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Por Adán Medellín (@adan_medellin)

Ciudad Tula, Tamaulipas, 20 de octubre de 2020 [02:54 GMT-5] (Neotraba)

Es otoño y Jack Kerouac (1922-1969) lo sabría. Es otoño porque las hojas de los árboles en mi ciudad natal empiezan a caer y el mundo adquiere todos dorados, marrones y ocres, mientras en este pequeño lugar del mundo donde ahora vivimos, el mercado ofrece calabazas grandes y pequeñas para cocina y ornamento de las casas, y digo que Kerouac lo sabría, entre otras cosas, porque es temporada de futbol americano.

Antes de cualquier recelo sobre lo que acabo de decir, aclaro que el futbol a secas sigue siendo mi deporte favorito, incluso aunque llevo años de no mirar su liga o enterarme de sus pormenores por apatía y cierta tristeza (sean aficionados del Atlas, los reto). Entonces, sigo amando con locura el futbol, pero casi he dejado de seguirlo, salvo por esas noticias inevitables sobre la Champions League o quién llega a la final semestral de nuestros torneos cortos.

Con esa pérdida del futbol en mi pantalla, desde hace años también empecé a seguir el futbol americano con mayor detalle y a tratar de comprenderlo. Aunque lo veía de niño, en los años recientes me he adentrado más en su estrategia, su lógica, su juego y sus chismes, obviamente. Y debo decir que uno de mis insiders más inspiradores fue Kerouac, quien además de escribir la mítica En el camino, y otras joyas como Los vagabundos del Dharma o Big Sur, emprendió una ruta de escritura autobiográfica que contaba su vida a grandes rasgos, desde distintas identidades como Sal Paradise o Leo Percepeid, y se estabilizaría al final de sus días en el personaje del querido Jack Duluoz.

En esa última transfiguración literaria de Kerouac hay mucho futbol americano, porque en La vanidad de los Duluoz (1967), escrita sólo dos años antes de su muerte, Jack narra sus años de aprendizaje con una mano en el ovoide y otra en la pluma mientras asistía a la Universidad de Columbia por una beca obtenida gracias a, adivinen, sus cualidades atléticas como corredor.

Imaginemos un instante a Kerouac antes de ser Kerouac. Era un muchacho adolescente en Lowell, una ciudad textil de inmigrantes al norte de Boston, en la confluencia de dos ríos, donde los jóvenes, además de invitar a salir a las chicas o marcharse a Boston o Nueva York en busca de trabajo o estudios, amaban jugar futbol americano. Sin árbitros ni cascos, Kerouac antes de su mito es cualquiera de nosotros jugando con pasión en un campo terroso y perdido de Massachussets.

Afín a esa nostalgia de las hazañas deportivas, el cada vez más melancólico y alcoholizado Jack, escribe la última parte de su saga para contarle sus méritos con el ovoide a su mujer, esos días dorados y otoñales en que horadaba las defensas rivales con su velocidad y su elusividad. Jack era un gran corredor y decía tener habilidades notables en otros lugares del emparrillado. Podía fintar, lanzar y hasta poseía el olfato defensivo del mejor linebacker, aunque eso no le gustaba tanto. Jugó siete años entre la preparatoria en su natal Lowell y el equipo de la Universidad de Columbia.

La vanidad de los Duluoz relata también la conformación de equipos multiculturales en la zona (descendientes de griegos, polacos, canadienses, judíos), un hecho común en las ciudades industriales al norte de Estados Unidos que ofrecían oportunidades de empleo a mano de obra procedente de todo el país y el extranjero, grupos heterogéneos que hacían comunidad en torno a un juego que, partiendo de una raíz de adrenalina violenta e intenso contacto, tiene bastante de ajedrez deportivo para quien quiera sumergirse en su conocimiento.

Así, los campos lodosos y gélidos se convierten en el paraíso de la juventud de uno de los escritores más influyentes de la literatura estadounidense del siglo XX. La vívida descripción de Kerouac nos lleva a esos espacios de tacleadas donde la juventud estadounidense jugaba, sin saberlo, los últimos encuentros infantiles antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial. Un cuento de Jack conservado en la Berg Collection, escrito durante su primera temporada en el equipo de la Universidad de Columbia, compara el futbol americano con la Guerra de Troya desde el punto de vista de un regresador de patadas.

Durante su época en Columbia, las tacleadas, los bloqueos, los juegos interuniversitarios, los touchdowns y el dolor corporal, se mezclan con las prédicas de entrenadores que no querían ponerlo a jugar, estudios de literatura clásica y empleos como lavaplatos. Tras una lesión en la pierna y la indiferencia de un entrenador, Kerouac abandona la universidad (y el equipo) y se embarca en la Marina, conoce Groenlandia y Dublín, participa en la guerra, salva a un barco norteamericano de una explosión en el mar, es marino mercante y luego vuelve a casa para tener problemas con la ley y transformarse en un ícono de la cultura de Estados Unidos.

Como le contaría a su entrañable amigo Neal Cassidy en Visiones de Cody, Jack decide dejar las tacleadas “para sentarme a escribir palabras nobles”. Así nacería En el camino y contribuiría sin sospecharlo a una revolución cultural que terminaría por tragárselo, atrapado entre las redes asfixiantes de un ícono que había creado en las páginas y no podía sostenerse en un cuerpo atribulado, nostálgico y golpeado por las peripecias vitales y el alcohol.

Este 21 de octubre se cumplen 51 años del fallecimiento de Kerouac. Una teoría reciente apunta a que el declive acelerado de Jack en sus últimos de vida vendría luego de una riña de borrachera en que fue golpeado duramente en la cabeza, sumado a sus antiguos golpes en el emparrillado colegial, provocándole encefalitis traumática crónica: la enfermedad-calvario de los jugadores y veteranos de futbol americano.

Pero antes de eso, Kerouac se contentaba con pensar: “Se me ocurre que algún día me convertiré en un escritor serio de verdad, que no perderá el tiempo con la poesía, la forma o el estilo”. Lo cierto es que armado por los sonidos del jazz, un grupo de amigos creativos y alocados, amores turbulentos, alcohol y un alma llena de viajes, dudas, mística y experiencias, podríamos decirle a Jack logró sus sueños de escritura. Y eso, se vale decirlo, también empezó con un ovoide sucio y diez yardas por avanzar.


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