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Por Juan Jesús Jiménez

Puebla, México, 12 de diciembre de 2022 [00:01 GMT-5] (Neotraba)

¡Perrito malva’o agarrás caravana

volvés remamado! https://youtu.be/JasYNAEgehM

Mañana de otro domingo. La colonia ha estado llena del sonido de cohetes durante la madrugada en lo que va del mes. Al parecer hay dos fiestas grandes para la fe católica con diferencia de unos tres, cuatro días. La virgen de la purísima se celebra el día ocho–decía mi padre en el auto–, la Guadalupe el doce, por eso se juntan. Despierto sin muchas ganas de colocarme los zapatos, todavía con el sabor pesado de la madrugada en la boca, sabiendo que debo acompañar a mi familia a misa para después ir por la despensa, hacer la comida, dormirme por la tarde. Pero mi hermana me avienta una almohada, dice que nos vamos en 10.

Me pongo mi suéter azul marino, los zapatos de siempre, un pantalón de mezclilla y agarro de una silla la chamarra que he llevado a la escuela unos días antes. Tú vas de copiloto –dice mi tío, también con sueño. ¿Y a dónde? –le pregunto a mi padre. Pues a misa –responde.

Era usual que mi tío fuera a la misma misa que nosotros, porque según él, es mejor ir desde temprano para aprovechar el día. Pero tras pasar de largo la desviación a la iglesia habitual, y ver con sorpresa que vamos con dirección a la Ciudad de México me temo lo peor. Chingada madre –digo en mis adentros. Para este fin de semana no me tocaría ser el cocinero familiar, ni el motivo de discusión política, ni siquiera el primo incómodo que de pronto no dice mucho. Pon el maps para la basílica –dice mi padre, confirmando lo que temía. Pasamos a una gasolinera por un café, y nos encaminamos a la Ciudad de México.

En lo particular no me molesta el viaje. Es muy bonito ir viendo el paisaje al subir y bajar por la Malinche, el problema está en los vicios horribles que hay dentro del auto. Prende el aire acondicionado, vayan más lento, vayan más rápido, yo me acuerdo que por acá no era, ya nos pasamos. Por demás, me cuentan de una tía a la que no vemos seguido y que vive por Neza, del cómo se veía un lago enorme saliendo de la pista, de que el metro es un lugar horrible. ¿Aquí quieres venir a estudiar? –pregunta mi hermana. Pues sí –respondo. Ay no, qué feo –señala.

No podría negar lo que dice. La verdad es que son pocas las veces que he ido hasta ese lugar tan lleno de smog y autos, pero con esas pocas veces he sido testigo de lo estresante que puede ser andar por ahí, lo tenso que es andar caminando de un lugar a otro, tomar camiones e incluso lo pesado que es moverse en auto por allá. Pero algo de bello tiene; mi tío precisamente me pregunta ¿Es un buen lugar para escribir?, y aunque sé que lo hace en un tono burlón, le digo que no hay lugar más productivo que una ciudad que parece estar en llamas todo el tiempo, que uno se entera de más cosas, que uno vive mucho más cuando está huyendo del concreto. Mi opinión es tapada por el avistamiento de un Atos despachando micheladas, y la voz de mi padre pidiendo que le diga en qué camino se gira para llegar a la iglesia.

Vista de la antigua basílica de Guadalupe. Foto de Juan Jesús Jiménez
Vista de la antigua basílica de Guadalupe. Foto de Juan Jesús Jiménez

Atravesamos interminables muros de propaganda camuflada, un montón de calles deterioradas por el descuido gubernamental, casas apiladas la una sobre la otra hasta amalgamar colonias, árboles cansados de respirar del escape de camiones viejos, trolebuses que se pasaban altos, policías que les daban el paso, una avenida entera de autos en fila al pie de un cerro.

Coches, bicicletas, mototaxis, grafitis en esos mototaxis, anexos también grafiteados, estaciones de metro, triciclos de tamales, todos decorados con motivo de la morenita del Tepeyac, la emperatriz de América, la Guadalupana, la Virgen, o como vi pintada en un vaso de michelada: la madre de todas las madres a toda madre.

Tres, cuatro hombres se paran en la avenida. Son vaqueros sin caballo ni prado que arrean millares de vacas metálicas a un carril, del que es imposible salir ni estacionarse sin pagar el monto correspondiente. ¿Ocupa lugar, joven?dicen aglomerados. ¿Ya encontró dónde jefe? preguntan más adelante. Más adelante no hay patrón, aquí ya le guardé uno, rematan casi al salir de la avenida. Nosotros, que pipopes y perdidos no sabemos qué hacer, nos hincan el diente y nos acomodan de forma asombrosa en un espacio ficticio, entre un poste y una banqueta alta.

Pasando una reja enorme como la de una cárcel, un mar de cabezas y banderas desfilan hasta una explanada un poco más vacía, pero que revela ante nosotros tres parajes: una iglesia antigua y encerrada entre piedras de cerro, otra menos vieja y destinada a hundirse como toda la ciudad, y una moderna, donde según dicen, estuvo un santo. Todos los lugares igual de llenos, de simbolismos y actos que para mí resultan extraños, profanos. Como el de bebés que son disfrazados, como el de monolitos tallados y arrastrados por la gente, regalos interminables que no hacen más que acumularse a un costado de las jardineras, como un vertedero de flores marchitas y otras más a punto de soltar en el agua su agotamiento por permanecer vivas.

Hay un tipo de chimeneas en las que la gente deposita veladoras, y sin ser creyente puedo sentir muchas de las intenciones por las cuáles lo hacen. Algunos mientras lloran, otros mientras se les ve debajo de sus ojos una jornada larga, todos manchando sus mangas con cera y humo.

Virgen de Guadalupe. Foto de Juan Jesús Jiménez
Virgen de Guadalupe. Foto de Juan Jesús Jiménez

Tocan campanas. Empieza la misa. Se realiza un rito completo frente a gente que solo presta atención a un cuadro expuesto en el centro del altar, inclinado hacia abajo, viendo siempre con superioridad a quienes cruzan en una cinta transportadora, como artículos de mercado esperando a ser leídas por el cajero.

Quizás Dios sí es un cajero de bajo sueldo –me digo, ganándome una mirada pesada de una señora frente a mí. Es palabra de Dios, dice el sacerdote, y diserta en una columna oral sobre lo que pasa fuera de la basílica. ¿Qué hay allá afuera? pregunta. Nadie responde; por respeto, porque no es una pregunta real, porque la respuesta no es la misma para nadie, porque ni siquiera el sacerdote sabe qué hay allá afuera. Da vueltas, ejemplifica que la Virgen los cuida a todos, y que afuera el mundo se acaba.

Terminada la misa, la gente sale de la basílica, solo para volver a entrar por una entrada un poco más pequeña, donde cardúmenes humanos carroñan espacios en los que entrar más rápido entre la gente, para llegar a una bajada sorpresiva, una rampa larga que te hace más pequeño. Donde arriba de todos, una cruz española celebra el V CENTENARIO CONMEMORATIVO DE LA EVANGELIZACIÓN DEL NUEVO MUNDO, como si de pronto México no hubiera salido del siglo XIX. Y, por si fuera poco, al fondo el recuento de un mito labrado en bronce, de la inclusión de unos a otros, del porqué mirar hacia arriba el marco que se expone sobre una banda transportadora. Una luz roja sobresale de una de las paredes, e indica que se deben tomar las fotos sin flash. , digo, Dios es un cajero.

Salimos de nuevo de la basílica. De nuevo vemos la explanada. Mi familia lleva prisa por llevar hasta la cima del cerro unas cuantas veladoras. Me piden irlas a dejar, para que se te quite lo ateo, dice mi papá. Veo sobre las escaleras un puesto de fotos en el que un niño se monta en un burro de utilería y comienza a llorar. Del otro lado un río de gente que desafía la gravedad, devora las barandas, los jardines aledaños, a otras gentes, a los que vienen a gatas, de rodillas. Paso con cuidado. Trato de respetar la procesión de otros que tienen en su viaje un propósito más grande que el mío.

Entro en conflicto. Una y otra vez tropiezo con gente que habla mientras sube. Pero no de una forma natural, no de una forma común y corriente, sino con verdaderos discursos de odio, de turistas que esperan pasar de incógnitos hablando inglés, hablan de que aquí está todo feo porque somos pobres. No parece ser un camino de redención para muchos, solo una torre de Babel para mirar la ciudad, para decir que participaron de algo así, para despersonalizarse entre la multitud y de pronto escapar de la memoria de otros.

Sin embargo, no puedo dejar de ver a otros, que suben, como si no hubiera más gente, como un acto íntimo entre ellos y lo que hay, hubo, o piensan que estuvo en ese mismo espacio, subiendo con ellos.

Yo termino de subir las escaleras. Dejó las veladoras en su lugar correspondiente. Bajo del sitio para encontrarme con que me bolsearon la cartera.


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