¿Te gustó? ¡Comparte!

Desde el exilio, 6 de abril de 2024 (Neotraba)

Recuerdo exactamente el día que mi madre notó que algo no estaba bien conmigo. Yo lo supe mucho antes que ella, pero no sabía cómo platicárselo, me daba miedo lo que podía pasar si se lo decía. En mi cabeza, si lo mantenía sin compartirlo, era más fácil controlarlo.

No fue así. Justo un diez de mayo, cuando cumplí catorce años, fue que mi madre notó que algo no estaba bien, ese fue mi regalo de día de las madres, obviamente no era el que ella hubiera querido. Ninguna madre hubiera querido un regalo así, pero ese diez de mayo, previo a irnos a comer para festejarla, fue que tuve mi primer episodio visible; uno que no pude controlar.

Hasta ese día había logrado controlar mis episodios de forma más o menos efectiva, usaba varias técnicas. La primera consistía en encerrarme en mi cuarto con mis walkman y escuchar música a todo volumen. Tenía algunos géneros que funcionaban mejor que otros, casi siempre era Folk o Power Pop, así lograba evitar que mi mente se centrara en la locura, quedando solo residuos, los cuales iba dejando atrás escuchando música un poco más ruidosa. Podía ser punk o metal mientras salía a caminar –siempre con mis walkman puestos– ya fuera a un parque o si no tenía oportunidad de salir a caminar hacer ejercicio ayudaba. Aunque estaba seguro de que esto no iba ser suficiente, que en algún momento todo se podía descontrolar al grado de que estas terapias autoimpuestas no servirían y todo se iría al carajo. Justo como ocurrió ese día.

Hace veinte años de que no pude controlarme, lo recuerdo perfecto, aunque mi siquiatra dice que es imposible, yo recuerdo todo lo que pasó de forma exacta. Ese diez de mayo fue un lunes. Mi madre nos mandó a la escuela a mis hermanos y a mí, a pesar de que era un día en que podía faltar sin problemas con la escuela. Se lo dijimos, le pedimos pasar el día en casa, pero ella nos respondió que “pasar el día en casa sin nosotros era su mejor regalo”. Nos los dijo mientras nos preparaba el desayuno.

Hicimos la misma ruta que hacíamos todos los días rumbo a la escuela. Mi hermana, un año mayor que yo, estaba por salir de la secundaria, yo cursaba el segundo grado. Ella era una chica muy popular que no quería que un friki como yo le jodiera su reputación, por lo que solo el trayecto hacia la escuela lo hacíamos juntos. Una cuadra antes de llegar ella se adelantaba para entrar sola, yo lo hacía unos minutos después. Es probable que todos supieran que éramos hermanos, pero esta distancia marcaba que, aunque llevábamos la misma sangre, no éramos iguales.

Antes de contarles como fue ese fatídico día –lo fue al menos para mí– permítanme platicarles cómo se presentan los episodios o cómo me siento previo a que se presenten. La psicóloga que me atendió casi toda mi adolescencia me decía que lo que sentía era un ataque de ansiedad, que este se iba apoderando de mí y que gracias a las técnicas que me impuse es que logré que esta no fuera tan grave, incluso decía que admiraba mi capacidad de manejar los episodios, como yo los llamaba, hasta que estos se descontrolaron.

Lo que ella llamaba ataques de ansiedad para mí era como si caballos salvajes comenzaran a correr a de un lado a otro en mi cabeza como en la película de Spirit, donde una manada intenta escapar de los vaqueros que los quieren capturar y ellos, galopando juntos alcanzan su libertad. Justo, así como los caballos de esa película que buscaban conseguir su libertad, en mi mente dárselas era dejar salir pensamientos y acciones. Eso era mejor a mantenerlos encerrados, guardados y escuchar las voces que a mí me daba pavor escuchar.

Esos caballos salvajes en mi cabeza eran un mal presagio. La música era mi rescate. Incluso en la escuela prefería estar con mis walkman puestos en las horas sin clase que socializar. No es que no quisiera solo que no podía hacerlo.

Para ser honestos envidiaba en silencio la capacidad de mi hermana de hacer amigos, de convivir, de ser ese referente, ese ejemplo a seguir en la escuela. Yo era más de ser invisible, aunque, en algunas ocasiones –como ese diez de mayo– terminaba convirtiéndome en el objetivo de las burlas de los chicos que les gustaba molestar a los diferentes a ellos, a los más débiles, pero no solo físicamente, también de mente, de espíritu y justo ahí encajaba pues a pesar de no ser pequeño, no sabía cómo defenderme y tenía que aguantar burlas, ofensas o algún castigo físico que iban permeando en mi autoestima.

Ese día no tuvimos clases de matemáticas, a las profesoras que eran madres les habían dado el día para que lo pasaran con sus familias, así que nos llevaron al gimnasio para tenernos más controlados. Al director le pareció que era una buena idea hacer una asamblea. Yo comenzaba a sentir a los caballos salvajes galopar en mi cabeza, me puse mis walkman para intentar controlarme hasta que se acercaron a mí y todo se fue al carajo.

Me senté en la última grada, ahí fue donde llegaron, uno se sentó de mi lado izquierdo, el otro de mi lado derecho, mientras uno de ellos me quitaba de forma violenta los audífonos, el otro me preguntaba qué estaba escuchando, fue justo en ese momento que los caballos se desbocaron en mi cabeza por lo que me puse a tararear una canción como un intento desesperado de controlarlos. No lo lograba y tenía a uno de ellos parado frente a mí, moviendo sus manos frente a mi cara y gritándome. No entendía lo que decía, el ruido de los caballos en mi cabeza era mayor a sus gritos, no lograba controlarme.

Dice mi siquiatra que, aunque insista en que esta parte la recuerdo perfectamente, seguro es un recuerdo construido por los relatos de los demás. Lo que sé es que me transformé, comencé a reírme a carcajadas mientras me levantaba. Me paré frente a quien me gritaba y movía sus manos y lo empujé sin dejar de reírme, lo vi rodar por las gradas hasta llegar al piso cubierto de sangre. Todo el gimnasio se quedó en silencio, solo se escuchaba mi risa. Ahí sí tengo un blackout. No recuerdo cómo llegué o quién me llevó a la oficina del director, lo que recuerdo es estar parado ahí, esposado, a un lado de un policía y mi madre hablando con el director. Ese día comenzaron mis visitas a psicólogos y siquiatras, más una corta temporada en un psiquiátrico.

Los diagnósticos han sido múltiples y diversos, desde esquizofrenia hasta trastornos disociativos. Por años tomé una cantidad enorme de medicamentos para mantener a los caballos salvajes de mi cabeza en calma, tristemente no lograban su objetivo, al menos no del todo, solo me mantenían en un estado cansado, de somnolencia constante, era una victoria por cansancio más que una curación real.

Insistía con la siquiatra de cómo me sentía, pero ella me aseguraba de que era parte del proceso. De todas las que vi en esos años solo una de ellas me dijo que mi estrategia de la música combinada con ejercicios y acompañada de una terapia psicológica podía funcionar para ir dejando atrás esos ataques de ansiedad, no dejarlos de lado, pero al menos lograr tomar el control por completo. Logré hacerlo, los episodios fueron cada vez menos y nunca llegaron a ser como aquel diez de mayo que casi mató a un compañero de clases.

Por años logré tener una vida más o menos normal, mi friquez se fue diluyendo poco a poco conforme iba avanzando en la escuela, las terapias y los medicamentos hacían su efecto. A la secundaria no regresé, primero porque después del episodio –el primero que tuve– pasé meses en un psiquiátrico como una de las recomendaciones de la policía para no llevarme preso por intento de homicidio y, segundo porque cuando salí, mi hermana se aferró con todo lo que tuvo a mano para impedir que regresará a la misma escuela que ella, era su último año y no pensaba en volver a verme ahí después de la vergüenza que le hice pasar.

Terminé la secundaria en casa, igual que la preparatoria, la cual hice en mitad del tiempo que si fuera escolarizada y entré a la universidad a estudiar ingeniería en sistemas. En esa facultad ser un friki es más un requisito que un estigma, así que conseguí socializar un poco más. Estaba en mi elemento, decía mi hermana cuando trataba de bromear conmigo como si fuéramos un par de hermanos relacionándonos normalmente, olvidando el hecho de mis episodios.

Los caballos salvajes se presentaban de vez en cuando, pero lograba controlarlos, era un experto en hacerlo. Tenía una playlist preparada para eso y caminaba tres kilómetros por la mañana y corría cinco por la tarde-noche. Estaba tratando de esforzarme por tener una vida lo más normal que se pudiera. Fue cuando la conocí; estudiábamos en la misma facultad, aunque ella era alumna de la ingeniería en mecatrónica. Comenzamos a vernos fuera de la facultad, a salir al cine, a cenar, incluso logré acompañarla a algunas fiestas sin problema. Me sentía lo más cercano a tranquilo que mi condición me permitía.

Nos pusimos de novios un seis de junio y duramos cerca de seis meses de noviazgo, hasta que por un error de cálculo se embarazó y decidimos casarnos. La universidad la terminamos con una hija y con el apoyo de su familia y la mía todo parecía ir mejorando, al grado que mi psicóloga pensaba que de continuar así pronto podríamos dar por terminado el tratamiento y solo me quedaría con los ansiolíticos y la música como soporte. Estaba en una rutina que beneficiaba mi salud mental y todo parecía indicar que los caballos salvajes que viven en mi cabeza estaban finalmente domesticados. Había comenzado a sentirme como una persona normal.

Fueron años de tranquilidad, de ver crecer a mi hija mientras nos establecíamos como familia. Mi madre estaba menos preocupada por mí, al menos eso parecía, mi padre murió viendo que tomaba las riendas de mi salud mental. Incluso mi hermana comenzó a tener una relación cercana conmigo, nos invitaba a su casa en su cumpleaños, al de sus hijos y nosotros en reciprocidad hacíamos lo mismo. No seríamos como esos hermanos de las series o películas que dan su vida por el otro, pero había cordialidad, cariño y aceptación hacia nuestras parejas.

Mi esposa sabía de mi condición, pero no le había tocado presenciar ninguno de mis episodios. Le había contado todo por lo que pasé para lograr poco a poco controlarlos. Ya casi no existían. Ella conocía la historia de mi primer episodio y me perdonaba, decía que eso fue hace mucho tiempo y que no fue mi culpa, quería creerle, pero yo sabía que sí fue mi culpa, no se lo decía, prefería no discutir con ella sobre eso. Dejé de hacer responsable a los caballos salvajes de mi cabeza de lo que pasó ese día que les permití salir.

No voy a negar que había días que extrañaba sentir esos caballos salvajes desbocados en mi cabeza, mi psicóloga decía que era perfectamente normal que los extrañara, habían sido muchos años en que me acompañaron y eran una señal de alerta para lo malo que se venía, los caballos no eran los malos, era algo más en mí, digamos que, como en la película de Spirit, los malos eran los cowboy y estos llegaban de forma brutal haciendo cosas horribles, como lanzar a un compañero de clase desde muchos metros. Por muchos años esto dejó de ser significativo en mi vida y fue un siete de junio, en el cumpleaños de mi hija, que tuve el segundo episodio incontrolable en mi vida.

La fiesta se estaba preparando con todos los protocolos que se sigue para un evento de este tipo. Ni mi hija ni yo estábamos de acuerdo, pero la madre había decidido que se haría y no queríamos llevarle la contra y entrar en un conflicto. Era mejor ceder en algo que tampoco era tan importante para mí pero que era importante para ella. Esta fiesta sería el acontecimiento familiar.

A los seis meses de comenzar los preparativos es que los caballos de mi cabeza comenzaron a volverse más frecuentes. No le di mucha importancia, estaba seguro de que podía controlarlos sin problema. Aumenté mis ejercicios, a la par de mi terapia musical, mi psicóloga me aumentó la dosis de ansiolíticos. Estaba todo bajo control o eso creíamos ella y yo. Llegó el día esperado, yo me puse un traje que mi esposa me había comprado para la ocasión, mi hija usaba un vestido de color rosa con algunos tintes morados, que su madre había mandado hacer a su gusto con un diseñador.

La mayor parte de la fiesta transcurrió sin incidentes, tan ordenada como puede ser una fiesta donde abunda el alcohol y la euforia. En mi cabeza todo comenzaba a descontrolarse. Tanto bullicio comenzaba a pasarme factura junto con el estrés acumulado de los meses previos a este evento. Intenté alejarme, pero mi cuñado muy borracho me acorraló, acosándome con muchas preguntas, incluso comenzó a hablarme de lo sucedido en la secundaria –una leyenda urbana muy popular en mi ciudad. Yo le pedía que me dejara ir, le decía que me sentía mal, pero el insistía como solo una persona borracha puede hacerlo. Los caballos salvajes estaban por desbocarse y no podía hacer nada por controlarlos.

Lo siguiente que recuerdo es estar dentro de una patrulla, esposado mientras mi esposa –después de ese día se convirtió en mi exesposa– parada frente a la patrulla me gritaba cosas que no entendía y mi hija viéndome en silencio.

Después de meses en terapia encerrado en una cárcel, acusado de tentativa de homicidio –esta vez ya era mayor de edad, así que la acusación era de oficio– logré ir recuperándome de a poco. Fueron cinco años de terapia y encierro hasta que los especialistas consideraron que ya podía salir de la cárcel.

Mi terapeuta ayudó mucho para eso. Mantuve la música como parte del tratamiento y cuando salí en libertad bajo palabra fue ella quien me consiguió el trabajo que ahora tengo. Hay días que solo con ella mantengo contacto humano, es la única persona con la que establezco pláticas más allá de monosílabos obligados con ciertas personas a mi alrededor. Con ella y con mi hija, a quien hace meses que no veo, hablo por teléfono todos los días, bueno a veces solo usamos un mensajero instantáneo, pero nos comunicamos a diario.

Mi hija no me culpa por lo que pasó. Sabe lo difícil que es para mí controlar a los caballos salvajes, especialmente en entornos adversos para mí. Su madre no quiere saber más de mí. No la culpo, entiendo su posición y es lo mejor que puede hacer.

Hoy se cumplen seis meses que salí de la cárcel. Hace medio año que no la veo, así que verla llegar a mi lugar de trabajo fue una de las sorpresas y felicidad más grandes que he tenido en mi vida, casi comparado al día que nació. Me saludó y me invitó a tomar un café. Fuimos al parque donde muchas veces esperamos a su madre que saliera del trabajo cuando era una niña y ahí nos lo tomamos mientras me platicó que era de su vida. Me puso contento saber que está bien.

Después silencio, me vio con sus grandes ojos gris-azulados y me dijo que todo estaba bien, que no me preocupará más. Le sonreí con esa media sonrisa que compartimos como rasgo genético mientras ella me enseñaba su brazo, “mi nuevo tatuaje” me dijo, mientras acercaba su antebrazo para que pudiera leer en letras negras “Jesus Died for Someone else’s Sin, But not Mine”. Volví a sonreír mientras ella se paraba. “Ya puedes dejar de culparte que desde hoy yo me hago cargo”, me dijo, mientras me daba un beso en la frente y se marchaba y yo la veía alejarse en silencio.


Jorge Tadeo. Imagen tomada sin permiso de su cuenta de FB

Jorge Tadeo Vargas: sobreviviente de Ankh-Morpork, activista, escritor, traductor, anarquista, pero sobre todo panadero casero y padre de Ximena. Desde hace años construye una caja de herramientas para sobrevivir.

A veces viaja a Mundodisco


¿Te gustó? ¡Comparte!