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Por Adonai Castañeda (mr_castagneda)

Puebla, México, 2 de noviembre de 2020 [00:01 GMT-5] (Neotraba)

«Me cuesta mucho escribir, no tengo ninguna facilidad para ello, gracias a Dios. Pasé mucho tiempo de ser estricta con mis cuentos, con cada palabra de ellos (no hablo del estilo, sino de la verdad de cada una de las palabras), pero sin decidirme a aceptar que era, o quería ser, un escritor.»

«Autobiografía», Inés Arredondo.

Bajo un árbol, a la edad de seis años, conoció la literatura. Su padre le recitaba el Romancero del Cid. Animada a la risa debido a la indumentaria del héroe, la pequeña Inés se asombró por un detalle atípico: el imponente Rodrigo Díaz, armado hasta los dientes, llevaba puesto un bonete colorado encima del casco. Del mismo color que el flamboyán que la cobijó en su descubrimiento. Un día que la marcó con una señal. Años después escribiría: «yo veía todo su amor a doña Ximena en ese gorro colorado, su deseo de regresar a dormir a su castillo, […] a su tierra.» [1] Al final, comprendió que se trasciende hacia atrás, hacia el pasado y la infancia. El hogar. 

Inés Arredondo (1928-1989), nacida en Culiacán, Sinaloa, tuvo una infancia efímera en Eldorado, una hacienda azucarera. Entre caminos vedados por árboles frutales —guayabos, lichis, caimitos y nísperos japoneses— y fronteras que confluían, se gestó su mirada personal. Su estilo. En ese paraje universal advirtió el dolor y lo atrajo hacia sí. No fue hasta tiempo después, en la maternidad, cuando se acercó a la escritura a través de él. En medio del duelo por la muerte de su segundo hijo, mientras traducía a Gustave Flaubert, Arredondo se abandonó a la palabra escrita. De esa sesión surgió «El membrillo», publicado en la Revista de la Universidad y luego integrado a su primer libro: La señal (1965). Un cuento que nació con una madurez literaria, como un fruto.

La señal es prueba de la exactitud de la palabra con cuidado de esteta. La palabra, como la carne, viva. El dolor hiende las catorce narraciones y las lleva a sus confines. En sus cuartillas conviven la muerte, la maternidad en la vejez, el erotismo y la locura. A los personajes se les presenta una irrupción que ha de transfigurar la solemnidad de sus vidas. En «Olga», Manuel desea el amor de la mujer homónima del relato. Su temor lo aísla. Espera tan sólo una mirada suya para luego avergonzarse de su propia existencia. En la ficción más breve del libro, que a su vez lo titula, retrata el rubor de un ateo ante los ruegos de un obrero que necesita besarle los pies dentro de una iglesia. Una de las cumbres de la literatura mexicana, en apenas tres páginas. En «Mariana», una de las historias más desgarradoras que he leído, la protagonista padece por la imposibilidad del amor y por la violencia machista. Para Arredondo, el suplicio es íntimo a la belleza: 

«Sobre su cara luminosa veo de pronto el labio roto, la piel pálida, y me doy cuenta de que aquel día, a la entrada de clases, su rostro estaba cerrado. Serena y segura, caminando sin titubeos, desafiante, sostiene la herida, la palidez, el silencio; se cierra y continúa andando, sin permitirse dudar, ni confiar en nadie, ni llorar. La boca se hincha cada vez más y en sus ojos está el dolor amordazado, el que no vi entonces ni nunca, el dolor que sé cómo es pero que jamás conocí: un lento fluir oscuro y silencioso que va llenando, inundando los ojos hasta que estallan en el deslumbramiento último del espanto. Pero no hay espanto, no hay grito, está el vacío necesario para que el dolor comience a llenarlo. Parpadeo y me doy cuenta de que Mariana no está ahí, pasó ya, y el labio herido, el rostro cada vez más pálido y los ojos, sobre todo los ojos, son los de su padre.» [2]

Portada de Ensayos y Cuentos completos de Inés Arredondo. Fotografía de Adonai Castañeda.

Catorce años después publicó Río subterráneo, merecedor del Premio Xavier Villaurrutia. Aquí los límites entre el suelo natal y el universo se difuminan; la narración se vuelve introspectiva. «Año nuevo», en dos párrafos, cala con una mirada de ternura entre desconocidos, en la soledad de un metro parisino. Por su parte, la extranjería resalta tanto en «Las palabras silenciosas» como en «Las mariposas nocturnas». Una bilogía que abraza y rodea al corazón del tomo: en el primero, un extranjero residente en Sinaloa vislumbra el desamparo, relegado por su lengua de origen; en el segundo, Lía transforma su relación de poder con un latifundista que pretende poseerla, entre largos viajes alrededor del globo terráqueo. Entre paisajes orientales en tierras mexicanas, el golpe del látigo cambia de rumbo. En «Atrapada», Paula, una joven sometida por las buenas formas, encuentra la luz con alguien de su pasado, fuera de su matrimonio con un hombre que la desdeña. Nadie tiene que comprenderlo:

«Me tomó del brazo y empezamos a caminar al mismo paso, mirándonos sonrientes a los ojos, como si todos estos años no hubieran transcurrido. ¿Por qué, si en un momento se produce la desesperación, no debe darse en un momento la alegría? No lo pensaba con claridad, pero era lo que vagamente me justificaba. El recuerdo preciso y firme que Marcos tenía de mí y que me obligaba a actuar de acuerdo a él, el calor de su brazo, su proximidad, todo eso me fue produciendo una especie de deshielo, de desentumecimiento, y comencé a respirar de verdad el aire caldeado de una maravillosa mañana de otoño, a moverme en un espacio cierto de una ciudad habitada.» [3]

Con Los espejos (1988) completó el tríptico de su obra cuentística, un año antes de su muerte, el siguiente dos de noviembre. Este último libro se manifiesta como un martirologio de quienes se pierden en el silencio. En el cuento homónimo se aborda la maternidad fallida y los secretos familiares. Con la playa como escenario, al igual que en «Estío» de La señal, «Wanda» destaca por ser un delirio sexual cercano a la muerte. La ambigüedad ceñida a la pasión. Tal y como lo demostró en Río subterráneo, aquí las formas narrativas se desbordan del género: sus últimos cuentos emulan a la novela. Incluso es en esta colección a la cual se adhiere Opus 123 (1983), libro publicado en la editorial Oasis, que examina la homosexualidad y la agresión masculina. 

Portada de Opus 123 de Inés Arredondo.

Como una firma terrible surge «Sombra entre sombras» donde Laura, una chica de quince años, se casa con Ermilo, un hombre rico, treinta y dos años mayor que ella, con el fin de evadir la pobreza. Ermilo la moldea a su gusto para desatar su malicia. Entre círculos violentos, Laura cuenta cómo su relación se trianguliza con un trabajador suyo: «¿Cómo decirlo? Lo vi en lo alto de la escalera: fuerte, rubio, ágil, seguro de sus movimientos y con un dejo desdeñoso en la cabeza que me recordó el grabado de alguien —¡Aquiles! Era lo más bello que había visto.» [4] El relato no suelta al lector en ningún momento. Cualquier línea entrevé la alienación del deseo, que devanea en la ruina y el voyerismo. En sus tres colecciones, Arredondo encumbró lo oculto: lo que no nos atrevemos a decir, ni siquiera a pensar. Narra como si nos contara un secreto.

La exigencia narrativa fue la columna toral de su ars poetica. Creía con fervor en la inspiración. Sólo escribía bajo su influjo para luego pulir con rigor. Aunque pasaran años de sequía creativa. La palabra debía enunciar algo más. Cada una de ellas debía danzar con las demás, en una armonía superior. Arredondo, en su brillantísimo ensayo, «La cocina del escritor», asegura que la preceptiva personal se forja con lecturas acompañadas de los comentarios de amigos afines. Ella se refería a la Generación de Medio Siglo, con la cual se sintió identificada y con cuyos miembros compartió la lectura de Thomas Mann, William Faulkner y Julien Green, entre muchos otros. Garantizó venir de la literatura de Anton Chéjov, de Katherine Mansfield —a quien homenajea en «Lo que no se comprende»— y de Cesare Pavese. Con disciplina y ojo crítico fraguó una literatura propia. Estaba convencida de que «la literatura más excelsa es siempre una exquisita y gozosa tortura.» [5]

Emparentada con su narrativa, dedicó gran parte de su vida, desde 1960 hasta su muerte, a su labor como reseñista. Escribió sobre libros, puestas en escena y revistas en medios como la Revista Mexicana de Literatura, Siempre! y Unomásuno. Es destacable que colaboraba entre largos intervalos de tiempo. Conversó, sin importar si su opinión era positiva o negativa, con obras contemporáneas como El bordo de Sergio Galindo y con clásicos reeditados como las Relaciones de la Nueva España de Fray Toribio de Benavente. Por otro lado, también destinó parte de su vena ensayística a autores como Pablo Neruda, Gilberto Owen e incluso Jorge Cuesta —de cuya obra redactó una tesis para obtener el grado de licenciada en Lengua y Literaturas Hispánicas, en la UNAM—. En ambos géneros sembró su posición respecto a la vocación literaria. Lo hizo, por ejemplo, empalmándola con el periodismo:

«El entrevistador bueno —se entiende— necesita tener una profunda vocación de lector, porque cuando se lee realmente, lo que se hace es dialogar, estar de acuerdo o discrepar con aquel a quien se está leyendo, y después saber formular los puntos de interés. El escritor se hace de una manera muy, pero muy semejante al entrevistador. […] Un escritor nace pero tiene que formarse arduamente, y cuanto mayor sea su órbita del conocimiento tendrá más herramientas para torturar a los demás.» [6] Ella lo sabía y lo sostuvo desde La señal hasta Los espejos. Para el caso habla de Owen y sus primeros poemas que, en su opinión, son los de un preparatoriano bien formado. Como ella con la Generación de Medio Siglo, Owen se topó con sus amigos afines: Cuesta y Villaurrutia. Su crítica no estuvo exenta de autoanálisis. Cuando narra su mito de origen en la palabra escrita dice no tomar en cuenta los poemas de adolescencia ni las prosas de estudiante, porque «son normales y corrientes en esa edad y no significan más que un desahogo.» [7] Al final, según explica, inició tarde. Sin embargo, se comprometió con la literatura. No la soltaría jamás.

Inés Arredondo, retrato. Fotografía de Nacho López.

Al escribir estas últimas líneas pienso en Inés que, reclinada sobre su cama, esbozaba sus textos en papel revolución sobre una tablita, rodeada por el humo de sus cigarros y caigo en cuenta de que la literatura es otra forma de la locura, acaso del dolor. Con sus casi cuarenta cuentos, una novela y un puñado de textos ensayísticos, trazó una nueva geografía que conviene revisitar cuando se habla de la literatura mexicana, justo ahora a treintaiún años de su fallecimiento. Estoy convencido de que la mayoría de sus lectores aún no tienen nombre. Con su palabra, en una relación casi caníbal entre el gozo y la aflicción, Inés, la reina de los guayabales, nos escribió a ti y a mí. Nos hizo bella, triste y floreada literatura.


[1] Inés Arredondo. «La verdad o el presentimiento de una verdad». Ensayos. México: Fondo de Cultura Económica. 2012, p. 31. 

[2] —. «Mariana». Cuentos completos. México: Fondo de Cultura Económica. 2014, p. 145.

[3] –. «Atrapada». Cuentos completos. México: Fondo de Cultura Económica. 2014, p. 240.

[4] –. «Sombra entre sombras». Cuentos completos. México: Fondo de Cultura Económica. 2014, p. 325. 

[5] –. «La cocina del escritor». Ensayos. México: Fondo de Cultura Económica. 2012, p. 46.

[6] Ídem.

[7] –. «Autobiografía». Ensayos. México: Fondo de Cultura Económica. 2012, p. 37.


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