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Por Adán Medellín (@adan_medellin)

Ciudad Tula, Tamaulipas, 17 de septiembre de 2020 [00:02 GMT-5] (Neotraba)

El suicidio de Cesare Pavese es uno de los episodios literarios más afamados del siglo XX. En él convergen la idea del genio caído en desgracia por el amor de una suerte de femme fatale, un diario-testamento ineludible para comprender a un profundo pensador de la narrativa de su tiempo y una mente avocada a las estructuras míticas para penetrar el núcleo de nuestras vivencias cotidianas.

Pero la lectura de nuestros días sin duda hallará más responsabilidad en Pavese que en cualquier otra persona cuando nos referimos a su final. Pavese tenía algo de frío y de genial, teorizaba todo en términos atávicos y, al mismo tiempo, dicen quienes lo conocieron, como la notable escritora Natalia Ginzburg, que parecía un niño encaprichado cuando se trataba de encarar la emoción o las relaciones sentimentales. ¿Cómo es posible que se hubiera matado apenas pasando los 40 años?

En lo personal, hay dos episodios del suicidio de Pavese que siempre me han impresionado. El primero quizás es una obviedad, pero se refiere a la escritura de un diario como el suyo. Meticuloso, confeccionado para ser leído por otros con una especie de voluntad editorial que no pudo salvarlo. Decía Ricardo Piglia que, justamente por la existencia de esas páginas, Pavese no había sobrevivido.

Lo otro es ese epílogo, digno de los grandes escritores del noir, sobre su posible último gesto antes de morir: el hecho de quitarse los zapatos para dejarlos bien acomodados al pie de su cama de la habitación 346 en aquel hotel de Turín, donde se mató de una sobredosis de barbitúricos. No como quien se lanza al lecho agotado del trajín de vida, sino como quien se sabe listo, acaso, para un largo viaje donde todo debe quedar en orden. Una última imagen de extraña disciplina.

Al lado de estas dos imágenes está la nostalgia de los campos y las colinas donde Pavese creció, junto a la fotografía de un trajeado Cesare con la actriz estadounidense Constance Dowling, la última gran pasión de su vida. Persiste esa sensación de que Pavese, pese a su finura, sus buenas maneras, su coherencia política antifascista, sus excelentes ensayos de mirada renovadora sobre la literatura norteamericana, era después de todo un salvaje. Un escritor incapaz de dominarse en la vida frente al impulso de lo inevitable, aunque parecía haberlo logrado en el papel.

Ese choque con el Pavese intelectual, del editor consumado, del escritor y teórico de la célebre imagen-relato, siempre me construye un Pavese en el espejo, especialmente en el libro que más me gusta de él, los Diálogos con Leucó. Ahí vibra una carnalidad evidente, una trágica nostalgia. Todo en él concentra sangre y destino, la muerte inevitable que nos vuelve valerosos cuando no cerramos los ojos ante ella, la inercia inescapable de los humanos arrasados por el amor y por los dioses.

“¿Qué es lo que era bestial, si la bestia estaba en nosotros al igual que el dios?”, le dice el centauro Quirón a Hermes. Sin demeritar su brillante teoría narrativa y su prosa contenida y evocadora, esa bestialidad salvaje, herida, frágil es una de las cosas que más conservo de Pavese. Esa continua contradicción con el deseo, para el que no le alcanzaba la cabeza, sino sólo algunas de sus palabras más hondas, entre ellas varios de los poemas póstumos de Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.

“A todos les espera una muerte por la pasión de alguien”, le dice en otro diálogo Hermes a Meleagro. Incluso en esa ebriedad de la disolución, Pavese exprimió palabras del vacío. Ahora, a la distancia, podríamos decir que tenía otra posibilidad, que no necesitaba ser demoledor ni con los otros ni consigo mismo. Pero quizás no se trataría del mismo Cesare: el primitivo, el sangriento, el mítico, el bestial, el trascendente. ¿Cómo saberlo? Aquí lo recordamos en un aniversario más de su nacimiento, que ocurrió un 9 de septiembre de 1908.


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