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Réplica de la casa de Horacio Quiroga en San Ignacio Mini (Misiones, Argentina). Foto de Adán Medellín
Réplica de la casa de Horacio Quiroga en San Ignacio Mini (Misiones, Argentina). Foto de Adán Medellín

Por Adán Medellín (@adan_medellin)

Ciudad Tula, Tamaulipas, 06 de abril de 2020 (Neotraba)

Un hombre naufraga en una isla desierta y se salva consultando cada decisión en un libro que rescató de su navío destrozado. Otro más lee mientras descansa de las escaramuzas a la sombra de un árbol, listo para la próxima batalla con unos indios que se niegan a ser sometidos. Una mujer reproduce lo que aprende por una novela y se mata siguiendo los pasos que le dicta una ficción.

Obseso de la obsesión, Ricardo Piglia ensayó una historia imaginaria de los lectores y analizó algunas de las escenas de lectura que le parecían fundamentales en la narrativa moderna en El último lector (Anagrama, 2005). Ahí, narró algunas vertientes de la imagen del lector retratado desde la literatura misma, cruzando a los personajes y tipos humanos que resumí arriba: Robinson Crusoe, el escritor argentino Lucio V. Mansilla, Madame Bovary, además de Kafka, Joyce o Borges, con un análisis de la práctica y las preguntas que nos ofrece la figura callada y omnipresente de quienes leen, esperan o buscan un libro.

Hallar y releer este volumen de Piglia entre mis cajas de mudanza me recordó otras obsesiones librescas y literarias que me han impresionado vivamente. Hablo de esos lectores que persistieron incluso al salir de cierta comodidad “civilizada” o de una élite cultural, a veces arrojados a una isla o a un desierto metafórico para seguir sus vidas y, no obstante, continuaron leyendo, haciendo o vinculándose con la literatura.

Interior de la casa de Horacio Quiroga. Foto de Adán Medellín
Interior de la casa de Horacio Quiroga. Foto de Adán Medellín

Hace años, contemplé con alegría y asombro la reconstrucción de la cabaña donde Horacio Quiroga se había recluido con su familia en un pequeño pueblo de Misiones, Argentina. Ahí estaban su bicicleta, su escritorio, su taller de herramientas. Dicen que Quiroga había elegido el lugar entre esos frondosos árboles de la selva guaraní y la tierra colorada porque desde ahí, además de escribir en la vivencia de sus paisajes obsesivos, podía mirar el cauce largo y sagrado del río Paraná. Quiroga, como en sus cuentos más famosos, eligió meterse y enfrentarse a la selva con la habilidad de sus manos. Las tragedias de sus personajes alcanzarían hasta cierto punto su propia existencia, azotada por suicidios, episodios de locura y la destrucción de su familia.

Ya en circunstancias menos dramáticas, otros amantes de las letras también se permitieron sentirse como los últimos lectores en los sitios apartados a donde su existencia los llevó. Una anécdota que Piglia rescata al inicio de El último lector es la del coronel Baigorria, a quien los indios ranqueles le llevaron un ejemplar deshojado del Facundo de Sarmiento, y que se volvió la lectura favorita del hombre. “Baigorria se había hecho construir un rancho de paja y barro, en sitio lejano (…), cultivaba allí sus instintos civilizados”, cita Piglia al cronista Estanislao Zeballos para dibujar al personaje.

Renuncié a mi trabajo editorial de doce años y dejé recientemente la querida (y caótica) Ciudad de México para emprender una aventura literaria y bibliotecaria en Tula, un pequeño pueblo mágico en el desierto tamaulipeco con rica historia finisecular y porfiriana. Ya contaré en otros momentos las fases de esa aventura, pero una de las primeras sensaciones cuando pude establecerme en mi nuevo hogar fue la de revivir, en la lejanía de mis amigos y mis lugares entrañables, la misteriosa fascinación por abrir un libro. Me sentía, un poco yo también, un último lector, que se había traído su tesoro de libros, cuadernos y revistas para asegurar su identidad entre mi cambio inevitable de vida.

Así, feliz y asombrado, aprendo aquí muchas cosas nuevas, desde carpintería y tapicería hasta historia local. Me alegro cuando hallo en Los libros de actas de cabildo de Tula –que consulto gracias al rescate del difunto profesor Ángel Inurrigarro– el nombre del poeta Manuel José Othón, que fue juez de paz en estas tierras y aparece como parte de una corporación de Beneficencia que se instituyó aquí en 1890. Literatos y últimos lectores en el desierto, otra vez.

Aunque en estos días, al igual que muchos, vivo el encierro y la incertidumbre ansiosa de la pandemia del Coronavirus en mi nuevo lugar, guardo momentos del día para aclararme interiormente y recordarme lo que soy y por qué vine a este espacio.

Por una parte deseo probar la escritura y la literatura desde aquí, para enviarla como una hoja volante que contacte con los demás desde estos ambientes desérticos donde he visto los cielos más azules para mis ojos con filtro de smog perpetuo. Por otra parte, me mueve el sueño de no ser un último, sino el penúltimo lector, alguien que pueda pasar o descubrir mis libros y los libros de otros para seguir esa cadena de amantes de las historias impresas en nuevos espacios, contextos y caminos.

Que así pase con esta nueva columna, El Penúltimo Lector, que hoy arranca con gran agradecimiento a la invitación de los amigos de Neotraba.

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