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Por Juan Jesús Jiménez

Puebla, México, 26 de diciembre de 2022 [00:01 GMT-5] (Neotraba)

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Planeaba escribir sobre la final. Para qué negar que me alegré mucho de ver a la albiceleste con tres estrellas en el uniforme; con todo y el Dibu vulgar, el rumor de una copa regalada, el hermoso partido y la trágica tanda de penales. Pero es probable que esta sea la última columna del año, y hay temas que urgen más que obviar que goles grité en mi sala.

Revisando lo que he escrito, me doy cuenta de que hace un año desaparecí en las últimas semanas. No sé por qué. Definitivamente estaba mucho mejor que ahora, sin embargo, aquí estoy, hablando conmigo en un espejo lumínico de lenguaje binario. ¿Y por qué? No creo que deba existir una razón concreta. Un inventario, supongo. Una mesa para tres, puesta en la tarde para acabarse en la noche; usted, yo, y el fin de año. Luces navideñas, canciones chillonas, nacimientos, ruido, frío. Como ese reflujo mental, luego de perder nuestra noción individual en medio de la multitud de ningunos y nadies que van y vienen; así es terminar el año.

En una pandemia que ahora mismo parece un espectro que de pronto se muestra en una esquina sin limpiar. Lo veo ahora, que se me ha pasado la euforia de estar bien para que alguien más esté bien. ¿Sabe? Este año he escrito sobre lo que me interesaba, no como una respuesta contundente y final, porque merecería morir después de hacer algo así; es más como un parche a una llanta floja, una solución que funciona por el momento, que se adapta bien a lo que reconozco como parte de la realidad, pero que quizás cambie en unos meses.

Justo de eso hablaba con alguien de Bumble –sí, uso esa app, y si me encuentra, me debe un café. Me preguntó sobre qué escribía. La verdad es que ni yo lo sé. Porque nunca me he mantenido fijo en un tema, o por lo menos, no durante mucho tiempo. Trato de contestar preguntas que nadie hace, y muchos menos leen. Claro que no respondí algo así de pedante, y salté por la fácil para decir que de nada en específico; pero si puedo rescatar algo de los momentos en los que me puede lo arrogante, es que me puse a pensar sobre cómo he tratado lo que me ha pasado los últimos meses.

De pronto me entran estos bajones, en los que no sé ni para qué escribo. Pero escribo. Ahora más; como ya dije, el final del año es parecido a un reflujo en medio de la noche, donde quisiéramos no recordar lo ocurrido pero tampoco tenemos ganas de continuar por la mañana. Agota. Me he sentido así por mucho tiempo. Y para ser sincero, me he consumido gran parte del tiempo en esos pensamientos. Porque la gente se va, porque las cosas cambian, porque nada es ideal, y porque no importa con cuánta furia escriba en estos renglones quietos, el mundo de allá afuera no dejará de tragarse a la humanidad.

Porque sí, como ya lo he dicho hace un año más o menos, el fin de la existencia está en la experimentación y el efecto sobre la experimentación de otros que podemos generar como individuos, pero a veces ser tan impersonal cansa. Y es obvio porqué. Yo como individuo sueño, y sueño que mis sueños son realidad, porque la verdad es que lo real aterra, y los sueños no paran de ser resultado de un tiempo en que mi cuerpo es almohada, y mi mente un campo blanco. En lo personal, sueño con ser escritor y vivir de lo que haga, pero muchas veces no escribo nada y por tanto no podría vivir de lo que haré; otras pienso en ser profesor, pero luego me doy cuenta de que no tengo mucho qué enseñar, y que incluso teniendo qué ofrecer, me haré pequeño para esconderme en el escritorio; pienso luego en aislarme de todo, pero el todo me persigue cuando decido dar un paso al vacío. De modo que no soy, ni estoy, ni ando, ni paro.

Y por no existir de pronto me desaparezco, revolcado siempre por un exceso en que llamo por otros nombres a la soledad, a mis ansiedades, a las pocas cosas que quedan cuando abro los ojos, y me hacen sentir avergonzado por no poder caminar entre lo que no puedo ver. Sí, terminar el año es rudo –pienso. Y mucho más ahora, que de pronto quiero perseguir hilos rojos, quemados de tanto sol y agrietados por un viento cortante. Ahora, que trabajo por completo en reparar mis partes sueltas, que trato de no odiar, ni olvidar, ni perdonar, ni vivir en paz, pero respirar en medio de todo eso. Que intento reaparecer mi ritmo por escribir como antes, cuando no se me cansaban los ojos, ni la mente de pensar en historias que valieran la pena por ser contadas, cuando no era tan duro conmigo, ni cuando me sentía vacío por llorar los días 18 de cada mes.

Foto de Marcus Hjelm a través de unsplash
Foto de Marcus Hjelm a través de unsplash

Pero luego me doy cuenta de que estoy aquí. Que yo no cambio el mundo. Hasta parece un sueño. Uno de una mente corta, además. No estoy bien –digo. Tampoco tengo que estarlo. La realidad como la conocemos no lo es más, México no cabe en un remate de mercado, la noche no siempre tiene lunas amarillas, siempre somos ajenos y extranjeros de la realidad, la educación no cambia porque me enoje con fósiles en la universidad, Puebla no dejará de ser una trampa turística, las fosas comunes no dejarán de brotar en la tierra, mis ojos se seguirán cansando con las luces de los aparatos, seguiré siendo un impostor encarnando a un nahual medio muerto, el mundo irá en reversa, la voracidad identitaria consumirá ciudades; ni yo, ni el individuo, ni el yo que está en un grupo escaparán al apocalipsis, de saber que los gatos devoran aves en la madrugada, del resurgir de poetas en ventas por kilo, y de los domingos llenos de gente extraña.

No soy de aquí, ni soy de allá, ni porvenir y ser feliz es el color de identidad. No es resultado del azar poner esa canción el día de hoy. La música como la poesía, convoca. Es imposible no sentir ni adaptar cosas dichas por un desconocido a lo que nos forma. En este caso, no porque realmente sea feliz, ni porque piense que sea posible lograr un estado así, sino por lo increíble que suena solo dejar pasar la vida, vuelto un árbol de naranjas, en otra tarde de las muchas otras que no se diferencian la una de la otra. Me pongo el sol al hombro y el mundo es amarillo. Me pongo las columnas que he escrito en los pies, y con ellas me dejo ir al fondo. Porque no hay más. Escribo porque no hay de otra, es eso o ahogarme en la normalidad.

A decir verdad no sé ni siquiera si hay lectores constantes. A veces me doy palmadas en la espalda, y me digo que debe haber al menos uno. Pero con lo inconstante que soy de pronto no me sigo ni yo. Así que muchas veces, cuando escribo algo que me gusta siento que soy yo el que decide si otra gente lo leerá o no. Y así sigo, porque incluso en el bajón soy consciente de que al perderme en el maremoto informático, algún náufrago encontrará en este diván un descanso intermitente. Recupero el sentido, no de mí en específico, sino de la existencia de las cosas que escribo, al tocar a alguien, al saber que alguno me lee, un imperfecto extraño con el que puedo codearme en la digitalidad, perderme de pronto y escribir sobre lo que siento sabiendo que esto se queda aquí. Sinceramente no sé qué escribiré el siguiente año. A la mala aprendí que es malo hacer planeaciones de lo que se debe experimentar. Tengo miedo de un día de pronto callarme, y no estar más aquí. Pero me gusta pensar que nada más puede pasar sino la vida, sino ese mediodía en que la sombra de un árbol envuelve la cara, que la brisa del mar nos sacude el tacto, y el viento, que curioso se disipa entre los pulmones, lleva consigo un montón de voces que todavía no tocan la tierra. En que los sueños son sueños, y la realidad una bocanada fresca, los recuerdos una lápida con rosas, el presente una naranja que cae, mi cuerpo dientes, y mi mente lengua. Hasta aquí llego, al menos este año. Sabe que no le desearé una feliz navidad porque tal cosa no existe y aborrezco la celebración, pero sí puedo hacerle un espacio junto a mí, para ver cómo pasa el tiempo en que todo parece hundirse en el horizonte marino.


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