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Por Juan Rivas

Puebla, México, 11 de mayo de 2023 [00:07 GMT-6] (Neotraba)

A raíz de la contingencia epidemiológica ocasionada por el Covid19, muchos trabajadores de diversas áreas nos vimos confinados al trabajo remoto desde nuestras casas. El encierro no fue una realidad generalizada: apenas un porcentaje de la población tuvo acceso a esta alternativa. Sin duda, fue más fácil de llevar para muchos introvertidos (entre los que me incluyo) que para los amantes del exterior.

Lo cierto es que muchas costumbres, rituales y protocolos se relajaron, exhibiendo que detrás de las estructuras costumbristas no hay gran sustento práctico. Por ejemplo, yo que soy docente, durante los primeros meses de la pandemia me ponía camisa de vestir para dar clases en línea. Desde luego, los alumnos no veían que de la cintura para abajo traía bermudas o el pantalón de la pijama y andaba en chanclas de baño.

Con el tiempo, dejé de preocuparme por banalidades y empecé a conectarme en playera. El protocolo se fue relajando al ver que algunos alumnos (quienes se animaban a encender su cámara) tomaban clase encobijados, a oscuras, en su camita; situación comprensible a las 8 de la mañana, pero rayana en lo ridículo a las 12 del día.

Quedó claro lo que muchos ya intuíamos: tanto el alumno como el maestro podían dar y recibir la clase con un nivel de rendimiento independiente de la ropa que llevaran puesta. El verdadero problema se originaba en niveles más profundos: el equipo del que disponían los alumnos, la calidad de su conexión a internet, la cantidad de gente con la que compartían vivienda y en general todos esos factores socioeconómicos que complicaron aún más la ya de por sí terrible situación sanitaria.

Las juntas de maestros no eran muy diferentes. Nosotros le insistíamos a los alumnos entre la súplica y el autoritarismo para que encendieran su cámara y pudiéramos ver que, en efecto, estaban en clase y no jugando videojuegos o lavando trastes con la televisión de fondo (cosa que, quizá para algunos, no obstaculizaba el aprendizaje). Pero durante reuniones académicas y consejos técnicos, los maestros nos dábamos el lujo de mantener la cámara apagada. Y si se nos cuestionaba al respecto, replicábamos con el arsenal de respuestas que conocíamos por nuestros alumnos: desde “tengo fallas de conexión” hasta “no sirve mi cámara”. Porque enseñar es aprender.

Cuando encendíamos la cámara, descubríamos que muchos maestros comenzábamos a dejarnos la barba y el cabello largo. Quienes no salieron de la pandemia con aspecto de profeta en el desierto, optaron por la experimentación de las artes barberiles en su propia persona. Conforme iba creciendo el número de gente que se permitía salir a la calle o ingresar en espacios cerrados (una de las paradojas menos dolorosas de la pandemia) fue también haciéndose evidente la presencia de cabezas mal rapadas, greñas tusadas y copetes con mordidas de burro. Yo compré una máquina como para trasquilar borregos y me di vuelo primero con los lados, luego con todo lo que hubiera detrás de la oreja hasta terminar con un estilo mohicano que adelgazó hasta perderse inevitablemente en el rapado total.

Entre tanta desgracia y muertes de familiares y amigos, los golpes tan duros a la ya de por sí endeble economía nacional, la precariedad laboral y un alarmante índice de divorcios y casos de violencia doméstica, probablemente algunos quisimos vivir el papel de sobrevivientes post punk a la distopía apocalíptica, y de paso nos dimos el gusto de jugar con nuestra imagen.

Porque si algún recurso tenemos en los momentos de incertidumbre, cuando no disponemos del control de nuestra vida como estamos acostumbrados a llevarla, es la individuación de nuestro cuerpo. Tal como en las cárceles, sin ponernos muy foucoltianos: el control absoluto de los hábitos, los horarios y la imagen, vuelve dóciles a los prisioneros. Por eso a los curas y a los militares se les impone un corte de cabello. Por eso las monjas no se hacen rayitos rubios en el pelo, ni las maestras de escuelas privadas (y mochas) se lo pintan de verde, de azul o de morado.

Poco a poco se ha reestablecido el rigor protocolario de la costumbre, a pesar de que se mostró que tantas actividades podían prescindir de un traslado presencial que involucrara quemar gasolina y gastar en comida fuera de la casa.

A los que tuvimos el privilegio de mantener un trabajo y encima realizarlo en casa, el encierro nos permitió, por paradójico que esto suene, salir al mundo y a la vida con estilos alternativos que hoy hallamos tan incompatibles como lo es el individualismo ante un sistema explotador. O para decirlo en términos más confusos, que es como suelen dárseme las alegorías: la pandemia, para muchos, implicó meter la cabeza en un agujero de tierra. Buscábamos la esperanza. Emergimos sin ella, pero con unas greñas desastrosas. Algunos tuvieron el descaro de pedirnos andar bien peinados entre las cenizas del mundo.


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