Andalucía y comparten un rasgo en común: las tres se parecen a Patti Smith. Fragmento de la novela Picnic, publicada por Nitro/Press en coinversión con Tequila El Viejito, México, 2022.

Cinta

Estoy exhausta. Faltan treinta minutos para las diez de la noche. El tiempo justo para salir de aquí y llegar al expendio que está de camino a mi piso. «Fue un día terrible, necesito un trago». Me lo repito todo el trayecto a manera de justificación. Llevo dos días sin tomar una gota, se lo prometí a Yolanda la otra noche; y seis meses antes, a Julián. Es un alivio que ya no viva conmigo. Por supuesto que lo extraño. Cuando se marchó a la Universidad de Madrid lloré tres días seguidos, pero la verdad de las cosas, era muy estresante beber a escondidas de mi crío en mi propia casa. En una ocasión desperté en la madrugada, temblando. Como pude llegué hasta la cocina. Busqué dentro del horno de la estufa donde a veces escondía alguna pequeña botella, pero no encontré nada. Regresé a mi cuarto y miré debajo de la cama, cero alcohol. Era claro que Julián había desaparecido mi botella. Faltaba más de una hora para que abrieran el establecimiento. Estaba desesperada. Me coloqué los audífonos y me puse a escuchar Born to Run de Bruce Springsteen, cerré los ojos y traté de relajarme, eso ayudó un poco. Cuando faltaban quince minutos para la hora de apertura salí de casa para empujar el carro una cuadra y luego encenderlo, no quería que Julián escuchara el motor del Renault, sin embargo, nada de eso fue necesario pues una de las llantas delanteras estaba pinchada. Faltaba hora y media para que se levantara Julián, así que tomé su bicicleta, una mochila y me encarrilé hacia el expendio. Cuando llegué al mostrador sentía taquicardias, pedí una botella de vodka de un litro. No pude esperar y ahí mismo la abrí y le di dos largos tragos.

–Vaya con cuidado, señora Cinta –me dijo don José, el dependiente, al ver que conducía una bicicleta.

Al llegar a casa tomé otro tanto antes de entrar. Guardé la botella en el ropero. Me di una ducha. Preparé café, zumo de naranja y pan con mermelada para Julián. Cuando este entró a la cocina me encontró sentada frente a una taza café y hojeando una revista de modas.

–Mamá, esto no puede seguir así. ¿Qué va a pasar cuando me vaya a la universidad? –me dijo viéndome a los ojos. Al día siguiente regresé a la clínica de rehabilitación. Tres meses después, cuando Julián se fue, volví a beber un poco. No lo hago a diario. Sólo en casos como este, cuando el día está muy pesado. A esta hora el tráfico está insoportable. Acelero y logro llegar a tiempo. No soy la única. Veo algunas caras conocidas: don Juan el tendero, doña Romelia la esposa del boticario y don Felipe el joyero. Nos limitamos a saludar. Nos sabemos en lo mismo, pero nadie habla del asunto. Entro al auto con mi botella de vodka. La abro y le doy un buen trago. Enciendo el carro, abro las ventanas y piso el acelerador. Es una noche estrellada. Bruce Springsteen sigue siendo mi invitado:

Where we really wanna go

And we’ll walk in the sun

But till then tramps like usBaby, we were born to run.

Nadia

Me gustó la clase de hoy. Es una profesora mexicana, le da un aire a Patti Smith cuando sacó Peace and Noise. Su materia se llama «Duchamp llama a la puerta». Será un curso dinámico, un poco distinto a las otras materias de arte contemporáneo que ya había llevado en Montevideo. Según el programa que nos entregó visitaremos algunos museos, galerías, conoceremos a varios artistas, exploraremos con el performance, el body art, la videoinstalación. Se llama Irene, no parece tan mayor, aunque quizá sí lo sea y sólo se trate de una traga-años. Me caen mal las traga-años, pero no por culpa de Irene, sino por Javiera, la segunda esposa de mi padre quien siempre se quiere ver mejor que Marcela, su propia hija, una piba tres años mayor que yo, un poco pasada de peso, de cara redonda y cabellos rubios. En los últimos meses he visto mucho eso: señoras arañando los cincuenta queriendo verse mejor que sus hijas de veinte, lo peor es que muchas veces sí lo logran. Lo que me molesta es que cuando están juntas se esfuerzan más de lo normal para que la gente les diga «Ay, pero si parecen hermanas». Claro que a mí no me pasó eso, porque mi madre murió cuando tenía apenas ocho años de edad y mi hermano Santino tan sólo cuatro. Ahora que estoy acá es al que más echo de menos, a él y a Boby mi perro, bueno, también añoro mi cama, mi cuarto entero y el clima. Andalucía es muy calurosa y todavía no me acostumbro. La otra noche soñé con las calles de Montevideo, esas que me gusta recorrer a pie como la 18 de Julio o la peatonal Sarandí. De vez en cuando me invade la nostalgia y pienso en mis tardes en el Parque Rodó, el Museo Nacional de las Artes Visuales, La Rambla, el Adolfo Café, el bar El Secreto de Igor, la heladería Artigiano y por supuesto en Ulises con quien transité por todos esos lugares. Pienso sobre todo en la última vez que nos vimos: fue en un café del barrio Pocitos un lugar muy hipster. Soy alérgica a las despedidas, así que sólo pedimos un par de cervezas artesanales, las bebimos en silencio escuchando las voces de los comensales y por las bocinas a Depeche Mode con «Precious». Luego de tomar la última gota, nos dimos un beso largo y desaparecimos en direcciones contrarias. Al día siguiente recapacité en que no habíamos pagado la cuenta. Después me enteré que Ulises regresó esa misma noche a saldarla.

Irene

Estoy en el salón de clases, llegué media hora antes para conectar el cañón y revisar los videos que pasaré en clase. Ya está todo listo, incluyendo mi taza de café en el escritorio, me han sobrado quince minutos. Estoy distraída, no puedo dejar de pensar en lo que pasó anoche…

…Desperté por la madrugada con mucha sed. Olvidé llenar la jarra de agua que tengo en la habitación, así que salí en busca de alguna bebida refrescante. Como a esas horas la cocina ya está cerrada, me dirigí a una de las maquinitas. Cero agua, sólo refrescos y cervezas. Deposité las monedas y elegí una Estrella Damm, de un solo trago la dejé casi a la mitad.

–¿A ti tampoco te deja dormir el calor? –escucho una voz desde los arbustos.

–¿Sí? –contesto con asombro y volteando a todos lados para identificar de dónde viene la pregunta.

De la penumbra del jardín veo salir al joven que no es tan joven pero tampoco más viejo que yo, el fotógrafo de cabello largo que trabaja en la oficina de Comunicación Social.

–Hola. Soy Joaquín –me dice extendiéndome la mano–. La otra vez no hubo oportunidad de presentarme.

–Soy Irene –le respondo al tiempo de que me percato que estoy en pijama, la cual en realidad consiste en una playera XL de Pink Floyd que me llega casi hasta las rodillas. En ese momento mi impulso es regresar a la habitación, pero cuando estoy a punto de irme, el chico me toma de un brazo y me lleva hacia el jardín.

–Ven, te voy a mostrar un sitio donde puedes tomar tu cerveza –me dice mirándome a los ojos.

Y así como poseída me dejo llevar sin poner resistencia. Nos internamos en el jardín, compartimos un porro y bebemos la Estrella Damm.

–¿Además de trabajar también vives en el campus? –pregunto curiosa.

–¡Qué va! Hay un buen sillón en la oficina donde puedo dormir cuando no alcanzo a tomar el último bus –contesta acariciando mi cara.

Nerviosa intento ponerme de pie.

–Espera, no te vayas –me dice al tiempo de que acerca su rostro y me besa, yo le correspondo. De mi cara, su mano pasa a mi rodilla, luego a la entrepierna y después siento sus dedos en mi clítoris. Es entonces cuando escuchamos unas voces al otro lado del jardín. Nos quedamos muy quietos, petrificados:

Estate tranquilo, nadie sospecha nada.

¿Estás seguro?

Totalmente.

Fue todo. Luego silencio. No dije nada pero me pareció que una de las voces era del vicerrector y la otra de un chico.

Aprovecho para levantarme y salir corriendo.

–Espera. Apenas empezábamos…

–Disculpa, me dejé llevar. Esto es una locura y la loca soy yo. Escucha, esto nunca ocurrió –le digo con determinación. Huyo del lugar. En el pasillo tropiezo con una de mis alumnas, creo que Nadia, se parece a Patti Smith, es la misma chica que encontré echada en el sillón de la recepción el día que llegué, al parecer la pobre tiene problemas de insomnio. Seguro mi cara de sorpresa no le resultó indiferente pues se atrevió a preguntarme si me sentía bien.

–Sólo bajé a buscar un poco de agua…

–Junto a la recepción hay un garrafón –me dice de lo más calmada, mirando mi atuendo. Por supuesto no hago ninguna otra escala, me dirijo a mi habitación lo más rápido posible. Lo que menos quiero es encontrarme con alguien más.

Picnic Contraportada
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Lorena Ortiz. Foto de Carlos Burgos

Lorena Ortiz (Guadalajara, 1970). Adicta a los viajes, a las grandes ciudades, al cine de los hermanos Coen y a las tortas ahogadas. Estudió Ciencias de la Comunicación y Cine en México y Alemania. Es autora de los libros Con playera de Sonic Youth (CECA, 2014) y The Dude, el más cool de los antihéroes (Editorial Universitaria, 2015). Es parte del Diccionario de Escritoras en Guadalajara (Salto Mortal, 2017). Primer lugar del Premio Acento de Cuento Breve en la FIL 2007. Ha participado en cuatro antologías de la Colección Rock para Leer de la editorial Marvin. Sus relatos se han publicado en revistas como Vice, El Malpensante, Luvina, Reverso, y las desaparecidas Trashumancia y el suplemento Armario. En 2021 fue parte de la antología Paisajes del aislamiento publicada por la Universidad de Guadalajara.


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