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Por Judith Castañeda Suarí

Puebla, México, 26 de marzo de 2022 [12:37 GMT-5] (Neotraba)

Aunque el cuerpo del esclavo haya cambiado, su alma sigue siendo de azúcar, de bocabajo. Pero más allá del aire quieto de la vitrina, los visitantes no pueden intuirlo. Cuando uno de los bibliotecarios explica, como tantas veces a lo largo de su turno, que el registro data de hace unos dos siglos, que podrán consultarlo en cuanto se suba la versión electrónica a la página web de la universidad, los visitantes sólo atinan a mirarse entre sí para luego apoyar las manos en el cristal, inclinarse y ver esas fibras viejas, cruzadas de líneas antes azules.

Por favor, no se recarguen, pide el bibliotecario. Síganme. El hombre de corbata lleva al grupo hasta una de las primeras copias de La relación acerca de las antigüedades de los indios, de Fray Ramón Pané. Mientras, el interior de la vitrina suda gotas lechosas, el borde del registro se dobla. Una empleada observa la humedad y la atribuye a probables fracturas en el vidrio, a la calefacción girando bajo el cielo de diciembre. Busca al personal de mantenimiento. Si alguien le dijera «se trata de lágrimas, es consecuencia de esa amenaza, imagínate, siempre ver el tiempo, de caballos a gasolina, las computadoras, los hombres imitando a los pájaros, mujeres y negros en la presidencia, y luego saber que la inmortalidad se alargará hasta encontrarse con ojos no nacidos, por supuesto, hay motivos para llorar», le daría unas palmadas en el hombro y se reiría de semejante cuento fantástico.

La empleada camina hasta el fondo del pasillo, empuja una puerta, se pierde. Ese horizonte, erigido con los volúmenes de leyes más antiguos del continente, es tan oscuro como el rincón de donde se sacó el registro.

Estaba doblado dentro de una caja gris, completa en aquel muro medio caído. Un par de antropólogos separaron rocas, abrieron la tapa y encontraron reportes de producción, de bienes inmuebles e itinerarios del puerto.

Entonces sones de hace siglos saltaron para nublar una tarde nueva, suspendida sobre restos de caña y campanas sin badajo. Los registros de navegación estaban muertos, sin tapas que los mantuvieran en el mundo; en cambio ese esclavo aún andaba por ahí, arrastrando los pies sin remedio, atado al inventario de bienes inmuebles.

Ojalá nadie hubiera rescatado los registros; así, con los años, incluso las tapas de madera habrían terminado hechas polvo entre el muro, los terrones y la puerta astillada.

Pero la inmortalidad llegó de la mano de esos hombres morenos, de pantalón de mezclilla, mochila enorme y botas de suela ancha. El esclavo no puede creerlo; sigue sorprendiéndole cómo un simple «ven, mira lo que encontré», fue capaz de añadir tiempo a una condena de siglos, cómo un ligero remover de bloques sembró la plantación en los pasillos de la biblioteca, pasillos que, cada noche, recorre junto a la lámpara encendida del vigilante.

No sabe si conocerá la muerte. De chico la sintió. Daba pasos en la oscuridad de la barraca donde lo encerraron. Lo rozaba con el aliento. Olía su cuerpo mientras le arrebataba un esclavo al amo. Creyó que vería su cara una tarde, al abrirse el portón. Pero sólo eran la selva y una sombra de espaldas anchas. La luz, después de cegarlo, develó una fusta columpiándose junto a la pierna derecha de un hombre con un pañuelo en la cabeza, una mano vacía y un sombrero en la otra. Ese hombre, el capataz, lo arrastró hasta la hacienda. Luego de tropezar con helechos, raíces y lianas, el muchacho se encontró de frente con un espectro. Gritó, cayó de rodillas; nunca pudo liberarse de las uñas que lo aferraban.

El espectro era un negro viejo. Las piernas se le caían a jirones al tratar de inclinarse delante de un hombre delgado, blanco, sin ponerle atención ni a él ni al capataz. No amito, po lo que má quiera, po caridá, suplicaba. Vamos, muchacho, vete, eres libre, ¿no es lo que siempre quisiste?, le respondieron. Y el viejo, empujado por esas palabras, renqueó hasta la tarde púrpura, fuera de la hacienda, donde no urgía reunir cargas ni alimentar ningún molino.

Negro Santiago, de la casa de Sandoval, esclavo de plantación, treinta años, ya puedes llevártelo con los otros, alcanzó a escuchar el muchacho al levantarse. Vio cómo el blanco, el amo, escribió algo en unas hojas antes de doblarlas, de protegerlas con unas tapas de madera. Santiago, treinta, negro, intentó repetir. Entonces no comprendió, tampoco tuvo tiempo de hacer palabras con aquellos susurros. Muy pronto caminó detrás de un esclavo casi desnudo, tan alto como la casa del amo. Debía ayudarle a recoger caña, a llevar el machete. Si no, la muerte imaginada en la barraca se lo empezaría a tragar, como a ese esclavo, dejándole heridas largas en la espalda, mitad rojas mitad marrón.

Los años se gastaron en una interminable repetición de actividades. La caña. El corte. El afilado de machetes. Alimentar el molino. El bocabajo para él y para los otros. La picota, el cepo. Los oficios de cada luna. El guiso de maíz en un cuenco de madera astillado. La campana. La fusta de los capataces. No supo en qué momento el Negro Santiago, esclavo de plantación, treinta años, se ajustó a su cuerpo como una camisa a la medida.

Duró poco aquel instante. Los treinta años, el Santiago, estaban destejiéndose: agujeros en los pies, cada día menos brillo en el color, la urdimbre más gastada a la altura de los codos, en las rodillas, ¿podría seguir usando esa edad, ese nombre? Se asustó al recordar los ojos del negro viejo que rogaba para no irse, meras nubosidades, ¿cómo se llamaría? Nunca se atrevió a preguntarle a ninguno de los esclavos; no quería oír el Santiago de cuando el amo llenó su registro. Santiago, repitió. Esta vez sus gritos fueron mudos.

Portada de Vestir de negro, de Judith Castañeda Suarí
Portada de Vestir de negro, de Judith Castañeda Suarí

Una mañana descubrió al viejo liberado en sus propios miembros. Los hijos del amo lo habían dejado cerca de las caballerizas, arrojándole semillas a las gallinas, cuidando de un jamelgo sin fuerzas. Aquel viejo repetido en él, se le ocurrió sin creerlo, pero un esclavo recién llegado lo comprobó.

Era un muchacho de la mano de otro capataz. Y él lo miró como si fuera un gato en medio de los helechos, a vistazos quedos, casi flotando los ojos, no fueran a descubrirlo y a darle un bocabajo que a los setenta o setenta y siete años –¿ochenta y cinco?– se parece más a morir hecho tiras, entre los colmillos de un perro de presa. Lo observó otra vez y le fue imposible reconocerse en ese cuerpo delgado, mucho más oscuro. Pero ese muchacho era él. Seguro también había temido a la oscuridad de la barraca, llena de una muerte con la apariencia de una fusta columpiándose junto a una pierna.

Negro Santiago, de la casa de Sandoval, esclavo de plantación, treinta años, oyó del menor de los hijos del amo, eco de otros tiempos que le quitaba el nombre para dárselo a alguien más. Eso no lo sabe el registro, él sí. Lo recuerda de entonces, cuando sonrió ante la pequeña cabeza crespa y la boca sin un par de dientes, deseando que la nueva autoridad multara al amo si ese muchacho no ensanchaba los brazos y las piernas antes de vestir el Santiago, treinta años. Porque no iba a repetirse por siempre la escena de cada doce o dieciocho meses, ¿o sí?, confirmar lo real de una propiedad con palabras entre caballeros, sin ser necesaria la presencia del esclavo, pronto sería insuficiente.

Anda, hombre, puedes irte, lo interrumpió el capataz, ya no eres esclavo, te perdonan lo que debes para pagar tu libertad, ¿no es eso lo que tanto querías? De pronto se olvidó del muchacho, quien erguido no veía más allá de cinturones. Puedo irme, repitió en voz baja. Irse, lo iban a echar. Eran las órdenes del amo. La noticia le crispó las manos. De sus ojos nacieron sombras a manera de lágrimas. No quería ser libre. Así no, con más de setenta años asidos a los pies y las rodillas a punto de romperse, no.

Se arrojó al suelo, deletreando el nombre del Crucificado, aferró unos tobillos distintos de los sangrantes. Como aquel viejo espectro de hace tanto, el anterior Santiago, pidió quedarse; un rincón, por piedad, a nadie molestaría, iba a comer menos, por la noche, cuando la casa estuviera dormida. Pero no lo escucharon. El amo sacudió un poco los pies para deshacerse de sus manos y subió a la calesa; el capataz fue a vigilar otras espaldas, otros brazos; la caña debía estar cortada antes de una semana o soltaría su azúcar en la tierra.

Ya sin nombre, despojado también de sus treinta años perpetuos, guardó silencio y dejó que el lodo absorbiera sus quejas. Por un momento pensó hablarle al Gran Blanco, insistir. No lo hizo; en el templo los esclavos pedían por la salud de las señoritas o por una cosecha abundante; quizás el Crucificado no entendiera otras palabras.

Con la resignación en los pasos, se arrastró hasta el centro de la ciudad. Fue a sentarse al lado de otros mendigos, a la entrada de la iglesia, y extendió la palma en el atrio; rogó por agua, por un plato de comida, sin atreverse a mirar el desfile de rostros y de manos cubiertas con guantes de seda. Pronto su hablar se redujo a una sola frase: «Caridá, niña, caridá». En cambio, nunca dejó de pensar en el muchacho que ocupó su sitio, en el Santiago de cuando el primer capataz lo sacó a él de la barraca. Si los tres ensancharon brazos y piernas para llenar hasta el último rincón del nombre del registro, si bajaron de un barco oculto entre los manglares de la isla, ¿entonces el cuerpo de cada uno también se acomodaría en las mismas escalinatas? ¿Cuántos Santiagos más vendrían a pedir limosna al atrio? No quiso saber.

Una tarde, inseguro de la respuesta que debía dar al «pobre infeliz, pediré a Nuestro Señor por ti, ¿cómo te llamas?» de una anciana, empezó a repetir: «Negro Santiago, treinta años. Santiago. Treinta. Negro». Diez, cincuenta, doscientas treinta y dos veces antes del anochecer, en voz alta. Y no le importó si lo creían loco, siguió repitiéndolo, como seguro lo hizo ese muchacho después de él, ya viejo, al ver a su nuevo cuerpo desde las caballerizas, como lo hace él mismo ahora, frente al registro, durante la noche y la madrugada de la biblioteca.

Lo han escuchado los pasillos vacíos, los títulos a medio catalogar. El vigilante lo cree una broma de los alumnos en noche de brujas, el resultado de ver el avance del reloj la jornada entera. En ocasiones ese empleado lo contagia, lo hace sentirse viento entre los árboles, una página que llora fibras cortas. Nada más. No hay Santiago. Nunca nació. Nadie anotó en el registro «Negro Santiago, de la casa de Sandoval», y los que pronunciaban ese nombre lo hicieron para darle órdenes a otro Santiago, perteneciente a un distinto Sandoval.

Y sin embargo existe. Tuerce los miembros, observa el día, susurra en el jardín, junto a la lluvia, da vueltas. Aún siente los pies encadenados. Ve los barcos en la costa. De ello tienen la culpa los antropólogos. «Podría ser importante, al parecer se trata de documentos de carga mercantil de la colonia», «hay muchos papeles de esa época perdidos», dijeron luego de abrir la caja. Al tener los registros sobre su escritorio, el director de la Biblioteca Nacional se acomodó los anteojos y echó un vistazo. Al hallazgo, a una carta adjunta de la Secretaría. Le ordenaban conservarlo.

Santiago, entonces, se asomó al pliego por primera vez. Vio los trazos gruesos, una fuga de tinta. De poder, habría llorado. Las ilustraciones en los libros de historia, sociología y antropología lo multiplicaban, haciéndolo mujer y niño al mismo tiempo; los pies de foto decían «esclavos en navío», «desembarco de negros esclavos» «esclavos en la recogida de caña», «esclava con su hijo», «castigo del cepo, dibujo de la época», «negros cautivos marchando hacia el puerto». Dentro de esas páginas era anónimo, pero el registro lo señaló. Ahora, al repetir su nombre y puesto, su apellido, los visitantes lo cubren con una esclavitud mucho más longeva que él.

En el reloj hay un ocho. La biblioteca está a punto de cerrar. Cinco minutos más mientras los pocos alumnos doblan hojas, guardan bolígrafos, ordenan bolsos, mochilas, y salen a la noche. Atrás, una llave da un par de vueltas, la luz artificial va retirándose con desgano. Al final lo amarillo se concentra en una última huella: una oficina.

Dentro, una estudiante de los últimos semestres trabaja a solas con una fotografía del registro de la vitrina. Servicio social. Líneas a tres columnas llenan la hoja blanca del monitor. Los dedos de la joven golpean sin pausa el teclado. Sorbos al café tibio, casi frío, el cabello le cae a mechones alrededor de las cejas. Una tonada de arpa en el celular la obliga a interrumpir la transcripción. «Ya salgo», responde apenas y vuelve a la computadora. Una sonrisa, sus dedos se aletargan como si dudara cuál es la siguiente letra. Escucha pasos acercándose. Aun así la mano del director en su hombro la sobresalta. «Guarde los datos y vaya a descansar, es tarde». «Pienso que en una semana quedará terminada la versión electrónica del registro», contesta ella, vuelve a archivar la fotografía, se pone el suéter de tejido abierto y toma su bolso. Un «San…» en la brillantez de la pantalla. Las cuerdas del arpa vibran de nuevo en el teléfono cuando la luz de la oficina se apaga.


*Este cuento forma parte del libro Vestir de negro, publicado por Ediciones Camelot (2020).


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