¿Te gustó? ¡Comparte!

Por Adán Medellín (@adan_medellin)

Ciudad Tula, Tamaulipas, 23 de agosto de 2020 [00:11 GMT-5] (Neotraba)

En 1993, mi mamá o mi abuelo llevaron el libro a casa. Se llamaba Cuentos mexicanos inolvidables y tenía una portada colorida y sencilla, con un sol amarillo que asomaba sobre unas montañas verdes. Curioso como era yo con la biblioteca hogareña, lo leí muy pronto, quizá a los 11 o 12 años, sin saber entonces quién era Edmundo Valadés ni su trascendencia para el cuento mexicano, especialmente en su labor de divulgador, conocedor y antologador del género.

Entre todos los excelentes cuentos que seleccionó Valadés, hubo uno que se me quedó grabado por la brutalidad de sus imágenes y la dureza de un niño que trataba de vengarse de su padre por abusar continuamente su madre. “Pienso matar al cabrón de mi padre”, decía el pequeño apenas en las líneas iniciales. La violación que el padre cometía contra la madre parturienta al final del texto fue una de las primeras escenas que me perturbó como lector.

Años y años pasaron con el recuerdo de ese texto en la cabeza, pero sin certeza de su autoría, hasta que recientemente, poco antes de mi mudanza al noreste del país, mientras catalogaba mis libros, di con la solución. Sobra decir mi asombro cuando comprobé que El montón, ese cuento inolvidable que expone un machismo exacerbado, es obra de Adela Fernández (Ciudad de México, 1942-2012), la escritora y profesora mexicana que fue hija del cineasta Emilio “El Indio” Fernández.

Cada cuento que he leído de Fernández, a cuentagotas, me ha dejado en shock. Ya había aprovechado Cordelias para impartir un taller de cuento breve, impresionado por su capacidad de síntesis y su lenguaje sutil para narrar una historia donde se reunía la fantasía pueblerina y el tema del doppelganger. Desde La jaula de la tía Enedina, pasando por Cordelias, Una distinta geometría del sentimiento hasta el ya mencionado El montón recuperado de mi niñez, la prosa de Fernández me ha cavado profundo.

Además de la influencia cinematográfica familiar, Adela Fernández gozó de vínculos con la estética beat, el mexicanismo, el surrealismo y la escritura automática, poética e imaginativa, gracias no sólo a su admiración literaria por Juan Rulfo o José Revueltas, sino a su amistad y trato con pintoras de la talla de Leonora Carrington y Remedios Varo. Participaba de adolescente en sesiones de espiritismo y cadáveres exquisitos. Esta mezcla de tratos y simpatías nos han legado textos donde los géneros se muerden y se escapan de clasificaciones esquemáticas, donde conviven piezas teatrales, prosas cromáticas y estampas narrativas sensoriales.

Portada de Cuentos Mexicanos Inolvidables, antologado por Edmundo Valadéz
Portada de Cuentos Mexicanos Inolvidables, antologado por Edmundo Valadéz

Siempre se ha hablado de la elección de los títulos de sus libros, suspendidos en esos espacios de incertidumbre y sueño donde todo es huidizo y posible. Sin embargo, lo que nos golpea de inmediato en la lectura de Fernández es una suerte de semilla o germen perturbador en sus relatos. Un niño que colecciona fetos en frascos, una niña misteriosa que se multiplica al mirarse en un espejo, una tía enferma que procrea hijos como avecillas con su sobrino…

Pequeñas obsesiones y manías turbulentas que rozan tabúes como el incesto, la sexualidad fuera de la estrechez de las normas, el aborto, la violencia palpitante del sistema patriarcal. Historias alucinadas donde los placeres individuales causan el escándalo de las buenas conciencias, pero también donde la desesperación de sus personajes por ser amados genera vínculos espeluznantes.

Algunos de los cuentos más agridulces de Fernández retratan el abuso sobre los niños y las niñas de un modo que desenmascara cualquier idealización de los años tempranos. La discriminación, la distancia racial, la prostitución infantil o la castración ejercida por el padre son el temible punto de partida para la compasión por las miserias y las penurias de los marginales y los olvidados. También destacan las consecuencias de negarse a la posibilidad de un mundo más complejo, oscuro y sobrenatural que escape de la lógica religiosa clerical y aprendida, como en Yemasanta.

La reunión dispersa y azarosa de los cuentos de Fernández en tirajes reducidos y pequeñas editoriales nacionales y extranjeras le dio cierto destino de escritora difícil de hallar, enigma de sí misma. Por dar sólo un ejemplo, fiel a sus convicciones sociales y políticas, Fernández editó por primera vez su Vago espinazo de la noche en el Taller editorial La correa feminista, uno de los grandes esfuerzos editoriales feministas mexicanos que contaba con una red de trabajo en varios estados del país en la década de los 90.

Aunque hallé pronto a Adela Fernández en mi camino lector, apenas ahora puedo empezar a saldar una deuda lectora con su tremenda voz narrativa. Gabriel García Márquez, uno de los más conocidos admiradores de sus ficciones, no temió definirla como “seriesísima, tristísima y oscura”. No dudo que algo de ese tono narrativo esté anclado a esas primeras historias que escuchó desde que tenía memoria, historias que le contaban los empleados de su padre cuando se iba la luz en la casona de su infancia. “Mi mente creció invadida de fantasmas, naguales, castigos divinos e inclemencias de la naturaleza”, expresó alguna vez.

El deseo es que Adela Fernández renazca pronto para sus lectores próximos y futuros, y también pueda editarse con mayor facilidad, sumándose a la oleada de rescates de la literatura mexicana que felizmente toman por asalto y reconfiguran el panorama de las letras de nuestros días. Este pasado 18 de agosto la recordamos a 8 años de su fallecimiento.


¿Te gustó? ¡Comparte!