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Por Luis Rubén Rodríguez Zubieta

Tijuana, Baja California, 03 de agosto de 2021 [02:28 GMT-5] (Neotraba)

Para ver claro, basta con cambiar la dirección de la mirada.

Antoine de Saint-Exupery

Después de 483 días que el Ayuntamiento de Tijuana tomó la decisión de enviar a los empleados como yo, mayores de sesenta años, a desempeñar sus funciones desde casa por la aparición de la COVID-19, regresé a laborar presencialmente. La medida del retorno se tomó considerando que ya estábamos vacunados y el semáforo de Tijuana en color verde.

Puede sonar raro, pero encontré casi todo cambiado, aunque permaneciera igual que como estaba el último día que asistí a mi centro de trabajo. Intentaré explicar a qué me refiero. No imaginé que haber dejado de asistir todo ese tiempo iba a ocasionarme disfunción en varios aspectos. Sucede igual, supongo, cuando uno deja de usar algún músculo del cuerpo y por esa razón se atrofia.

El primer cambio fue la hora en que tenía que levantarme para llegar a tiempo a la oficina y checar mi hora de entrada sin retraso. No sé si eso fue lo que más trabajo me costó, pues mi reloj biológico estaba alterado. Mientras trabajé en casa, algunas ocasiones el sueño me habitaba hasta avanzada la madrugada; otras, al iniciar la oscuridad; otras intermitentemente; otras de plano no me moraba y venían las noches en vela.

Lo siguiente fue el trayecto que debía recorrer desde mi casa a la oficina, del cual estaba totalmente desencanchado. No recordaba que el tránsito no es igual el lunes que regresan a sus casas los sandieguinos, que cualquier otro día entre semana; tampoco el estresante embotellamiento de los viernes cuando coincide con la quincena. Hacía rato no me autoinsultaba por circular por una vialidad que sabía iba a saturarse. Eres un pendejo, me dije cuando me atoré en la Vía Rápida el primer lunes que acudí de nuevo a trabajar, repetí el flagelo el viernes de quincena cuando me atasqué en la glorieta de Ignacio Zaragoza.

La cantidad de baches que vi y que mi carro resintió era mayor a la que había antes de que iniciara la pandemia. De todos ellos, se llevaban las palmas los que dejó la Comisión Estatal de Servicios Públicos de Tijuana (CESPT). Las cuadrillas de mantenimiento de ese organismo paraestatal hicieron hoyos para reparar los desperfectos en la red de agua potable o en el drenaje y, al final, simplemente los taparon con tierra. Después de unos días, además de hacer más polvosa la ciudad, se convirtieron en cráteres madreadores de chasis y suspensión de automóviles.

Las calles estaban más sucias, pues además de la tierra, la basura se acumuló en las guarniciones y casi las rebasaba. Los puestos ambulantes se multiplicaron y de algunas casas surgieron ventas de ropa, electrónicos y chácharas de segunda mano. Año y medio antes no existían.

Al arribar al edificio del ayuntamiento, noté unas vallas para dividir la entrada. Por un lado, sólo podían ingresar los empleados y por otro, quienes acudían a realizar algún trámite. Como no portaba mi credencial en el gafete, fui detenido por uno de los policías que custodiaba la entrada.

—Por aquí no puede pasar, es solo para los empleados —me indicó.

Le mostré mi credencial y sin verificar si era yo, pues no me quité el cubreboca para que lo constatara, me permitió pasar. Una vez adentro del edificio, había que pasar por un filtro de medición de temperatura y ponerse gel antibacterial. Ese retén era celosamente vigilado por un personaje que regañaba a cualquiera que no cumpliera ambos protocolos. Después de consumar esas medidas, subí las escaleras hacia el primer piso donde se encontraban las oficinas de mi área.

Cuando abrí la puerta, me costó trabajo reconocer a varios de los compañeros presentes ya que el cubreboca ocultaba la mitad de su rostro. A ellos les pasó lo mismo cuando me vieron, lo constaté al pedirles la contraseña de la puerta de acceso por la que debía pasar para llegar a mi lugar, la cual había olvidado.

— ¿Adónde va? —me preguntó uno de los que estaba en la barandilla.
—Aquí trabajo compañero —respondí retirando el cubreboca de mi rostro para que me reconociera.
—Ah, es usted. Qué milagro, adelante compañero.

Caminé por el pasillo que conduce a mi oficina y me fijé que los escritorios estaban rodeados por mamparas de acrílico que, después supe, las pusieron para proteger a los empleados de un posible contagio por contacto con los usuarios que iban a realizar algún trámite. Por el efecto del acrílico, sus siluetas se distorsionaban. La mayoría portaba cubreboca con logotipo del ayuntamiento, algunos de ellos del color de la entelequia gobernante en turno.

Variaba la forma en que saludaban a quienes encontré al circular por las oficinas, dependía del nivel de precaución que cada quien había decidido tomar. Iban desde el más precavido que consistía en alargar el antebrazo en lugar del puño o la mano extendida. No fuera a ser. Ni que decir de la contundente prohibición a saludar de beso o abrazar con afecto. En algunas puertas colocaron letreros que la reforzaban: En esta oficina cuidamos tu salud por lo que no saludamos de mano ni de beso. Como no soy practicante de las precauciones excesivas al saludar, pues prefiero lavarme las manos frecuentemente y no agarrarme la cara, siempre extendía mi mano. Eso ocasionó que algunos me regañaran por hacerlo y otros me vieran con cara de bicho raro. A pesar de eso, seguí extendiéndola y, por fortuna, encontré a quienes hacían lo mismo.

Siempre acostumbro a saludar de mano, a abrazar a quienes les tengo confianza, y a dar besos a mis compañeras cercanas. No poder hacerlo me generó una sensación extraña. Era como si me obligaran a abandonar mi calidez para convertirla en frialdad.

Hice un recuento visual y al no ver a todos los que estaban el día que dejé de asistir a la oficina, pregunté por ellos. La respuesta fue que moraban en una cordillera célica. Hasta ese día no conocía a alguien cercano fallecido por la COVID-19. Su muerte era la evidencia de que el bicho existía y se había cargado a los ausentes. Pinche pandemia de mierda, pensé.

En otro recuento visual más insidioso, me percaté que buena parte de mis compañeros ganaron volumen corporal. En algunos casos esa ganancia redundaba en mejora, pero en la mayoría en un deterioro que parecía irreversible. No sé si ellos notaron que yo soy uno de estos últimos. Si así fue, espero lo hayan hecho con menos perfidia que yo.

Me enteré de que las tertulias cumpleañeras se dejaron de realizar para evitar la cercanía entre quienes asistieran a los festejos. Por todos lados había letreros con recomendaciones o con reglas que los empleados debían seguir para evitar contagios del bicho, algunas absurdas y otras incumplibles. Por ejemplo, entre las medidas estaba abrir las ventanas de las oficinas para que se ventilaran y les pegara el sol, así como guardar una distancia de metro y medio entre compañeros.Sin embargo, la oficina donde está mi lugar, y otras muchas más, no tiene ventanas y, además, era imposible guardar esa distancia por el hacinamiento existente.

Entre los temas de conversación seguía vigente el de la pandemia. Algunos de los chismes que circulaban eran muy divertidos y casi todos provenían de fuentes altamente sospechosas e inverosímiles: noticias falsas de Facebook, información proveniente de amigos muy pero muy bien informados e inventos de casos comprobados.

Como el cruce de Tijuana a San Diego seguía suspendido para quienes no eran gabachos, residentes o no realizaran alguna actividad esencial en ese condado norteamericano, una buena parte de los tijuanenses o residentes en Tijuana que tenían visa estaban angustiados por no poder pasar –síndrome de abstinencia mercantil– y les urgía la apertura de la frontera. Entonces, las especulaciones sobre restricciones que supuestamente pondrían los gabachos para cruzar, tenían tinte de dramatismo.

— ¿Ya supiste que a los que vacunaron con Sinovac o CanSino no los van a dejar cruzar a San Diego?
—Ya valió madre, a mí me pusieron la CanSino. Pinches chinos.
—No, a los que no van a dejar es a los que se pusieron la Johnson y Johnson, en Estados Unidos no la aplicaron porque no sirve y por eso nos la mandaron.
—Sí, cabrón, no entiendo como el pendejo de López Obrador se las aceptó.
—También a los que se vacunaron con la Sputnik, porque dicen que tampoco sirve, que son mentiras de los rusos.

Mientras escuchaba las conversaciones de mis compañeros, tomé asiento en mi lugar e intenté hacer lo que antes era rutina. En ese momento, constaté que el dicho que reza Lo que bien se aprende nunca se olvida, al menos en mi caso, no funcionó. Durante los dieciséis meses que trabajé en mi casa, lo hice con mi computadora portátil y no tuve necesidad de usar contraseñas para prenderla ni para ingresar a mis aplicaciones ni al correo electrónico. El caso es que no supe cómo prender la que tengo asignada ni me acordaba de ninguna contraseña y la versión de Office instalada me resultaba extraña. Tuve que poner mi cara de pendejo y pedir ayuda para resolverlo. Las burlas de las que fui objeto no se hicieron esperar: Ya está usted viejito y se le olvidan las cosas, compañero. De seguro se hizo pendejo todo el tiempo que no vino, por eso ya ni sabe trabajar.

Fuera de toda la parafernalia existente por la pandemia, parecía que el tiempo no hubiera transcurrido. Sentía como si no me hubiera ausentado, como si solo hubiera dormido un día. Ante mis ojos aparecía una fotografía tomada 483 días antes, con la única diferencia del cubreboca que portaban los que en ella aparecían. No había película. La simulación, el desperdicio de talento, las horas nalga, las urgencias que no lo son, la gramática obsoleta e innecesaria de los oficios, los proyectos que nunca se realizan, las manifestaciones de los de Antorcha Campesina afuera del edificio, la realización de eventos en el patio del edificio sin asistentes a quienes iban dirigidos, la actitud de jefes que sólo lo serán por unos meses más, no habían cambiado.

Lo más deprimente de todo era ver a los jóvenes, que son mayoría, sin expectativas y sin posibilidades de desarrollo de su talento. Aquellos que tuvieron la fortuna (o el infortunio) de heredar la plaza de base de algún familiar, a esperar algunas décadas para su jubilación. A los que fueron contratados como eventuales, sólo esperanzados en conservar su empleo dentro de dos meses que concluye la actual administración municipal, aunque la paga fuera exigua y la actividad rutinaria.

Concluido mi primer día de trabajo presencial, fui al estacionamiento, subí a mi automóvil y reflexioné unos minutos. Caí en cuenta de que antes de la pandemia, cuando me encontraba con alguna persona y la saludaba, no reparaba en su mirada. De no ser por el cubreboca, nunca me hubiera dado cuenta de lo hermoso que son los ojos de los humanos, sin importar su color ni la etnicidad de quienes los poseen. Si el parámetro de belleza fueran esos órganos del cuerpo, desaparecería el estereotipo de belleza, se competiría para ver cuáles son los más hermosos. Es una lástima que tanta hermosura viera tanta desventura.

Vi mis ojos en el espejo retrovisor. Aunque eran los mismos de siempre tenían la mirada perdida. Ellos también me veían y parecía que me hablaban, que me decían que ya no querían seguir viendo lo mismo, que querían cambiar de mirada.


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