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Por Guillermo Rubio

Ciudad de México, 25 de abril de 2021 [00:02 GMT-5] (Neotraba)

Tercera parte

Parece de película

Quince días después

El espejo de media luna del closet-armario confirmaba que era un pinche güerito con cara de gente decente. El traje negro, camisa blanca y corbata plata con negro me subían un par de año, aparte que me estaba saliendo bien el bigote, en un par de meses lo tendría de villista.

Ayer me entregaron mi licencia del D.F. y la internacional, el pasaporte era por tres años. La visa americana va a tardar unos días más, el mayor consideró que era sospechoso no batallar para conseguirla. En fin, hoy es mi primer día de trabajo con los pinches vodkas. Me puse tirantes para que no se me cayeran los pantalones, de talla veintiocho de cintura le brinqué a la treinta, pero me quedaban huangos. El pelo lo traía acá a lo Beatle, algo me decía que, si llegaba a viejo, iba a ser pelón. Nunca lo había tenido largo, me negué a comprar mis trajes con el pantalón acampanado.

La neta me veía acá, güero comible en crudo. Cuando salí vi al Joel, desayunaba y escuchaba las noticias con un radio de pilas. Se me quedó viendo, al principio sorprendido y regresó a lo taciturno. Con media sonrisa dijo:

—¿Y ahora qué tocada, pariente? ¿Se va a casar?
—No bato, voy a hacer un jale.
—Ya llevas dos fines de semana que no vas a los cursos, ¿qué pedo?
—Sí, cabrón, por lo pronto no voy a ir. Tengo otra comisión…
—¿Me puedes decir qué?
—No compa, es mejor que no. Más adelante. Si ya sabes que eres mi brother. Al parecer está con verga el jale. Es más, hoy es el primer día.
—Pues pareces hijo de rico, te ves bien de traje…Te haces viejo rápido. A ver si no sales diabético, con tanto susto.
—Si veo que está muy calambre el jale, me rajo. Ya lo tengo hablado. ¿A propósito, cómo te trata el mayor?
—No hablo con él. Veo a un capitán, creo que es Flores. No sé ni cómo se llama. Es medio mamón.
—El mayor es peor. Ya me voy, nos vemos en la noche.
—Que te vaya bien, bro.

Por más que me esforzaba no lograba tener un solo conocido en mi cuadra, salvo una señora que me miraba con vista biónica, como supermán, el cierre de mi pantalón. Decidí tomar un taxi. Caminé a Insurgentes, sentí que traía cola. Me gustaba tomar el taxi en la esquina, le pedí prestado su espejo para el maquillaje a Xóchitl y así como putón veía para atrás.

La cita era en la colonia Condesa. Había unos tacos en Ámsterdam bien chingones, tenía tiempo de sobra para bajarme dos y una coca. El local era chiquito y la asistencia era para que tardara un par de minutos para abrir la bocota y meterme un taco de bistec en salsa pasilla, con arroz rojo y doble tortilla. Pinches chilangos, ¡un taco con dos tortillas!

Uno de chile relleno de queso… Para matar, one de hígado encebollado. Para esto, ya había barrido la calle y seleccioné a una pareja de jóvenes, pero nada más para tener alguien en la mira. Llegué a la calle de San Luís y Michoacán, con un periódico de la prensa. A los segundos de la hora pactada, se detuvo a mi lado un Ltd. negro, reluciente, cuatro puertas, podría ser ’69. Detrás de los sun glasses acá de piloto aviador, Vladimir Ivanov con la mano me dijo que me trepara. Me saludó de mano y en un alto se quitó los lentes y me dijo:

—No tardaste para obtener la licencia y el pasaporte.
—No. Falta la visa americana. Me van a llamar o voy dentro de quince días.
—Pásate a manejar, quiero ver como lo haces.
—Los carros automáticos son el futuro, qué chulada de auto.
—Vamos para el Ajusco, ¿sabes dónde es?
—No.

Manejé el auto con la suavidad de un recolector de miel, mientras el vodka empezó a leerme la cartilla sobre el comportamiento que debía llevar, lo mismo que me recitó Martín. Movía la cabeza y afirmaba a todas las indicaciones. Este pinche ruso no sabía que yo era dos veces más paranoico. En Perisur dimos vuelta a la derecha y la ciudad cambió de repente, estábamos en provincia, las casas eran rústicas y distanciadas, subidas y vueltas.

Un portón choncho. Claxon. A los segundos, abrió un paisano de ojos acá interrogadores, hasta que vio al Vladimir. Era un terreno grande con casa al fondo, orientada para que no se viera y con vista a la ciudad.

Cuando entramos, era como una oficina con recibidor, pero desierto. Había divisiones de tabla roca y sentí que había actividad. Subimos al segundo piso, nos recibió un vodka acá con cara de perro flaco, güero y feo. Vladimir habló en ruso, el vodka sonrió y en buen español me dio su nombre: Boris quién sabe qué más. Me invitó a que lo siguiera, mientras Vladimir abría una puerta. Entramos a un estudio fotográfico, me indicó sentarme en el banquito, encendió las luces y Boris tomó fotos de frente y perfil. Después tomó medidas como si fuera sastre.

Me hacía preguntas como de dónde era, cuántos años, si era adicto a las drogas y al alcohol. Estudios y preferencia sexual. Preguntó si estaba dispuesto a tener adiestramiento político-militar y si sabía manejar armas. El bato se me veía como si fuera un pollito y, la verdad, se veía siniestro: es güero desabrido, flaco, fuerte, de manos largas y huesudas, con mirada nerviosa, quizá ya era cuarentón o más.

Cuando terminamos, ya tenía mis datos personales, los chuecos, dudé para soltar el domicilio, al último lo di, ya lo consultaría con el mayor. Cuando salimos, me esperaba Vladimir. Nos despedimos de Boris y afuera de la casa fuimos a un cobertizo acá más bien bodega. Adentro era un estacionamiento, había varios carros. Se paró frente a un Valiant taxi coral y me dio las llaves. Dijo que ese era el carro que iba a usar, que lo encontraría donde me lo indicaran y con instrucciones precisas.

Volvió a cuestionar mi lealtad y discreción. Le reviré con una sonrisa juvenil y ojitos pispiretos. Me cagaba de risa por dentro, me quitaba la maldición de traicionar a mis compatriotas. Con los vodkas era otro pedo, me valían para pura verga los compas. Pero sí sentía miedito. Me preguntó por el número telefónico que me había dado en la primera entrevista. Lo repetí como loro huasteco, sonrió y preguntó qué había hecho con la servilleta.

—La comí.

Tres días después

Entrando en calor

Son las diez de la mañana y voy en chinga a un estacionamiento en Uruguay. Ahí está el taxi. Después, voy al aeropuerto, tengo instrucciones de esperar en la calle de Irapuato, a unos minutos a pie del aeropuerto. Voy bien de tiempo…

11:45 horas

La contraseña para identificación era “Madrid” y debía llevarlo a la embajada rusa, y esperar sobre la calle de Vasconcelos a las cinco de la tarde. Pensaba en las nalguitas moraditas de Xóchilt, cuando se acercó un ruquito y con voz cansada dijo: Madrid.

Me bajé del taxi, sonreí y lo invité a subir al carro. El viejito, antes de entrar, observó el panorama y yo también. Todo tranquis, la colonia tenía movimiento de las agencias aduanales o cuando menos había tres en la calle. El silencio reinó hasta que llegamos a la embajada, dio las gracias y se bajó. Dijo que nos veríamos más tarde, con una sonrisa de esas que lo perforan con la mirada. Los labios sonreían, mas los iris negros eran helados. Para no perder el tiempo fui para el lado de Tacubaya y clavé el taxi en el primer estacionamiento que vi. Después, sobre un teléfono público, para hablar con el mayor.

La cita es en un café de chinos sobre Revolución, a las dos de la tarde. Me estaba volviendo desconfiado en cuestión de seguimientos. Si hicieran un concurso de atínale a mi jale, ganaría, me cae de madre. Ahora estaba al nivel que esperaba antes de la cita. En este caso, estoy frente al café de la cita, llegué media hora antes. La calle Revolución es ancha y el plebe es de mirada de águila. Aquí ‘toy, putos.

Faltando cinco minutos llegó el mayor. Venía atrás otro carro de escolta, un Dodge Coronet. Cuando se bajaron, el mayor hablaba con un güero grandote, tipo culero… El mayor movía la cabeza en un no eléctrico y reía. El pinche güerote se alejó y luego regresó acá colorado el puto y dijo algo, pero enchilado el bato. El mayor se río de él, mirando al sargento Porras, uno de sus perros asesinos. Hasta un wey con síndrome de Dawn se entera que había pedo entre ellos. El güero se subió al Dodge. Me fijé en el chofer, un chango joven con cara de porro o roquero.

Pagué el café y en tres minutos estaba sentado con el mayor. Creo que se había tirado un pedito porque olía de la verga.

—A sus órdenes, mi mayor. Con la novedad que recogí a un ruso –o quién sabe qué sea–, cerca del aeropuerto a las diez y cuarenta. El caso es que lo tengo que esperar a las cinco de la tarde por la calle de la embajada y no sé nada más… No me vaya a poner cola.
—Bien, vamos a ver cómo se desarrolla esta nueva situación. Creo que nos vamos a dejar de ver, es posible que te cambie de contacto para las citas. Tu fuente se eleva a nivel internacional, por esto mi jurisdicción se ve limitada. Por lo delicado del asunto vas a pasar a la DFS…
—¿Usted qué quiere?
—Me es igual, pinche güerito loco. Tú sabes, es tu pedo.
—Bien, pues yo también le paro. Chido, mi jefe.
—¡Nooooo! No mames, no me hagas esto. Me das en la madre, no chingues… ¡Puta madre!
—Mire Mayor, le he seguido el juego. En primera, porque a mi padre le gustó la seriedad del trabajo, pero también recomendó que no estuviera mucho tiempo. Segundo, siento que traiciono a mis compatriotas y eso me tiene el hígado desecho, ser traidor es la peor ofensa en mi familia. La cosa es sencilla… Si usted no es mi contacto, los mando a la verga.
—…

17:00 horas

Tenía un par de horas dándole vueltas al asunto de renunciar en serio, eran muchas emociones y era andar con miedo o más bien con desconfianza. Según mi balance, ser teniente en granaderos son casi mil pesos a la quincena y cuando salen a trabajar es a romper madres. No estaba acostumbrado a traer taxi. Me daban risa los que me pedían la parada, mandarlos a la verga. Estoy seguro de que está arreglado el motor, se siente la potencia cabrón. ¡Chingada madre! No sé qué me está deteniendo.

—¿Madrid?
—Sí, señor.
—Vamos al restaurante Prendes, ¿sabe dónde está?
—No.
—Es en el Centro, yo os digo.

¡Chale! El tipo era otro o venía disfrazado del aeropuerto, está como veinte años más joven. Tiene cara de cabrón, parece que nunca le da el sol, la piel parece a vieja despintada. Pinche mirada, los ojos son verde gris y los iris son negros como pinche Akita. Huele un chingo a cigarro. Pinche puto, da miedo.

—Voy a demorar cuando menos dos horas. Si queréis, podéis entrar a comer, yo os invito.
—Gracias, señor. Aquí lo espero.

¡Pa la verga! Se escucha acá español, muy a huevo. Esto se pone de película: un puto viejo que no es viejo, que es ruso pero habla como pinche hotelero. Ya me está dando miedito, voy a meter el taxi al estacionamiento.

—¡Chalupas! ¿Me da cuatro? Con doble salsa, por favor.

21:30 horas

El tránsito bajó bastante. En la calle había varios carros con choferes que estábamos esperando a nuestros respectivos amos. Yo estaba en un lugar privilegiado, el restaurante sin duda era de riquillos, no había un solo cabrón que no vistiera de traje. La mayoría eran hombres, pocas mujeres y salían si no hasta la madre, acá colorados y hablando fuerte.

Ahí viene el pinche gachupín. Con un oso, no mames, fácil mide uno noventa. Hablaban en ruso –o sepa la verga– y apestaban cabrón a vodka. Cuando subieron, hablaban en tono bajo. Ya agarrando calle, Madrid dijo que fuera rumbo a camino de Cuernavaca. Hablaban los dos al mismo tiempo.

Veníamos por el viaducto Tlalpan cuando se empezaron a agarrar a putazos. El pinche asiento de atrás se les hizo chiquito, hasta yo salí rebotado en un acomodo de culeros. De repente, un grito de ya valió verga, una respiración acá de toro o becerro atorado. Yo casi para estacionarme, para salir corriendo, no sabía quién había ganado. Apareció la cabezota de Madrid, con ojos de loco tranquis. Resoplando, dijo:

—Joder, estamos en un tremendo follón…
—¿Estamos, kimosabi?
—Sí, llamad a vuestro comandante de célula, él os dará instrucciones de dónde tienes que dejar el cadáver. Ahora, a buscad un taxi y mañana os espero a las seis de la mañana, en el hotel del Prado, tengo vuelo a las ocho de la mañana. ¡Mirad! Ahí viene uno.

Quería agarrar la onda de lo que estaba pasando, vi cómo se subió al taxi el pinche gachupín, vi al súper vodka que estaba como cochi, de lado. Como pinche títere eléctrico, me bajé del carro a buscar un teléfono –no había– hasta encontrarlo. Se me antojó un cigarro. Marqué el número de control y me contestó el mismo Martín. Esto sí me sorprendió de verdad, nunca me esperaría que estuviera en esa ubicación. El alma regresó a mi cuerpo de pollo tierno.

Cuando subí al taxi, ya sabía a dónde dirigirme. Vi una vinatería, paré y me compré unos Raleigh y una coca bien fría. En el kilómetro 18 de la carretera vieja a Cuernavaca estaba la Panel de mi banda. Cuando llegué, me miraron sonrientes, hasta el pinche Joel estaba. Martín se subió al taxi e indicó dónde íbamos a bajar al pinche oso.

—¿Qué pedo, pinche güerito? Donde te paras hay muertitos.
—Sí, comandante. Este es mi primer día y vea.
—El camarada Nikita fue por traidor, pasaba información a los americanos. La idea era que llegaran con él vivo hasta acá, teníamos que interrogarlo. ¿Qué pasó?
—Pues, ni sé. Salieron pedos del restaurante, venían calmados y de repente que se empiezan a agarrar cabrón, tardaron unos segundos. El pinche Madrid lo mató, quién sabe cómo, pero quedó tieso el pinche grandulón. Me asusté cabrón, no sabía qué hacer. ¿Qué tal si hubieran matado al pinche Madrid?
—No sé, párate frente a ese portón negro.

Para cargar al pinche oso fue entre los cinco. Ahí me di cuenta de que Madrid lo había acuchillado, tenía cuatro piquetes o más por el lado del corazón. Sentí miedo del ambiente, estábamos en un bosque en la parte alta de la ciudad. Por lo visto venían preparados, pues aparecieron los zapapicos y palas, aparte de linternas de mineros, y a darle chingazos a la tierra.

Martín le quitaba la ropa. Con el pantalón separó el cinturón y sonrió, se escuchó un cierre metálico y botaron unos centenarios y monedas más chicas de oro. La excavación se detuvo y rodeamos a Martín, que colocaba el cinturón en el cofre del taxi. En segundos, apareció una montañita de oro y, como crupier, repartió el botín. Me tocaron dos centenarios y tres monedas de cinco pesos. Me entró la desesperación y pedí permiso para irme, alegando que tenía que pasar por el vodka a las seis de la mañana.

Me despedí de mano de mi antigua célula y le di un abrazo al Joel, dando entender que era mi mero compa.

05:45 horas

No tuve oportunidad de bañarme. Me sentía chamagoso, pero mejor llegar antes de la hora señalada. Como siempre, le di una peinada a la zona. No me gustó un cabrón con tipo de militar, pero qué le hacía… Nada.

A las seis y tres minutos apareció Madrid. Ahora venía con una peluca güera, tipo Beatle, y traje de lino de tono crema. Como que se había maquillado, ahora hasta chapeado se veía. Cuando estaba casi para subirse, me sonrió cómplice. Los iris estaban menos helados, pero se fijó más en mi aspecto y le tomó foto a mi rostro. Olía a loción de rico, el aroma quedaba en el aire. El escaneo fue mutuo. Rumbo al aeropuerto rompió el silencio:

—¿Habéis dormido? Os abandoné a la medianoche. Perdonarme, no puedo circular en las calles, no tengo inmunidad diplomática, mi situación es frágil. Sois un mozuelo y actuáis con nervios de acero, así era yo a vuestra edad. Estoy muy agradecido. Lo asentaré en mi reporte.

Lo vi por el retrovisor, moví la cabeza agradeciendo. El wey no parpadeaba para nada. Sacó una cajetilla de cigarros y ofreció. De inmediato me di cuenta de que era tabaco negro, le vi la marca y sí, era un Del Prado, pinche cigarro feo. En un alto compró la prensa y la ojeó con ruido. Tarareó una canción y miraba el paisaje de cemento.

Al momento de bajar, dejó caer un fajo de dólares en el asiento del copiloto y amenazó que nos veríamos pronto. Cuando arranqué, vi de reojo a uno de los perros del mayor que estaba clavado viendo al Madrid. Me dio risa, me sentí como los pilotos de guerra cuando pintaban un avioncito derribado. Los vodkas me valen verga.

Estaba por llegar a Fray Servando cuando vi un súper culo de señora. ¡No mames! La chicotera despertó de inmediato. Me acerqué y ofrecí mis servicios profesionales. Ella me miró a sabiendas de que la estaba encuerando con la mirada, a pesar de los sun glasses.

—No, joven. No tengo para el taxi, gracias.
—¿Para dónde va?
—Voy para el lado de la San Rafael.
—La puedo dejar en el monumento a la Revolución, camina unas cuadras. Súbase, aquí es muy peligroso, para una mujer tan bonita.
—Ay, güerito. Le voy a agarrar la palabra, ando muy apurada.
—Súbase, adelante.
—¡Gracias! Por el tono, eres del norte, ¿verdad?
—Sí, señora, de Sinaloa.

A los dos semáforos sudaba como si estuviera en Acapulco. La señora hablaba como pinche perico. Era mi Xóchitl, pero inflada: piernotas, chichotas y aparte bonita. Sin duda ella sabía lo que traía y me daba puerta con la falda ajustada, estábamos a una cuadra de mi casa. Me estacioné y ella no dejaba de hablar. Ahora decía que iba a casa de su comadre para que le prestara cincuenta pesos. La chicotera no me daba tregua, ya había saltado el calzón y las palpitaciones estaban como tambores japoneses. La señora andaría en cuarenta años o menos. En una agarrada de aire le pregunté:

—Si la contratara para que me diera un masaje en ese hotel, durante tres horas, yo le daría 50 dólares. ¿Cómo la ve?
—¡Ay, güerito! Ya los traes en la mano. Qué seriecito te ves.
—…

Dos meses después

¿KGB?

Me veía en el espejo, ahora que me acabo de bañar. Vi una cana, ¡una pinche cana! Estos últimos días habían estado movidos, aparte del taxi coral, manejo un Plymouth de placas de turismo acá negro, padrote el pinche carro. Una Chevrolet Panel, hasta una moto Triunfo. Ahora están en un garage, por la colonia Doctores. He trasportado varios paquetes por medios postales y envíos en camiones. He trasladado a pocos extranjeros. Estoy disponible de lunes a viernes las veinticuatro horas.

A quien fui a ver fue al Doctor, al reclusorio Norte. No me extrañó que ya supiera que trabajaba para los vodkas. Estaba a toda madre en comparación con el palacio, aquí las instalaciones eran nuevecitas. Cuando vio que le daba mil dólares, casi se le salieron las lágrimas, comentó que la situación económica estaba crítica, sonrió porque tenían pensado poner una miscelánea y este dinero era la solución. En un cambio de temas comentó que el pinche Mochomo prieto andaba con el comando más poderoso de la organización.La noticia era amarga, él no sabía que el Mochomo era el pinche cáncer del movimiento.

Me instruyó sobre cómo tratar a los vodkas y me recalcó varias veces que los yanquis imperialistas andaban sobre los pinches rusos como perros, ya que estos cabrones les robaban hasta el gato de su casa.

Era la real guerra fría y que podría salir revolcado entre sus broncas, ya que, para los yanquis, yo era un enemigo más. Recomendó, en caso de ser detenido, aguantar la madriza lo más posible y colaborar con ellos, aflojar lo poco que sé para chisparla y luego correr para la pinche sierra. Estuve tentado a contarle de Madrid, pero algo me detuvo: era norma de disciplina no hablar de las acciones de guerra, y más que salió muerto el pinche osote.

A cuanto cabrón que veía me decía que ya no era el dulce y tierno güerito que echaba desmadre. Hasta a mí me costaba reconocerlo. Yo sentía que era de película. And mi picture is black.

Ya me estaba acostumbrando a andar en carro, como que se me hacía de la verga subirme a los camiones. Ahora que vendieran los Volkswagen me iba a comprar uno. Tenía ganas de un carro chico. Vi el taxi y llegué a la conclusión de que lo llevaría a lavar. Algo me dijo que me reportara, el sistema de control había cambiado; ahora me daban la ubicación real, tal vez para justificar mi servicio de taxi. Me comuniqué a control y la neutra voz de la operadora indicó que a las dos de la tarde estuviera en la calle de Londres, cerca del restaurante Bellinghausen, en la zona rosa y la clave era “Otoño”.

Gracias a que en la cajuela traía un traje completo no me preocupé por el horario, además ya me había acostumbrado a que siempre me citaban mucho antes. Me chingaría una hamburguesa con queso y tocino y acabaría mi librito vaquero.

17:00 horas

Me estaba durmiendo, echando unos piches cabezazos acá suicidas. Resolví que era mejor salir del carro, el tráfico estaba denso. Le di cinco pesos al policía para que me dejara en paz.

Dentro de lo normal, había algo que no me gustaba: unos pinches monos hablaban acá cómo misteriosos y después se abrían. Según yo, el target era el restaurante. Seguí a uno que se subió a un Valiant plata, si no de policía, bien podría ser. Sin cerrar el taxi, me acerqué por la acera de enfrente para ver con quién estaba.

Eran tres cabrones, se veían nacionales, pensé que eran escoltas de algún funcionario, se estaban poniendo de moda ante los secuestros que estaban en su apogeo. No contento, fui al otro extremo de la calle, empecé a fotografiar todo a mi paso de las dos banquetas. No me estaba gustando. Dos, tres, tipos parados sin hacer nada, sentía que iba a valer verga. Cuando llegué al taxi sudaba cabrón. Me quité el saco, la camisa estaba pegadita, olía a Habit Rouge, mi loción de riquillo. No sabía si me subía al carro y me iba.

De lo que estaba seguro era que de mí no sospechaban, es una ventaja ser güero. Decidí sentarme al volante y que Dios me acompañara, empecé a temblar gacho y por poco se me sale una pinche miada. Sin duda estaba en crisis, la respiración era equivalente a dos cuadras sin parar. Me hablé como si fuera entrenador de fut americano, que no fuera puto. Me empecé a echar porras.

Y, de repente, tranquis, tranquis. Sin duda pasé un mal rato. Creo que envejecí unos meses. En esas estaba cuando un señor casi cincuentón preguntó si era Otoño, con sonrisa, viéndome a los ojos. Le contesté con mis ojitos que sí, se subió una güera con un weimaraner que nada más movía los ojos, seguido por el tipo que había leído mis ojos. De inmediato, indicó en un español de gente educada la dirección de “Colima 63, en la colonia Roma”, cuando arranqué y paré en el cruce con Insurgentes y hablé:

—Señor, es posible que usted tenga vigilancia. Vi a gente rara, ahora nos vamos a dar cuenta. No quiero molestarlo, pero es necesario que esté enterado. ¿Qué quiere hacer?
—Sí, es seguro. Calmado, no pasa nada. Si los puede perder, se lo agradecería.

Cuando arranqué, por el espejo veía al primer carro que detecté a dos autos de distancia. Dudé para dónde le daba. ¡La glorieta! Los pinches chilangos son culeros al volante y en una glorieta son sádicos. Si te apendejas y te metes pegado a la glorieta, te dejan que salgas el año de la verga. Le entré con enjundia, pegado como caballo de hipódromo, el taxi empezó chillar de las llantas. Deseché la oportunidad de seguir por Insurgentes y, pata de junior, Chapultepec menos. Insurgentes Norte, otra vuelta y al chile me salí a la orilla, entre claxonazos y metadas de madre.

Clarito vi cómo el plateado se tenía que dar otra vuelta a huevo. Dudé si me metía en Chapultepec y sí. Llegando a Orizaba, derechazo, pata despiadada, el motor respondía a las mil quinientas revoluciones, el árbol de levas se activaba cabrón. Fue necesario un par de cuadras para volver a la normalidad mientras ellos hablaban en ruso.

La güera se me quedó viendo y dijo algo, mientras el vodka se reía. Me estacioné en una esquina para ver si nos seguían. Nada, silencio. Una gota cayó en la camisa, la sentí pesada. La segunda que venía no la dejé y sonreí al vodka, que estaba sereno. Ubiqué a dónde íbamos y con seguridad, acá espejeando, llegamos a la dirección. Las horas empleadas en la Guía Roji estaban dando fruto.

En teoría, dominaba varias colonias del D.F. Si no daba con la calle de putazo, sí llegaba a la colonia. Mi secreto era una brújula de chupón. El hombre ordenó meter el taxi al estacionamiento de la casa, que era para cuatro o cinco. Me bajé mientras ellos hablaban. Sin duda era una mansión de película. No había entrado a ninguna casa así. Bueno, cuando menos estaba en el jardín. El vodka se acercó y me preguntó:

—¿Qué clave tiene usted?
—Belyy Volk

Cuando dije la única palabra que me sé en ruso, la pupila del señor se le hizo de marihuana. Volteó a ver a la mujer joven, dijo algo y repitió: “Belyy Volk”. La mujer se acercó para examinarme con una sonrisa y me dijo en español acá rasposo, pero claro:

—Mucho gusto. Hemos hablado algunas veces…
—¿Control?
—Sí. Estamos contentos con usted, camarada. ¿Usted es de la KGB?
—No, soy miembro del MAR.
—Desde hoy serás aspirante —dijo el señor Otoño, que parecía de película. El bato estaba cabrón de magnetismo, irradiaba todo al mismo tiempo. Por lo pronto, daba miedo y respeto. Sin duda era el más picudo que había conocido, todavía se me quedó viendo. Más miedo.

Se alejaron hablando en ruso, mientras yo prendía tembloroso un cigarro.

22:00 horas

La cita que me había dado el mayor era en la Alameda, atrás del hemiciclo. Llegué quince minutos antes y, como andaba en pants, pues a patrullar la zona y, sobre todo, ver que no me siguieran, éste era mi nuevo trauma. Casi caminaba de espaldas, quien me siguiera lo desalentaría a las primeras de cambio, eso de llegar a una esquina y regresarse a toda velocidad o a trote militar.

El lugar estaba vacío salvo los pobrecitos que mendigaban. A la segunda vuelta, ya estaba el mayor, con el pinche güero que vi en la calle de Revolución. Cuando llegué, los dos me miraban como si hubiera hecho algo malo. ¿O ya me estaba poniendo feo? Estaban despatarrados en la banca metálica, ni cómo sentarme. El güero, de cerquita, también imponía respeto. Si sonriera, sería galán. De camisa será extra large, el puto.

—¿Qué hiciste hoy?
—En la mañana fui al reclusorio a ver al Doctor y le dejé una lana, ya sabe que es mi compa. Después me reporté y ordenaron que fuera a un restaurante de la zona rosa. Cuando estaba esperando, me empecé a dar cuenta que había unos culeros sobre alguien, esto me calentó. Como a las seis y media, llegó una pareja y a los metros me di cuenta de que él era el de la campana. Le avisé y me pidió que, si podía, los perdiera, que no me preocupara. Total, en la glorieta de Insurgentes los que me seguían los mandé a la verga y los llevé a la calle de Colima no. 63. Medio conocí a un señor quizás muy importante o cuando menos aparentaba serlo. Mañana creo que voy a andar con él. Eso es todo, señor.
—Bien. Te presento al agente especial del FBI, Thomas Ford. Quiere conocerte y te podría apoyar en lo que necesites.
—Mucho gusto, ¿le doy mi número de cuenta?
—¡Jaja, no te pases de pendejo! —dijo el mayor.

Al güero no le cayó bien mi bromita, ni él a mí. Veía a los dos, el mayor al parecer estaba de mi lado. El bato se levantó mirándome como si fuera igual de culero que el mayor y dijo en un buen español:

—A la persona que trasladaste es Oleg Netchiporenko, el jefe de la KGB en Latinoamérica. Es un objetivo prioritario, tú eres el primero que conozco que haya hablado con él.

Continuará.


Échale un ojo a las 4 partes de Infiltrado. Aquí te dejamos el inicio.

Acá la segunda parte.

Y acullá la tercera.

Y más acá, la cuarta.


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