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Por Adán Medellín (@adan_medellin)

Cerritos, San Luis Potosí, 15 de diciembre de 2021 [02:30 GMT-5] (Neotraba)

Pensé que nunca escribiría estas palabras: Atlas Campeón. Quienes somos rojinegros, estamos acostumbrados a la tragedia, la tristeza, el ya merito, todas las narrativas que hacen posibles las victorias morales o simbólicas de jugar bonito y no trascender. El Atlas es romanticismo, juventud, desparpajo, ilusiones. El equipo que encantaba y no sabía ganar, que se rebelaba contra los grandes y les hacía partidos cardíacos, el semillero donde brotaron incontables talentos mexicanos: Rafael Márquez, Andrés Guardado, Jared Borgetti, Pavel Pardo, Oswaldo Sánchez, Juan Pablo Rodríguez, entre tantos nombres que tecleo al vuelo y vi con mis propios ojos.

Justo a esa dosis de inmadurez, de locura, de pasión, siempre cuento que elegí al equipo rojinegro maravillado en mi adolescencia. Soy de la ciudad de México y tenemos grandes clubes para amar u odiar. Pero aparecieron Lavolpe y los Niños Héroes enfundados en sus colores de pura sangre y sacrificio, un equipo al que le metían dos goles absurdos y anotaba tres con fantasía; un grupo inesperado, luminoso, inexperto, que averiaba toda lógica de juego porque no sabía esperar ni conservar ventajas ni moderarse. Siempre era todo o nada con el Atlas. Ganar y perder en el filo, orando, arrastrado por las circunstancias, como una ola violentísima de la que uno vuelve lleno de raspones, pero feliz. Eso, ya se sabe, es el famoso “A lo Atlas”.

Lo aprendí a los 16 años para enamorarme y luego lo sufrí más de dos décadas con los abandonos gerenciales del equipo, las malas administraciones, las ventas de sus nacientes estrellas y los coqueteos con el descenso cada año. Es fácil irle a los ganadores, la gratificación inmediata es una droga poderosa. El triunfo periódico es la gran exigencia de nuestras vidas capitalistas. Pero qué tal elegir lo contrario: la posibilidad incumplida, el deseo insatisfecho, la fe puesta a prueba cada semestre, el juego por el juego mismo.

Es cierto que a este Atlas, como a la inmensa mayoría de los clubes actuales, no le queda gran cosa de su juego vistoso, de sus arranques fantásticos, de su magia y bello trato con el balón. La clave fue la eficacia defensiva, el pelotazo largo, un portero y un delantero inspirados. Pero puedo perdonarle esa opaca practicidad por entregarnos a cambio una historia distinta. Durante las últimas semanas, cada uno de los 70 años sin títulos rojinegros trajo recuerdos de ausentes queridos, de difuntos envueltos en sus colores, como una gran comunidad de fantasmas que alentó al equipo. Esa magia alrededor de una camiseta es la que uno debe exigirle al futbol, al equipo que elige. Esa recuperación fetichista y ritual de las esperanzas colectivas, esa identidad para conectarnos con el trance que nos saca del mundo ordinario.

Julio Furch. Foto de Imago7 tomada de: https://www.mediotiempo.com/futbol/liga-mx/gol-julio-furch-atlas-pachuca-aficionado
Julio Furch. Foto de Imago7 tomada de: https://www.mediotiempo.com/futbol/liga-mx/gol-julio-furch-atlas-pachuca-aficionado

Eso, le pese a quien le pese, lo tiene el Atlas. Un equipo que siempre tuvo alma incluso entre sus cenizas. Cuando el penal decisivo de Furch entró en la portería para sellar el campeonato, yo estaba de rodillas y salté con inefable emoción. Recordé que había visto perder a mi Atlas mágico en 1999 con Toluca en la misma instancia, lamentando postes y travesaños en el partido decisivo, al igual que en esta Final. Sólo que esta vez, se nos había hecho justicia. Porque yo, al igual que tantos, me dije: tenía que ser así, ganar era inevitable, las maldiciones terminan.

No sé qué será del Atlas en las próximas temporadas. No sé cuánto tiempo se quedarán estos jugadores o quienes ya han obtenido su pase a destinos más jugosos económica y mediáticamente. Este Atlas no es vertiginoso ni espectacular, pero es campeón, respetando sus guiones más emotivos: volteretas, pérdidas de ventaja, fallas a boca de jarro, golazos y pinceladas de suerte. Uno siempre se citará con lo inesperado al ver a los rojinegros de las finales, a pesar de sus defectos o errores, que hoy son menores a su destino para abrazar el triunfo.

Sin duda hasta los personajes minúsculos en el campo se volverán leyendas para la fiel afición atlista. Serán recordados, persistirán como héroes clásicos. Su pequeña o gran labor será contada por los jóvenes y los más viejos. Se hablará de que cobraron la deuda pendiente de sus glorias perdidas, las pifias arbitrales, las humillaciones rivales, la nostalgia de sus virtuosos del balón. ¿Nos conformamos con muy poco? No. La balanza comienza a nivelarse. Si te lo explico, no lo entenderías.

Hace unos años, escribí una crónica lírica de la Final del 99 que transformé en un cuento sobre el Atlas, una ficción de sus reflejos en un entorno pueblerino y rural. Hablaba de su magia juvenil, de sus errores de inexperiencia, de la tragedia que lo circundaba y le negaba la gloria. Pero ese texto –que será publicado dentro de un volumen de cuentos en poco tiempo gracias al querido Óscar Alarcón– cerraba con la imagen de una generación que llenaba de esperanza a los desfallecientes aficionados y cercanos al equipo. Nuevos jóvenes volvían al campo y recordaban la magia perdida a quienes vieron a su anterior campeón sin corona. Ahora puedo decir con mi playera puesta, entre el asombro del triunfo, la garganta afónica, los sueños proféticos que tuve en la semana, que el reino rojinegro está entre nosotros y yo pude verlo por fin.


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