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Por Edgard Cardoza Bravo

Ciudad de México, 27 de enero de 2022 [02:04 GMT-5] (Neotraba)

Tristeza. Aunque no sé realmente que significa esa palabra, tengo sólo cinco años y estoy triste.

De pronto, mi vidita de arrumacos y risas festivas todo el tiempo, se ha derrumbado. Tampoco sé que quiere decir ‘derrumbe’, mas siento que esa voz habita en mí, igual que la tristeza. Me duelen ambas voces.

Lo que me aflige más es que mis padres se hayan separado, y ante ese abismo que acaban de fundar, esté yo allí, impávida, aspirando el vaho pernicioso de sus desavenencias. ‘Desavenencia’, que palabra tan rara.

Todo se ha desbocado a una velocidad tan vertiginosa que no sabía era posible. Vertiginosa: esa palabra sí me gusta, matarili rilirón.

Mi vida hoy fluye cual losa que amenaza aplastarme. Pesada. Insoportable. Yo, que tan acostumbrada estaba a las cosas gráciles, coloridas, ligeras. Los colores asombrosos con que mis sentidos percibían el mundo, sorpresivamente se agrisaron, y, ¡cataplum!, el color negro entró en mi vida. Estoy triste, repito.

De mi madre (en su va y viene del trabajo) ya sólo percibo el aire que desplaza al cruzar frente a mí cuando se marcha. De mi padre, sólo el hueco cada vez más lejano de su respiración, y ese ‘luego nos vemos’, ansioso, de su ritual de despedida.

Si es que existe, mi único momento de alegría es cuando llega mi papi a visitarme por las noches. Pero cada vez viene menos. Me dicen que por asuntos de trabajo. No lo creo. En las últimas fechas todos mienten. O las visitas cada vez más esporádicas de mi aba y de mi tía Pau. Ese calorcito tan especial que siento en mí cuando las veo, cada vez me alumbra menos. ‘Esporádico’, se me hace muy chistosa y me provoca ruido esa palabra, pero no me agrada tanto.

Se me figura que todos los adultos a mi alrededor me declararon la guerra (Guerra, que fea y negra palabra), así nomás, sin avisarme. Antes, cuando lloraba, sentía una leve opresión aquí, en lo que llaman la boca del estómago. Esa sensación tantito incómoda duraba poco, y pronto todo volvía a ser igual que antes del llanto.

Cuando mis papás aún estaban juntos, quizás lloraba sólo para sentir cómo resbalaba por mis mejillas ese diminuto río de lágrimas o para conseguir nimios favores acordes a mis gustos de niña. Ahora lloro para llorar realmente. Con pena, con dolor. Hoy parece que el llanto es mi estado permanente.

En días recientes comencé a experimentar algo llamado ‘miedo’. Tan sólo de pronunciarla me espeluzna esa palabra. Siento miedo de que mi madre no regrese a la hora acostumbrada. Miedo de que un día de tantos, mi padre no vuelva más. Miedo de que todos mis afectos me comiencen a cerrar la puerta en las narices.

Según todos, mi vida continúa igual que antes, y que nada, nada ha cambiado. Me tratan de convencer de que la bronca es únicamente entre dos adultos que ya no se comprenden. Yo sé que no. Esa profunda y amplia grieta que acaban de imponerse entre sí, la han interpuesto también entre ellos y yo.

Estoy segura que las palabras y actitudes hacia mí no son las mismas, por más que las decoren de fingida dulzura y armonía. Falso es el idioma de los falsos. El lenguaje y señales que me circundan son expresiones huecas, cavernosas, hirientes.

Hasta mis amadísimos juguetes no son ya los mismos, crecieron de pronto a un tamaño descomunal. Se volvieron también adultos falsos con quienes nunca más lograré compartir ratos felices.

De todas, “feliz” es mi palabra preferida, aunque no la entienda mucho. Desearía que esa palabra fuera una burbuja mullida, afable, transparente, que me rodeara siempre, y en la que pudiera ir flotando sin miedos ni tristezas por el mundo: solas, mi burbuja de felicidad y yo en su interior seguro, sin puertas de salida ni puerto de llegada.


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