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Ejemplar de Magia de la risa. Foto de Adán Medellín.
Ejemplar de Magia de la risa. Foto de Adán Medellín.

Por Adán Medellín (@adan_medellin)

Un par de días antes de nuestra partida de la Ciudad de México en febrero pasado, recibí un mensaje de mi amiga Olivia Teroba, narradora y ensayista, quien recientemente publicó su muy elogiado Un lugar seguro (Paraíso Perdido, 2019), para encontrarnos rápidamente en un lugar de la Colonia Roma.

Eran días de cajas y embalajes para nosotros, de últimas compras y arreglos de una mudanza a Tamaulipas que se había adelantado por distintas circunstancias; en varios casos, ni siquiera hubo tiempo de decir un hasta luego simbólico a amigos, familiares y personas queridas en la capital del país. Muchos de esos abrazos y buenos deseos sólo coincidieron gracias a encuentros casuales o citas de unos cuantos minutos, tal y como ahora sucedía.

Semanas atrás, Oli me dijo que tenía pendiente darme algo antes de mudarnos, y no pude ocultar mi sorpresa cuando llegó en bicicleta a obsequiarme una novela corta sobre blues, conociendo el embrujo que me produce esa música, además de una verdadera joya: el libro Magia de la risa, escrito en conjunto por Octavio Paz y Alfonso Medellín Zenil, con fotografías en blanco y negro de Francisco Beverido. Es una linda y sobria edición de Sep Setentas que apareció en 1971, cuidada por Sergio Galindo y Alí Chumacero, cuyo tiraje original se remonta a 1962 por la Universidad Veracruzana (UV).

Paciencia. Hasta aquí todo suena a una historia ñoña de bibliófilo, pero hay una razón para esta mención detallada. Como todas las familias, la mía tiene sus propios mitos, secretos, juicios, distancias y venganzas pendientes. No obstante, en el apartado de las cosas que enorgullecían a mi querido abuelo materno, don Felino Medellín, siempre había un espacio para repasar a una parte de su parentela culta y querida que se abría paso desde su rinconcito en la huasteca veracruzana.

A ellos pertenecía el tío Alfonso Medellín Zenil (1925-1986). Cuando el abuelo contaba su historia, decía que alguien le había llevado información a Octavio Paz sobre las más recientes exploraciones de las zonas arqueológicas totonacas (en Veracruz), y el poeta –que sería el símbolo de poder de todo un sistema cultural, futuro Premio Nobel y antagonista de alguna novela de Bolaño– había quedado fascinado por el descubrimiento de las caritas sonrientes, ocurrido alrededor de 1950.

Maravillado, Paz se había hecho de una carita que tenía en su estudio en París. Y no sólo eso, con su voz e influencia, según lo contaba mi abuelo, había ordenado que lo pusieran en contacto con la persona que más supiera sobre esas caritas de piedra aparecidas en el Totonacapan porque él deseaba escribir sobre ellas. Y el arqueólogo Alfonso Medellín Zenil, mi tío, era el hombre.

Don Alfonso en ese entonces, hacia 1962, tenía 37 años y era uno de los máximos especialistas nacionales en arqueología de las culturas precolombinas del centro de Veracruz. Al parecer era originario del rancho El Tecomate, a unos 18 kilómetros de Chicontepec (un municipio vecino al lugar en que nació mi abuelo), un sitio donde todos hablan náhuatl y donde el estudioso Alfonso aprendió la lengua madre desde su niñez.

Ahí donde Octavio Paz puso la magia de las asociaciones poéticas de esas caritas de piedra de “risa contagiosa” donde “el totonaca transforma la materia en algo distinto, sensual o fantástico”, ahí donde el Nobel escribe que Tajín “es la geometría danzante, la ondulación y el ritmo” y su genio artístico es “rico y sobrio a un tiempo”, el tío Alfonso entregó su prosa precisa, informativa y académica para ubicar espacial, material y temporalmente, con mapas y tablas, lo que se sabía de los totonacas hasta principios de los años 60.

El abuelo Felino nunca me dio certezas sobre si su pariente y Octavio Paz se encontraron alguna vez para celebrar con un trago o un abrazo aquel trabajo en conjunto. Tampoco trazó la línea precisa de nuestro parentesco, ahí donde remover apellidos era remover también historias, decisiones y abandonos dolorosos. Es muy probable que el poeta y el arqueólogo no se citaran directamente, ocupado como estaba Paz en su estancia parisina por aquellos años, próximo a irse a la India en misión diplomática. Medellín Zenil seguiría participando en excavaciones en otros municipios veracruzanos, fundaría y dirigiría el Instituto de Antropología de la UV, además de ser maestro de varias generaciones de profesionistas.

Sobra decir que yo mismo nunca conocí a don Alfonso, sino por las palabras entusiastas de mi abuelo. Pero gracias a los descubrimientos de amigos que aman los libros con la misma locura, recuperé sus palabras y con ellas una sabrosa porción de la historia familiar que se había perdido cuando el ejemplar que mi abuelo Felino alguna vez sostuvo frente a mí se extravió en una mudanza anterior. Parientes míos, sonrían también, estamos en paz.


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