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Por Neblina

Ciudad de México, 16 de mayo de 2023 [00:10 GMT-6] (Neotraba)

Abro los ojos de golpe. Estoy rodeada de agua. Escucho la fuerza del viento. El mundo ruge como si alguien soplara con mucha rabia una velita de cumpleaños que se niega a ser extinguida. Llueve a cántaros. Al principio pensamos en la cosecha, saboreamos con anticipación los frutos e imaginamos las copas de los árboles rebosando en hojas verdes que se mecen con el viento cálido de los atardeceres. Miramos el cielo y, sin que nadie dijera nada, todas coincidimos en que era una bendición. No había manera de que alguien pudiera adivinar lo que se avecinaba. Ahora me cubro la cabeza sin saber qué será lo primero que caiga sobre ella: el cielo o el techo. Ella, el desastre con nombre de mujer, ha llegado a nuestra casa, sin previo aviso, sin que la esperáramos, irrefrenable. Ya habíamos escuchado de ella, venía de muy lejos y por eso no pensamos que pudiera alcanzarnos.

Las lenguas ancestrales dicen que cuando dos lechuzas vuelan juntas el augurio es funesto. La noche anterior a que Paulina tocara a nuestra puerta, mientras me bajaba las pantaletas para hacer pipí entre el monte y la hierba, acompañada por apenas un rayo de luz lunar que me hacía sentir menos indefensa en medio de toda esa obscuridad; yo había visto dos lechuzas cruzar el patio de la casa de mi abuela. Me quedé embelesada observando su vuelo habilidoso y uniforme, mientras mis aguas corrían por la tierra formando un arroyito inofensivo. Quizá haya sido la desnudez de la mitad de mi cuerpo o el miedo repentino que me dio estar sola en medio de la noche observando el cielo, pero lo más probable es que haya sido escuchar el ulular unísono de aquellas aves lo que me hizo correr hasta la casa y acostarme con el corazón agitado y los pies todavía húmedos.

Lo que me moja ahora no son mis propias aguas, sino un huracán inmenso que azota sin tregua a todo el pueblo y aunque ha llegado sin invitación, no se irá hasta apagar todas y cada una de las velas del pastel.

Tiemblo. De pronto el sobresalto. Buff, buff, tras, tras, pan, rataplán, pum. Rrrrraaaaap, trash, cras, tum, pack, chrrt. El cuerpo envuelto en sudor frío y angustia.

Mamá se acerca y me ayuda a levantarme del petate, caminamos con prisa entre charquitos hasta el cuarto de al lado. No le pido explicaciones, pero ella habla en voz alta y dice que nuestro cuarto, ese donde nos parió a mí y a mi hermana, está tambaleante y no tarda en ser devorado por los aires. Prefiero engañarme con la idea de que la temblorina es por frío y no de miedo. Mamá pega mi cabeza a su vientre, un recordatorio inconsciente de que ese lugar alguna vez fue mi casa y aunque también estaba llena de agua, ella nunca dejó de protegerme. Me cubre con una sábana vieja y roída, pero seca y me lleva a tropezones hasta la única cama que hay en la casa, acomodada en una esquina, desvencijada y con los resortes oxidados la cama que suspira soledades ahora es la pequeña arca de Noé.

No estamos solas. Reunidas, apiñadas las unas con las otras, aquí estamos las siete mujeres que habitamos esta casa: Antonia, mi mamá, la mayor. Alma, la tía rebelde. Susi, la joven que canta. Natalí, la niña que no puede caminar. Jaquelin, la bebé risueña. Yesenia, mi hermana menor. Y yo, a la que le gusta contar historias. Todas apelmazadas, como corderos de Dios que beben el pecado del mundo y condenadas al matadero. Observamos en silencio, con apenas el compás de nuestra respiración, al huracán con nombre de mujer que nos acaricia despacio y se acerca peligrosamente a nuestros muslos, sentimos la humedad de su beso recorrernos las piernas y con ello entendemos que ha comenzado su cortejo hacia el camino de la muerte.

En esta parte del mundo el calor es sofocante, obliga a tomar siestas a mitad de la tarde y a detener la vida hasta que el sol comienza a descender; la tierra queda caliente después de que el astro se oculta por el Oeste y es por eso que dormimos desnudas, pero esta noche me cubre un camisón viejo y unas pantaletas moradas; todas las demás también traen ropa fresca y holgada. Lamento no estar más cubierta, pues todo se va empapando y todo lo que toca el agua cambia de forma, tiempo y lugar. Cierro los ojos, deseando que la siguiente vez que los abra descubra que todo fue una pesadilla, pero no pasa. Rezo, lloro, mis lágrimas se confunden con las goteras del techo las cuales son cada vez más grandes, como ojos de tarántula asomándose a media noche. De repente, así de la nada, tía Alma pregunta: ¿Vamos a morir? Mi mamá no deja espacio al silencio o a la duda y responde de inmediato que sí.

¿Cómo es morirse? Pregunto para mis adentros y sólo para mí porque en realidad me da miedo la respuesta. Aún no he visto un cadáver, pero en unas horas pasaré a ser uno. Será como quedarse dormida. Dice mamá, como si me hubiera leído la mente. En esta casa ya no somos siete, somos ocho. Paulina vive ahora con nosotras y aunque está de paso, para nosotras su huella será permanente. Prefiero pensar que es por ver cómo corre por todas partes el agua y no por miedo que he mojado mis pantaletas, pero la realidad es que estoy aterrada, no entiendo por qué el mundo se abalanza de esta forma sobre nosotras. Ha sido esta la noche más larga de toda mi vida: despertar de pronto y ser obligadas a apelotonarnos como animales de granja en la cama triste de la casa y no encontrar consuelo aunque estemos tan cerca, es una variante de la tortura. Necesito saber la hora, aguzo la mirada y busco el reloj pegado en la pared, pero ni bien doy con él en medio de la obscuridad éste se cae y despedaza. Ya no hay tiempo. Cuando el tiempo se rompe de esta manera la muerte alcanza todo lo que parecía indestructible y comienza a tejer con hilos nuevos: en alguna parte del mundo una historia de amor se consuma, otra se desvanece para siempre.

Empiezo a escapar de mí. No hay nada en qué pensar, nada que lamentar, no hay futuro por delante. En mi cabeza, insistente e inexplicable, el fragmento vago de una canción que no sé dónde oí o cuántas veces para que ahora se repita como la única idea importante. En el otoño ella camina dolorosamente… El cuerpo se rinde ahora que ya se ha acostumbrado a la humedad y al frío, al viento colándose entre los poros y los huecos. Los parpados pesan y me abandono a la suerte de estar entre los brazos de mi madre que, como puede, nos sostiene a mí y a Yesenia, de un lado y de otro, mientras lucha, como todas, por no cederle paso a Morfeo. En el otoño ella camina dolorosamente…

Calculo apenas unos minutos, quizá menos, despierto con el sobresalto de una primera acción de vuelo obligada por el caudal de agua que tumba la puerta de la pequeña casa. Frente a nosotras una corriente que arrastra entre sus aguas un par de gallinas ahogadas, los zapatos de mi hermana, cacharros de cocina y demás cosas ausentes; viajan entre el agua como elementos de un festival de despojos andantes. Una de las láminas de petróleo se desprende del techo, vemos un rayo atravesando el cielo cuando se levanta y vuela con la intensidad del viento dejando un hueco sobre nosotras. Después una tormenta de truenos evita que olvidemos que la gigante sigue ahí, con su ojo azul, mirándonos a través del desamparo al que nos ha sometido, constatando cómo nos escurrimos mientras las siete mujeres-oveja vamos pronunciando oraciones aprendidas desde la infancia, creyendo que la palabra por sagrada habrá de salvarnos, pero cada frase no es sino la negación de la inminente desgracia.

Por cada Dios te salve, María… el agua en el cuarto aumenta su nivel. De repente una certeza: no nos van a salvar los rezos ni las rodillas puestas en el suelo; Dios ya debe estar bastante ocupado con el resto del pueblo. Abro los ojos grandes, más grandes de lo que jamás los había abierto. Lo miro todo con duda y asombro; devoro todo lo que mi vista alcanza con la mirada y lo guardo en la memoria para alguna otra vez contarlo, quizá, pienso, no permanezca nada de lo que ahora contemplo.

La casa no llora, se desgarra como animal cautivo, se desgrana como dientes de mazorca nueva, se despega como alas de mariposa; se desgasta como los cuerpos que envejecen con el tiempo; se desarma, como todo lo que no tiene remedio. Y ahí, del otro lado de las paredes, va el cortejo de animales muertos flotando entre basura y pedazos de recuerdos de una casa que algún día fue fiesta, refugio, abundancia y vida. Uno de tras del otro sin ton ni son, como sospecho iremos nosotras cuando esta guarida para niñas-ovejas moribundas termine por desaparecer.

Cierro los ojos de nuevo, miro para adentro, quizá buscando valor, me veo a mis nueve años, me observo con cuidado, como verificando que siga completa, y lo estoy, más completa que nunca porque ya voy comprendiendo lo que es la muerte, con su olor a sal y a ocote quemado destino inigualable para todo ser sobre la tierra, una niña-anciana que no tiene manera de recuperar ese dejo de inocencia que la separa para siempre de la infancia.

Valor… ¡Valor! Ven a acompañarme, que la casa se hunde; que mamita llora en silencio, como tantas otras veces; que mi hermana convulsiona; que tía Alma pregunta una y otra vez si vamos a morir, como si hubiera enloquecido, como si no supiera la respuesta; que las demás niñas nos apelmazamos tratando de protegernos las unas a las otras mientras abrimos y cerramos los ojos creando un parpadear de relámpago que ilumina de a ratos la fiesta macabra en la que se ha convertido esta noche. Valor, haz que mis piernas recuperen la fuerza para correr como antes por los campos de maíz y me atreva a dar el primer paso, valor para intentar salvarnos del destino escrito con agua.

Un relámpago que cae en territorio cercano y se abre paso en el cielo, se convierte en la señal esperada: Padre nuestro que estás en los cielos y por eso tan lejos de nosotras… Las miro a todas mientras cuento en mi cabeza, uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete… cuando llego al diez, ¡salto! Desciendo del arca de Noé, esa pequeña camita, cacharro viejo, barquita oxidada, pedazo de auxilio. Mamá grita tratando de impedir la hazaña, me tira por los cabellos, pero no logra detenerme. Corro a tropezones con los pies descalzos, se me entierra un alambre de púas en la planta del pie, duele, pero sigo; palpo buscando en la oscuridad el seguro de la puerta, mil ojos de araña clavados en mi espalda me observan con piedad. Paulina, en cambio, la catástrofe con nombre de mujer, se ha dado cuenta de la proeza y bufa; bufa despiadada. Mis manos temblorosas logran abrir la puerta y una corriente de agua corre agradecida por dentro.

Un torrente de agua se abre paso por la casa, encontrando su cauce y la forma de moverse; un río de agua verde habrá de lavar la tristeza; una espuma espesa será el remedio para la nostalgia. La tierra ungirá los lamentos y nos recibirá cuando todo esto haya pasado. Un canto para ti niña de espantos: que un riachuelo te conduzca hasta el descanso eterno, que un giro entre relámpagos cambie tu destino, que las flores muertas te sepulten con ternura, que un suspiro tibio alivie tu frente.

La calle cubierta con cuerpos que flotan en procesión se revela ante nosotros como lo que sigue. Del cielo descienden sin tregua culebras eléctricas que buscan penetrar la tierra. Tengo frío… Un último abrazo, madre mía, cubre con tus suaves manos la cuenca de mis ojos, borra el estupor de mi memoria para que pueda irme sin temores, acompaña mi último viaje con la dulzura de tu voz, esa que me arrullaba en otros tiempos, cuando la vida parecía que nos iba a alcanzar de manera infinita y por ello valía la pena vivirla.

El frío, cada vez más insoportable, espacia los latidos de mi corazón y reblandece mi cuerpo. Mis ojos se cierran solos y pierdo de vista los flashes celestes. El rumor del viento y los rezos se detienen. El peso de toda una vida cae sobre mi cuerpo todavía infantil, ¿qué instante se llevó la infancia de golpe?, ¿qué amanecer fue tan prologando entre tus caricias que debió acabar de tajo? No he vivido lo suficiente, nadie ha besado mis labios con la pasión de las historias de los amantes eternos que cuentan quienes lo han probado, nada quedará después de esto.

La casa llora por dentro y se desmorona; el adobe de las paredes se deslava y lágrimas marrones escurren desde lo alto, una masa informe de tierra y piedras se amontona confundiéndose con el resto del monte. Ya no hay casa, no hay nada. No hay sito a donde se pueda volver. Paulina comienza a tomarnos en sus aguas una por una. Tía Alma carga a Jaquelin, la más pequeña, y avanza hacia el torrente de agua entre una risa loca y la cabeza aturdida. No esperará a que nos arrastre, ella se entrega completa y esbelta al caudal como ofrenda viva para el altar. Un rayo cae y ellas desaparecen entre la lluvia. Natalí y Susi ya no están, se desvanecieron de pronto, como los cuadros con fotos de viejitos que colgaban de las paredes de la casa. Pienso que Paulina de pronto las tomo en la palma de su mano y las guardó en su bolsillo de plata. Mamá, mi hermana y yo somos las últimas sobrevivientes del naufragio, la curiosidad por cómo va a acabar la historia es tanta que no nos atrevemos a replicar la hazaña de tía Alma, así que esperamos.

La vida no pasa en fotos instantáneas con música cursi, como en las películas, minutos antes del adiós; la vida pasa entre las grietas de las manos, las fosas nasales, la sangre a borbotones y el corazón a tope. Todo se acaba, nada perdura, nada ni nadie es para siempre. Mi madre cierra con cautela los ojos de mi hermana que ha muerto entre sus brazos, no hay más lágrimas. Me aprieto de nuevo contra su vientre. Ella dice algunas cosas con voz muy bajita, sin fuerza. Ya no hay nadie para invocar, hemos abandonado toda esperanza. Vemos de frente al Huracán con nombre de mujer, a la gigante vestida de lodo y peces muertos. Nos saluda con ceremoniosidad, como si tuviera algún respeto por quienes decidimos enfrentarla a pesar de saber que no habríamos de ganar. Iremos con ella, nadie tiene duda de ello. Mi madre suelta mi mano, deposita a mi hermana en la corriente y mira como el cuerpo de su hija menor es arrastrado junto con todos los recuerdos que perdimos esta noche. Me mira profundo, le reconozco el cansancio en la mirada, nos despedimos y se entrega al cortejo acuoso. Sólo quedamos Paulina y yo, no se regodea de mi dolor ni busca que luche un poco más, pero espera. Me mira aguardando a que sea yo quien se entregue, me observa y sabe que estoy por perder, aprendí muy pronto a descifrar los finales, respiro bajito e intento disimular los temblores. Sonrío un poco al entender: Paulina no tiene piedad, no va a hacer distinción. Me hace volar por los aires, me mantiene dentro de su ojo y pienso en aquellas lechuzas premonitorias de la tragedia, me pregunto si habrán logrado escapar de todo o, justo porque vinieron a prevenirme, fueron las primeras en perecer.

Ramas secas, adornen las cabezas de los tristes; plantas carnívoras, muerdan las cuitas del pasado; agua salada, colma los vasos de los desahuciados y que un canto dulce me guíe hacia la noche eterna. Paulina se ha apoderado de la casa.

Ya… ya va a dejar de llover.

Paulina por Neblina
Paulina por Neblina

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