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Por Camila R. H.

Puebla, México, 18 de enero de 2021 [01:44 GMT-5] (Neotraba)

Hablo mucho sobre cómo no puedo hablar, porque es verdad. Para mi mala fortuna, mi debilidad más grande son las personas, sobre todo conocerlas: tener conversaciones casuales es sin duda mi montaña más grande, la cual no quiero escalar.

Pensé en mis montañas hace unos días, mientras leía Annie en mis pensamientos. Annie recuerda las palabras de su abuela acerca de las montañas: “[…] lo que pasa con las montañas es que tienes que seguir subiendo y eso siempre es difícil, pero que al llegar arriba, siempre hay buenas vistas.” Pienso en cómo, cada vez que tengo conversaciones, llegar arriba no termina por merecer la pena.

Las vistas no son buenas pues no soy capaz de prestarles atención: me encuentro frente a mi inhabilidad de ver el logro en una charla, porque me dejó con la mente llena de dudas, la garganta seca y los músculos tensos. Preguntándome, sin cansancio, por qué dije eso. Sin importar qué haya dicho.

Y si no puedo escalar, voy a ignorar esa montaña.

La incomodidad me nubla la vista, entorpece mi respiración como el humo, me hace dudar para finalmente sólo dejarme pronunciar oraciones frías, robóticas. Tan pronto salen pronunciadas y caen al vacío del aire, me hacen querer callar para siempre. Parece que nunca digo nada bueno, por eso odio hablar.

Es como si las palabras en mi boca resaltaran de mala forma. Una pieza de rompecabezas encajada a la fuerza, a la que ni mi voz dubitativa ni la prisa en mi expresión ayudan. Mis ojos demuestran pánico al escuchar una pregunta acompañada de la mirada expectante de alguien frente a mí. Sólo puedo pensar en cuánto quiero huir.

Hago un buen trabajo al ignorar la imperiosa necesidad de comunicación, en realidad podría hacerlo eternamente. Me gustaría tanto, sería tan fácil: quedarme por siempre en mi habitación, sin imprevistos. Sin personas.

Quizá la montaña no son las conversaciones, pero sí lo es la sencillez para evitarlas, lo irrelevante que me resulta mi cobardía. Cómo pronunciar un mínimo de palabras al día y vivir con ello se convirtió en un hábito.

Tal vez deba romper el bucle de pensamiento al fondo de mi cabeza, parecido al ruido blanco, constante, molesto:

“¿Por qué dijiste eso?”


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