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Por Alex Gámez Reza

Nuevo Casas Grandes, Chihuahua, 02 de marzo de 2022 [01:19 GMT-5] (Neotraba)

Son las 6:45 de la mañana. A pesar de que anoche me fui a dormir realmente tarde, mi cuerpo siempre me exige despertar a esta hora; la fuerza del hábito.

Me muevo de un lado al otro de la cama intentando estirar mis extremidades. Luego, cuando levanto la vista, noto que ahí está; sé que es él. Aunque, a decir verdad, ignoro de quién se trata. Sus brazos se mueven marcando una línea en la habitación. Por un momento, imagino que intenta alcanzar algún objeto, pero en realidad se dedica a disfrutar su estancia, a sentirse cómodo en la habitación.

Noto que está vestido con mi ropa, sus pantalones cuelgan de una silla y hay una playera en el suelo. La blusa roja que apenas ayer estrené le va mejor que a mí, quizá por su color de piel. No dice nada, sólo abre más los ojos. Deseo oír su voz, intuyo una melodía jugando en su interior, buscando salida; si lo escucho, puede ser que distinga de quién se trata.

Intento poner en orden los acontecimientos del día anterior. Fui a la plaza durante la tarde, recuerdo la imagen de dos pequeñas niñas sonriendo, sus vestidos idénticos y sus diademas trajeron a mi mente las fotografías de infancia de mi madre, en donde aparecía siempre con atuendos similares. Luego caminé por las calles del centro, en donde encontré a algunos conocidos, ninguno de ellos es el sujeto que ahora contemplo. Salvo el detallado recuerdo de los vestidos de las niñas, lo demás resulta borroso.

Me levanto y voy a la cocina a preparar té. Creo que tengo algo de resaca. No guardo memoria de haber pasado con él la noche, mi cuerpo no me dice nada al respecto. Vuelvo a la habitación, él sigue ahí. También se ha calzado mis zapatos, deben quedarle pequeños. Ahora lleva los labios pintados. Es increíble lo bien que le sienta todo. Me quedo sobre la cama observando con detalle a través de la ventana, examino al hombre que, por sus gestos, me recuerda a un antiguo compañero de colegio. ¿Se tratará de él?

Después de algunos minutos, salgo en busca del álbum de mi adolescencia, necesito comprobar si se trata de aquel joven con quien apenas crucé palabra, pero que ahora me resulta familiar; seguramente lo identificaré entre mis compañeros de grupo. Reconozco a mi mejor y única amiga de aquella época, me causa gracia que vestíamos de forma casi idéntica. El atuendo de quienes aparecemos sonrientes e ingenuos en el jardín de la secundaria ahora me parece curioso. No logro contener una ligera carcajada que, luego, intento ahogar por temor de espantar a mi acompañante. No hay nadie parecido a él en la fotografía, mi memoria me ha jugado una mala pasada.

Decido llamar a mi madre y preguntarle si tiene idea de quién se trata. De alguna extraña manera, lo siento vinculado a mi pasado y, si es así, probablemente ella lo identifique. El timbre suena un par de veces y la voz que siempre me ha reconfortado resuena en mi oído, le alegra escucharme y su charla se desenvuelve en temas triviales, nimiedades que me llevan a la nostalgia y colman mis ojos de lágrimas. Cuelgo el teléfono sin llegar a comentarle lo que ocurre.

Al regresar a la recámara, su sonrisa ha despertado y llena el espacio en que se mueve. Ya no me mira, ha cerrado los ojos. Voy a la cocina a dejar mi taza vacía. Vacilo ante la idea de decir algo, este es un momento tremendamente íntimo, nunca me he sentido tan cercana a alguien. No sé si quiero recordar quién es. Lo contemplo algunos minutos más y un sonido apenas perceptible, ahogado en la profundidad, comienza a emerger con detenimiento. Hay algo en ese sonido que me lleva de regreso a la imagen de las niñas, a su vestido, a sus ojos claros que me exigen reconocerlas y saber frente a quién me encuentro ahora. Quiero sentir miedo. No obstante, se trata más bien de añoranza, añoranza de un pasado que no recuerdo, un ayer en donde quizá conocí a este incierto compañero.

El sonido continúa, asalta todo mi cuerpo, como un latido persistente: está cantando. Canta con una voz que es mía, canta con la voz que yo no puedo usar, aunque, al igual que las prendas, me pertenece. Trato de identificar la melodía, pero no puedo. Aún sentada en la cama de la habitación, aguardo el momento exacto para acercarme. Ahora ya no canta más, pero en el ambiente percibo un delicado aroma que me habla de su presencia. Salgo y él se queda ahí, sin notarme.

Decido esperar un par de minutos, para ver si recuerdo, pero de verdad no sé de quién se trata. Pienso en hablar, preguntarle quién es, qué hace ahí. Finalmente, cuando tengo la claridad mental para dirigirme a él, descubro que se ha ido. Mi blusa roja también. Tiene sentido: le iba mejor que a mí. Supongo que, si algún día la veo por la calle, la reconoceré. Sin darme cuenta, comienzo a tararear la canción que él cantaba.


Alex Gámez Reza. Nuevo Casas Grandes, Chihuahua, 1988. Maestra en Estudios Humanísticos. Actualmente se desempeña como docente del área de Humanidades.


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