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Por Edgard Cardoza Bravo

Ciudad de México, 23 de noviembre de 2021 [02:55 GMT-5] (Neotraba)

Aquí donde me ven, buena parte del pueblo ha pasado por mis manos y antes por las de mi padre, Prudencio Chapa. En esta misma habitación han nacido profesores, abogados, doctores y uno que otro guerrillero de esos que le andan haciendo la vida de cuadros al cachetón Somoza, hijo del otro cuco que asesinó a Sandino allá en el 34. Aquí nacieron mis tres hijos y mis nueve nietos. Aquí mismo le he salvado la vida a medio mundo del pueblo y las afueras. Bueno, con decirles que hace como diez días de aquí salió entablillado y caminando un famoso comandante del Frente Sandinista, después de haber sido herido de bala en la montaña y haberlo yo escondido durante más de un mes. Se los cuento porque ya no importa, porque lo van a saber ya muy después y, si alguien me delata, no le va a servir de nada. Y es que en estos tiempos no sabe uno ni de quién cuidarse, hasta los curas y las monjas pueden ser soplones de Somoza y si uno se descuida, pues a curar enfermos al infierno. Porque aquí anda suelto el diablo en estos días: te asomas a la puerta y ves pasar verdaderos desfiles de ataúdes y atrás las pobres madres llorando. Lo peor es que casi todos eran muchachos tiernos que aún ni pelos echaban en la cara. Si vas a la iglesia no crean que es a rezar, porque con tanta apuración ya hasta eso se olvidó. A la iglesia va uno a lamentarse en público y a oír malas noticias: que a la fulana la violaron, que a otra la acusaron de amante de un guerrillero y no ha vuelto a aparecer, que al hijo de perengano le voló las patas una mina y además quedó loco de la impresión y del dolor, que la hija de un pariente se fugó con un guardia somocista y luego apareció muerta en Quilalí. No se imaginan la tristeza que todo eso me da, ya les dije que yo los vi nacer.

Por si no me conocen, yo soy Milagros Chapa, para servir a ustedes, la hija mayor del viejo Prudencio Chapa, el Curandero. Es cosa de familia. También a veces me olvido de ser yo y me dedico a juntar cenizas de tiempo en la memoria. De ese viejo heredé el don de curar. Aunque esta habitación lindante a la casa de la familia (que ha ido creciendo y llenándose de alma al paso de los años, más de cuarenta para ser más exactos) no es lo que se llamaría centro de salud: porque no hay los instrumentos que se requerirían para serlo y porque en esta casa el único título que existe es el de curandero y ese nos lo ha dado la gente que ha pasado por nuestra asistencia tantas veces sin más pago que el agradecimiento, algún obsequio ocasional y la confianza de seguirnos encomendando sus urgencias. Mi padre sigue vivo, pero desde hace unos tres años se ha retirado del oficio y ya lo único que hace es sentarse en la puerta principal a espantar perros y gatos con una vara de narciso. Los doctores de escuela –que son tres, para seguir siendo exactos– a pesar de haber nacido aquí, en el mismo galpón que muchos de este pueblo, se sienten ahora la gran cosa, reniegan de su pesebre y se la viven enojados con nosotros, que porque ponemos en peligro la salud de la gente, que porque tenemos mucha suciedad, que porque para eso están ellos que sí estudiaron y no engañan a nadie. La real causa del enojo es que la gente nos sigue prefiriendo.

Lo que más hacemos es recibir alumbramientos, aunque también se soban huesos y coyunturas y se recetan tisanas y purgantes para otros males del cuerpo. La guerra me ha traído mucho trabajo. Sí, te digo que los nicaragüenses somos frescos: por un lado nos matamos como animales entre nosotros y por otro seguimos engendrando hijos: será porque los hombres se van por meses a aventar rifle a la montaña y cuando vuelven de pisa y corre traen firme la puntería y avientan muchacho por bandazo. Y lo normal en estos tiempos: heridos al por mayor, gente con lepra de montaña, ronchudos que son carne de purgante.

Para las heridas enconadas y los disloques, el árnica y la trementina; para la lepra de montaña también el árnica y los baños de ruda con cususa; para las ronchas, algún laxante como el hojasén, la cañafístula o el polvo de ruibarbo; para la diarrea, nada mejor que el telimón con hojas de Guayabo.

La cosa empezó desde hace mucho. Papá Prudencio me contaba que este revoltijo tiene la misma edad del pueblo, pues el levantamiento del General Sandino en contra de los gringos, allá a finales de los veinte, coincidió con la hechura de las primeras casas. Aunque no lo registra mi memoria, debe ser cierto, porque según dicen los más viejos, papá Prudencio es de los fundadores de este pueblo. De lo único que me acuerdo, como entre nubes, es del alboroto que se armó cuando mataron a Sandino y poco después el barullo de la persecución de Somoza viejo en contra de sus simpatizantes o quienes él suponía que lo eran. El viejo Somoza fue el cabecilla del grupo que se echó al pico al famoso bandolero, pero según parece, el hombre y el nombre se les quedaron atorados para siempre a él y a su familia. ¿Se imaginan cómo tendrá de podrido el hígado su hijo Tacho segundo, ahora que los que amenazan su poder –y de donde supuestamente salió el hombre que mató a su padre– se hacen llamar sandinistas?

El Guayabal y yo hemos crecido juntos, pero el pueblo ha crecido más que yo: hasta estos inicios de 1978 habrán ya unas seis mil almas, eso sin contar los muertos de la semana y contando los “compas” que andan en la rebatinga. ¿No les parece que para poco menos de cincuenta años es bastante? Bueno, debo decir que en los años recientes ha venido mucha gente de otros lados: unos huyendo de los guardias de Tacho segundo y otros –los de Managua– huyendo de los temblores y de los guardias también. Hubo un tiempo en que todo estuvo en paz, de eso sí me acuerdo bien, tendría yo quince años. La casa repleta de gente en busca de remedios, con semblantes que contagiaban de tan sosegados. Y la casa repleta de regalos: gallinas, chanchitos, ayotes, frijoles camagües, frutas de todo tipo, telas, artesanías de madera. Y es que papá Prudencio nunca quiso cobrar con moneda sonante porque tenía la creencia de que eso salaba la cura y no surtía efecto: “Sólo regalos, hija, sólo regalos, al fin que eso también es pago. Si hay necesidad, siempre habrá manera de vender lo que nos sobre para hacernos de dinero”.

Por ese tiempo, a mis quince años, fue que le entré al oficio de curandera, más que por ganas porque mi padre no se daba abasto con tanta gente y tuvo que enseñarnos a mi hermano Andrés –un año menor que yo– y a mí, a salir al monte a cortar hierbas curativas. Mi hermano Andrés duró con nosotros hasta poco antes de cumplir los veinte años, cuando según sus propias palabras se cansó de hacer milagros gratis y se fue quién sabe a dónde para no volver nunca. Mi padre ya había notado que lo de la sanación no le cuadraba y lo dejó ir sin más. A mí sí me gustó el asunto y hasta este día en que les hablo sigo saliendo al campo a recolectar mis hojas y raíces de remedio. Nunca he permitido que nadie me ayude en eso, porque de una mano a otra el humor cambia y con la vida de la gente no se juega. Cuando alguien amablemente me dice “ahí te traje unas hierbitas para tus cocimientos”, las recibo agradecida, pero luego las tiro por aquello de las dudas. Les repito: con la vida de la gente no se juega.

Aquí atrás de la casa tenemos un huerto, pero hay plantas que sólo crecen a montaña abierta y otros son árboles muy grandes como para tenerlos tan a mano. Podemos tener salvia y alcanfor y hoja santa y epazote y bugambilia y saúco y ala de ángel y árnica y orégano y violeta. Pero la tronadora que crece en las laderas de los cerros y la tinantia erecta que desaparece para volver (en épocas de lluvias) cada año a su santuario y el jiñocuago que busca los caminos y el taray que bebe de los ríos y el muérdago holgazán del ahuehuete y el bronquial y altísimo eucalipto, no caben en el patio de mi casa.

Cuenta papá Prudencio que en los primeros años casi todo era trabajar la siembra, pero que poco a poco y como no había nadie que lo hiciera, le fue entrando con fe al asunto de la cura. Muchos se le murieron, como también él dice, pero la mayoría siguió cantando vida o cuando menos habían ya dejado su ración de placenta en el galpón.

Todos estos utensilios datan de aquellos años: la hornilla para hervir paños de parto y para poner al rojo vivo el cautín antes de aplicarlo a lesiones infectadas; el enorme molendero de guayacán que desde entonces fue habilitado de cama de expulsión, escritorio, mesa para comer, camilla para atender heridas leves, banco de masajes y en el peor de los casos cámara mortuoria; el tapanco de recuperación para heridos, calenturosos o recién alumbradas; el mortero donde preparo emplastos y pomadas; las tenazas de albañil utilizadas siempre en labores dentales; el calabazo para dar de beber a los enfermos; y la santa patrona de las incontinencias, la bacinica, que Dios sepa cuántos olores y dolores ha aguantado.

No, si les digo que ya tengo muchos años en esto del potingue, y este pueblo, el Guayabal, tiene en mí todos o casi todos sus años y sus luchas.

Ustedes solos se han de responder, si los tales doctorcitos que emergieron de estas manos me podrán algún día llegar siquiera a los talones.


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