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Por Francisco Garo Benavides

París, Francia, 07 de julio de 2021 [00:10 GMT-5] (Neotraba)

—¡Pero mire nada más, señora, ya se meó toda!

Puedo ver a través de los muros. Puedo volar y controlar desde los cielos las vidas de esos seres insignificantes que te rodean. Te guste o no, soy yo la que decide. Yo soy quien controla. Te encuentras en ese taxi frente a la entrada del hotel. Estás impaciente. En unos instantes haré que cambie tu vida por completo. Si te hago salir por la portezuela izquierda, encontrarás en la recepción a esa linda chica que te espera con ansias, olvidarás el día terrible que has tenido y correrás a abrazarla. Será el principio de una relación estable y feliz.

Si en cambio hago que tus glúteos se desplacen hacia el lado opuesto del asiento, y tu mano abra con fuerza la puerta derecha del automóvil, cuando apenas hayas bajado los dos pies al piso y tu cuerpo aún esté buscando el equilibrio, un conductor distraído acabará con tus días de persona “normal”. Quedarás cuadripléjico, entrarás en depresión y morirás en cinco años. Parece trágico, pero quizá no sea sino la culminación lógica de tu vida, que yo calificaría de banal y sin gracia. ¿Qué hacer?

Eres el huésped de la habitación 1209. El teléfono te despierta.

—¿Qué?
—Buenos días, señor Hernández, este es el servicio de despertador. Son las 10 de la mañana y la temperatura es de 5 grados.
—Ah… ¿a qué hora es el check out?
—A las 11, señor.
—¿A qué hora termina el desayuno?
—También a las 11. Hoy tenemos un especial…

Cuelgas. Tienes que apresurarte.

Estás de malas. Pese a tus sofisticados esfuerzos de conquista constatas que estás solo en la cama. Te envío a la ducha y te hago recordar la noche anterior. Las colegas, el bar, el llanto de Ana, el alcohol, la música lenta y el rincón en el que tú y ella se perdieron por horas.

Sales de la regadera excitado, pensando en ella. Dejo que las olas de la fiesta empapen tu mente. Ana baila. Ana llora. Ana restriega la pelvis en tu sexo caliente. Aún sientes en tus manos los senos duros y redondos de esa mujer tan bajita. Sus nalgas firmes se recargan en tu miembro, presionándolo. Pese a todo, te la pasaste bien, ¿verdad? No olvides que fui yo quien aceptó tu suplica, José, y yo quien te autorizó introducir tu dedo medio en su vagina con delicadeza y ritmo. Me divertí contigo.

—A ver, déjeme llevo la silla hasta el baño.

Hoy me volví a apiadar de ti y decidí concederte prolongar tu gozo, jugar contigo. Me es fácil enviarte de nuevo a la cama. La toalla cae y te arrojo al colchón. Con una mano sacudes tu pene de arriba a abajo mientras con la otra te sobas los testículos. Te apoyas en los talones, levantas un poco las caderas e imaginas a Ana sobre ti. Aumento tu excitación. Te dejo tocarte, imaginar y recordar su sexo húmedo, su olor a mujer de rumba. Traigo a tu mente, las tetas de Ana y las mías, nuestros sexos y nalgas, te ametrallamos y tiemblas. Sigues temblando. Sigues. Me aburres, quiero que termines. Concentro tu presión arterial en un sólo punto, convierto tu energía en leche espesa, la contengo por unos instantes más volviéndote loco y cuando yo lo quiero, cuando yo estoy lista, disparo el gatillo. Tu líquido sale en chorro y cae en tu vientre, en tu cuello y en las sábanas del Holiday Inn.

Como el dueño que se compadece de su perro, te suelto la correa y te dejo a tu libre albedrío por unos momentos. Te levantas al instante y el tiempo vuelve a tu conciencia: 10:45. No hay sorpresas, eres como todos los hombres. Te limpias el esperma. “Ana fue un placer pasajero”, te mientes. De nuevo estás de mala gana y sin vestirte comienzas a hacer tu maleta. “Cinco grados”, piensas, te acercas a la ventana, impotente. Quisieras cambiar la temperatura, el clima, cualquier cosa. Pobre iluso, tú, que no controlas nada. Sigue nublado, gris. Frente a ti, una anciana en silla de ruedas te observa desde la ventana del edificio de enfrente. Cierras la cortina maldiciéndola: “vieja entrometida”. Sales de la habitación. Son las 11:22.

Al bajar, el desayuno ha terminado. En la recepción recibes una reprimenda por el retraso y respondes con una grosería. Insisto: me das pereza. Entonces retomo el control. Hago que calcules el tiempo para llegar al aeropuerto y los costos de las diferentes opciones. Decides ir en metro. Ya en camino comprendes que has hecho mal las cuentas. El tren está lleno y nadie agradece a un hombre que viaja con equipaje. El mostrador de la compañía aérea está en la punta opuesta del aeropuerto y para cuando llegas no sólo ha terminado el check in, también el embarque de la aeronave. Lo sentimos, caballero, pero el gobierno nos exige estrictos procedimientos de seguridad. Los pasajeros en viajes internacionales deben llegar 3 horas antes. No puedo hacer nada por usted.

—¿Qué tanto mira, pues?

Te hago volver al hotel. Con tu maleta, tu malhumor, tu destino en mis manos. Has visto entrar a Ana al hotel. Quizá te espera. Por eso desciendes impaciente del taxi y corres… ¡No!, mejor te quedas en el vehículo que recién se estaciona frente al hotel. Esperas mis instrucciones. Ana te observa desde el vestíbulo y sabes que está llorando, se irá contigo. Pero tú esperas mis instrucciones. Miras por la ventanilla y me ves. Te observo desde la ventana de mi apartamento. ¿Por qué puerta te haré salir?

—¡Se pasa el día pegada a la ventana y le entra frío, ahora me toca bañarla de una vez! Así, con cuidado…

Te hice volver al hotel, José. ¿Cierto? Sí, estoy segura de que eres el hombre que espera en ese taxi, ¿o es en aquel otro? Qué más da, yo los controlo a todos. No lo sabes, pero esa chica no soy yo, te lo he dicho, es Ana. Sí, seguro es ella, seguro eres tú, José. Yo lo sé todo. Estás ansioso en el auto, tan ansioso como impaciente. Estoy aquí. Pero te quedarás ahí por muchas horas. Aún no decido si para siempre.

26 de mayo 2021. Bangkok, Tailandia.


Francisco Garo Benavides (Monterrey, Nuevo León, 1978). Estudió Relaciones Internacionales y se desempeña como periodista. Actualmente vive en París, donde trabaja en temas de investigación y política educativa.


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