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Por Adán Medellín (@adan_medellin)

Cerritos, San Luis Potosí, 03 de febrero de 2021 [00:03 GMT-5] (Neotraba)

Cuando tenía 18 años, descubrí en la biblioteca de mi abuelo un poema que arrancaba: “En ninguna parte del mundo he podido asentar mi casa”. Eran los versos iniciales de “Vagabundo”, escrito por el poeta italiano Giuseppe Ungaretti (1888-1970) y narraban el desarraigo de un hombre buscando “un país inocente” luego de sus experiencias como combatiente en la Primera Guerra Mundial.

Misteriosamente, sin una razón precisa, ese poema se me hizo un mantra personal. Sentía que anunciaba un destino de mudanzas, huidas, cambios, tierras lejanas y extranjerías. A la distancia entiendo que mi primer abrazo a esas palabras estaba guiado por el deseo de vivir experiencias y salir de las fronteras de mi mundo doméstico, pero que también, con cierta magia auguraba algo que yo atisbaba por mi propio carácter: cierto movimiento alocado, inconsciente e inesperado que me llevaría a otros lugares.

Por lecturas como “Vagabundo”, me atrevo a decir que muchas veces los libros que leemos se vuelven parte de lo que somos y nos proyectan a posibilidades de ser en espera de ser asidas y transformadas en realidad por nosotros. A los 18 años, me mude del edificio de mi infancia y luego de la casa de mis abuelos para habitar en distintos departamentos y colonias de la Ciudad de México. En algunos sitios duré apenas unos meses, en otros un máximo de cuatro años. Veía cada mudanza como un hecho irrefutable, con un dejo de emoción y de interrogante por cuánto duraría en un nuevo espacio. Todo era un préstamo, un contrato, una renta. ¿Convendría colgar o no un cuadro, pintar una pared con frases narrativas, modificar una cortina?

Es que después de leer palabras como las de Ungaretti y tras el fallecimiento de mis familiares más cercanos, la noción de casa se hizo un anhelo, un recuerdo nostálgico; pero luego se transformó en una noción más móvil, aérea: el hogar primero era esa Ítaca a la que añoraba regresar para luego convertirse en la confección y el atesoramiento de unos cuantos instantes, palabras, libros, afectos, con gente querida. La Ítaca de Odiseo se hacía mudable, portátil, se volvió algo que llevaba conmigo, que podía acompañarme a donde quiera que voy.

Esa transición en mi pensar y mi sentir se hizo más patente cuando, hace un año, junto a mi esposa Lore, decidimos mudarnos de la Ciudad de México para fundar el proyecto de Cafebrería Ítaca a 626 kilómetros del que siempre había sido mi caótico hogar. Conocía el estrés, la velocidad y la nostalgia a la que nos obligan las mudanzas, pero también hallé días de carreteras, de casetas, de agentes de tránsito corruptos, de camiones, de rupturas y posteriores composturas de objetos queridos. Vi mi vida en cajas y la generosidad para alojarme en camas o colchones ajenos durante 40 días, mientras mi entonces casero me entregaba su propiedad. En esa espera, empecé a vandalizar mis propias cajas mientras buscaba un libro o un objeto amado. Las abría y las cerraba de nuevo para mirarlo, tocarlo, leer una página. Con ese simple momento mi casa, la posibilidad de una casa, volvía.

El inicio de 2021, en este duro contexto de la pandemia, nos trajo una nueva mudanza para establecer el proyecto de Cafebrería Ítaca con mejores garantías de contratos, permanencia y pertenencia a un lugar. Nos mudamos a Cerritos, San Luis Potosí, al pueblo de Lore, con una comunidad que deseamos que nos acoja mientras les ofrecemos cafés, postres, historias, charlas y libros. En menos de un año dejamos en Tula, Tamaulipas, un puñado de afectos bellos, gente valiosa, que le dio primera vida a nuestro proyecto y nos llenó de aprendizajes y experiencias para continuar la cimentación de estos sueños librescos.

La sensación de extranjera en este nuevo sitio se reduce. La gente nos conoce más, nos ubica mejor. Aunque estamos prácticamente instalados, aún quedan algunas cajas por abrir, cuadros por colocar, máquinas que requieren instalación. La cama está llena de cosas y los cuartos van ganando sus formas y colores. Deseamos estar aquí más tiempo, esperar que la gente, los libros, la salud y el Misterio nos sonrían. Disfrutamos del tiempo, mientras los murmullos de los duendes de la Mudanza se acallan, aunque sabemos que siempre pueden estar dispuestos a nuevas travesuras. Exteriormente, Ítaca vuelve a ser un hogar para nuestros futuros visitantes, aunque en el centro de todo, sencillamente, Ítaca somos nosotros, y cada mudanza, cada reto, cada momento de oscuridad nos lo recuerdan


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