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Por Enrique Herrera

Murrieta, California, EUA, 28 de enero de 2022 [02:14 GMT-5] (Neotraba)

Mariluz, la hija de Andrea, era una hermosa mujer de poco más de veinte años, aunque lamentablemente funcionaba como si tuviera quince.

Días después de cumplir veintiún años, Mariluz se fue a vivir con Mauro, quien hasta entonces había sido su primer y único novio.

Un sábado por la tarde, mientras Andrea estaba sentada en un cómodo sillón tomando café y meditando sobre la vida, escuchó que tocaban a su puerta. Dejó su taza de café sobre la mesita, se levantó y fue a la puerta para ver quién estaba llamando.

Cuando abrió, Andrea casi se cae al suelo al ver a su hija con la nariz ensangrentada y un ojo morado. Tenía un bebé en sus brazos.

El silencio reinó momentáneamente.

Andrea mantuvo la calma y acogió al bebé. Llegaron a casa de Andrea escoltados por don José, el padre de Mauro.

—Uy, Mariluz, ¿qué pasó? Mira cómo te dejó.

Antes de que Mariluz pudiera abrir la boca, intervino don José.

—No sé exactamente qué pasó, señora, pero mi hijo ya no la quiere en la casa. Ya no la quiere. Punto.

»Su hija se queda sentada todo el día y parece estar enamorada de su teléfono. Siempre está hablando con alguien o acariciando su celular. No hace nada útil.

» Ni siquiera se molesta en recoger el plato del que come. Cuando se le pide que haga algo, comienza a hacerlo sin decir una palabra, pero luego no termina de hacer nada. Pronto la vemos con el bebé en brazos, aunque el niño esté durmiendo.

» Si no, se la pasa frente al espejo maquillándose, según ella, para verse más atractiva. No sé por qué, ya tiene en casa al que debe atraer, el mismo que ahora la rechaza. No sé qué busca su hija. A veces desaparece, y dice mi mujer que hay días que llega oliendo a alcohol.

» Esta vez fue la vencida. Dígale que no piense en volver, por favor, señora. Mi mujer y yo ya no estamos para estos trotes. Se lo ruego, por favor, dígaselo. Y cuídela, no sea que…

—Sí, señor, pero mire cómo está, con el ojo casi cerrado. Eso no es lo que hace un hombre de verdad. Y sigue sangrando. A ver, Mariluz, déjame verte bien y cuéntame qué pasó. Entre, don José.

—Gracias, pero no, señora. Estoy trabajando y tengo que recoger un pasajero en diez minutos. Le traigo las dos bolsas restantes y me largo de aquí.

—Pero señor…

—Ya no hay pero que valga, señora. La tercera fue la vencida. Las dos veces anteriores tanto mi mujer como yo insistimos en que Mauro la recogiera de nuevo, en que le diera otra oportunidad. Por eso la aceptó de vuelta. Esta vez ya no quiere saber nada de ella. Hágale entender a su hija que todo ha terminado para que no insista, por favor.

Don José fue a su carro y regresó de inmediato con dos bolsas de plástico, de esas que dan en las tiendas de ropa. Las colocó en una pequeña mesa en el pasillo y se fue como huyendo.

Madre e hija, ya solas y con el bebé durmiendo, se abrazaron y sollozaron. Al romper el abrazo, Andrea preguntó:

—Ahora, hija, cuéntame todo, ¿qué pasó?
—Mamá, se acabó todo, ¿por qué quieres volver a hacerme sufrir?
—Pero ¡hija, mira cómo te dejó ese cabrón!
—Ay, mamá, deberías haber visto cómo quedó él. Creo que estarías orgullosa de mí. No me dejé, no creas. Y fui quien golpeó primero.
—Pero esto no se va a quedar así. Iremos a la comisaría a primera hora del lunes para que emitan una orden de restricción y abran un caso contra él.
—Yo ya sabía que venir contigo iba a traer problemas, pero el puto don José no quiso llevarme con Yola, mi amiga. Y no, no vamos a ir a ninguna comisaría.
—Tenemos derechos, Mariluz. Tienes derechos y ahora hay una agencia de protección de la mujer que se ocupa de los casos de violencia doméstica.
—Mamá, por favor, no inventes. No voy a abrir un caso o poner una restricción. Si yo quisiera que él pagara por lo que hizo…
—¿Qué harías, Mariluz?
—Mejor no te lo digo, mamá, te asustarías. Y por favor, no me atormentes más con tus preguntas, dame un lugar para poner mis cosas antes de que llegue Fausto, tu amor. Ah, y no quiero que se meta en nada de esto, por favor.
—Pues vas a estar viviendo en su casa. Fausto es el que paga la renta y compra la despensa, y debe saber lo que está pasando. Pero no te apresures, intentaré explicarle. Pero cuéntame qué pasó.
—Bueno, Mauro salió temprano del trabajo porque se acabaron las provisiones; eso dijo. Llegó a casa y yo no estaba. ¿Qué se supone que debo…?
—Espera, espera, ¿dónde estabas?
—Ahí voy, no me interrumpas, ma… Ups, tengo una llamada, lo siento, tengo que atenderla, permíteme un segundo.

Mariluz dejó a su madre con la palabra en la boca y se dirigió a una de las dos recámaras para atender la llamada. En ese momento el bebé se despertó y comenzó a llorar. Andrea tomó al bebé en sus brazos y comenzó a cantarle una canción, consiguiendo que se volviese a dormir.

Después de la llamada telefónica, Mariluz se apresuró a regresar a la sala.

—Mamá, tengo que salir. Cuida a Maurito por unos momentos, ¿sí?
—No, no, espera. No puedes salir así.
—Ya están ahí afuera, esperándome.
—¿Quiénes son?
—Ya te dije, mis amigos, ellos quieren saber cómo estoy. A ellos les importa.
—¡Pues así no se sale, punto!
—No te pongas así madre, son mis amigos; quieren saber qué quiero que le hagan al puto Mauro. Si quisiera, irían y le dispararían, pero pobre diablo. Solo voy a decirles a los muchachos que le den una calentadita al cabrón; esa será su orden de restricción, de alejamiento. Madre, si no me dejas salir, igual salgo y no me vuelves a ver. Lo juro.
—Vale, vete entonces.

Mariluz salió apresuradamente a ver a sus amigos. Tres hombres de aproximadamente la edad de Mariluz la esperaban dentro de un auto negro con detalles dorados y vidrios polarizados. De los tres, dos eran centroamericanos y uno sudamericano.

—¿Qué pasa, chicos? Pensé que no vendrían.
—No crees eso, ¿verdad? Sabes que estamos contigo. Es más, hablamos con Yola y aceptó que te fueras a vivir con ella si querías. Y el jodido hombrecito, ¿vive o…?
—Nada de eso, hombre, mira…

Tras la breve conversación con sus amigos, Mariluz regresó a la casa. El bebé lloraba y Andrea no podía consolarlo, por más que lo empapaba con lindas palabras y besos.

—Aquí está, hija. Aliméntalo.
—Mamá, ¿no pudiste buscar su leche en la pañalera? Ahí está. Bueno, déjame preparar la botella.
—Pero sigue llorando, hija.
—Bueno, debe esperar un poco, madre. Todo lleva su tiempo, you know.
—Uy, ahora hasta me hablas en inglés.
—Madre, se ve que te falta mucha calle. Quieres que ponga una orden de alejamiento, pero las autoridades no hacen una mierda en esos casos. Sabes que hay leyes que protegen a las mujeres, pero no comprendes que existe la impunidad, y ahora más.

» ¿Y no sabes que ahora casi toda la banda habla inglés? Las personas con las que ando lo hablan.

» Llegaron a México en una de las caravanas de migrantes y han decidido tomarse un respiro aquí, o radicarse aquí, en México. El gobierno los ayuda. Les ayuda más a ellos que a los campesinos pobres de aquí. Así es, madre.

—Qué bueno que Maurito se calmó, hija. Bueno, me has dado muy poca información. Necesito saber más para decirle a Fausto. Él es el dueño de la casa y tendrá que aprobar que te quedes aquí. Sé que lo hará.
—Solo dile que la historia se repite, que estoy viviendo lo que tú viviste con mi papá. Por eso lo dejaste, ¿no?
—Bueno, eso me lo dejas a mí. Ese tema es muy difícil para Fausto. Nunca puedo mencionar a tu padre porque se molesta.

» Qué bueno que ya no te sangra la nariz, y parece que ya no se te va a hinchar el ojo más. Dime, por favor, ¿por qué don José dijo que sales de la casa y que no saben a dónde vas?

—Mira, mamá, si no me haces preguntas, no te diré mentiras, ¿de acuerdo?
—No, no quiero que me mientas, dime la verdad. Yo soy tu madre.
—Te lo diré, pero jura que no me harás más preguntas sobre lo que te voy a decir.
—Bueno, si tengo más preguntas, las haré. Tengo derecho.
—Como ya sabes, tengo amigos, hombres y mujeres. Conocí a mi mejor amiga en un curso de regularización, cuando las clases aún eran presenciales en la universidad. Es colombiana, muy preparada y hermosa. Un día, cuando salíamos de clase, me invitó a un boliche. Así lo llama Carlos, un argentino; un boliche. Es un antro que trabaja mañana, tarde y noche. Siempre hay música de baile y un ambiente festivo. Me gustó la primera vez que fui. Y, siempre que puedo, disfruto yendo a ese lugar. No me quedo en casa de Mauro porque su mamá siempre está viendo sus programas religiosos en la televisión. Y no me gusta escuchar nada de eso.

» Carlos, el argentino, habla mucho conmigo. Me gusta su acento. Hace unos días me invitó a ir a su país. Me dijo que, cuando esté lista, se lo diga y me comprará el boleto de avión. Incluso sé el nombre de la compañía aérea: Aerolíneas Argentinas. También me dijo que si necesito sacar mi pasaporte, él lo pagará. Su hermano tiene un club como el que tiene él aquí, pero muy lujoso, dice. Y le gustaría que conociera su país. Parece un buen hombre, pero siempre lo veo hablando con dos coyotes que llevan gente a los Estados Unidos, y eso me da escalofríos porque esos dos coyotes me parecen muy sospechosos. Solo llevan chicas a los Estados Unidos.

» Antes de que se fuera con los coyotes le pedí a Rosa que me escribiera cuando llegara a Gringolandia. Y que me dijera qué pensaba. Me escribió, pero la carta venía de una ciudad fronteriza. En ella me decía que ya estaba trabajando, que le pagaban en dólares, y que si yo quería podía ir a acompañarla allá; gana bien y se divierte.

—Ten cuidado, Mariluz, no sea que…

La puerta de la casa se abrió y entró Fausto. Dejó su portafolio sobre la mesita del recibidor y saludó a Andrea con un beso.

Foto de Luis J. L. Chigo
Foto de Luis J. L. Chigo

Más tarde…

—¿Y ahora eso? ¿A qué debemos el honor de tu visita, Mariluz? Y ¿qué te pasó, hija? Hijo de… ¡Qué poca madre!

El bebé lloró y Mariluz fue a la recámara a atenderlo.

—Ya te contaré más, amor, pero creo que debemos darle nuestro apoyo. El cabrón la golpeó. Se le pasó la mano. Desgraciado.
—Ahora mismo vamos a ajustar cuentas. Esto no se puede quedar así.

Estaba oscureciendo cuando Mariluz salió de la recámara y se unió a la mesa para comer algo con su mamá y Fausto.

—Hija, por favor, guarda tu teléfono, ¿sí?
—Oh mamá. No me vayas a tratar como los padres de Mauro, por favor. Voy a tenerlo aquí, cerca de mí. Necesito que me des la contraseña de tu wifi. No tengo buena señal y necesito estar bien conectada con la banda.
—Mejor conéctate con tu hijo, Mariluz —dijo Fausto.

Mariluz puso cara de disgusto, pero no dijo nada. Siguió tomando café y disfrutando de las quesadillas que había preparado su madre. El bebé seguía durmiendo.

Después de la cena, Fausto tomó la palabra.

—¿Por qué no se quedan el bebé y tú aquí, en la sala, a dormir en el sofá? Mañana veremos cómo nos acomodamos, después de que nos cuentes cuáles son tus planes, Mariluz. La última vez hicimos muchas mudanzas y volviste con él al tercer día. Ahora, tu mamá tiene más equipo de gimnasia en la segunda recámara; podemos poner sus cosas en algún lugar y ponerte a ti en la recámara, pero tenemos que hablar. Vamos a dormir temprano. Bueno, yo voy… No sé tu mamá.
—Sí, no se preocupen por mí, Fausto, mamá. Podemos hablar mañana.

Madre e hija recogieron la mesa. Andrea le pidió a Mariluz que lavara los platos. Ella comenzó a hacerlo sin decir una palabra. Al rato, Maurito lloró y Mariluz tuvo que ir a cuidarlo. Andrea terminó de lavar los platos.

El domingo todos se levantaron tarde. Maurito se despertó tres veces en la noche, pero Mariluz le dio su biberón y el bebé siguió durmiendo. El único baño de la casa estaba abarrotado esa mañana. Mariluz pasó mucho tiempo en el baño, donde, además de la higiene personal, se ocupó de hacer tres llamadas telefónicas y maquillarse como lo haría una artista de cine internacional.

Andrea tuvo que ir a tocar a la puerta del baño para que Mariluz saliera y cuidara al bebé, que ya estaba molesto. Quería su botella de media mañana.

—Hija, Maurito tiene hambre. Fausto fue a comprarnos el almuerzo. No está lejos, creo que volverá pronto. Ya puse café. Si quieres, te lo sirvo. Respóndeme, hija. Ah, debes de estar con el maldito teléfono. Bueno, sal tan pronto como puedas.

Mariluz salió del baño a la misma hora que llegó Fausto con el almuerzo. Al ver a Mariluz, Fausto preguntó:

—¿A dónde va esta chica? Vaya, pareces una modelo. Te ves genial. Pendejo, ¿cómo fue que te pegó? Más tarde haremos planes para ir mañana a la comisaría.
—Mamá, por favor, me dijiste que ibas a hablar con tu amor. ¿Qué pasó? Ya te dije que no voy a ir a ninguna comisaría. No insistan.

Antes de que Fausto o Andrea pudieran decir algo, se escuchó la bocina de un auto que había estacionado frente a la casa. Mariluz se disculpó y fue a ver quién era. Abrió la puerta e inmediatamente la cerró con un fuerte portazo que hizo que su madre protestara.

—Oye, oye, no des portazos, por favor. ¿Qué pasa, quién es?
—Ahí está el estúpido.
—Eso está bien —dijo Fausto—. Ahora va a pagar…
—No amor, espera, por favor. Si vuelve Mariluz con él otra vez, tú… ¿cómo vas a quedar?

Mariluz abrió las cortinas de la ventana de la parte frontal de la casa y comenzó a gritarle tonterías a Mauro, ordenándole que se fuera y gesticulando con brazos y manos.

Mauro se bajó del taxi de trabajo de su padre y quiso acercarse a Mariluz, pero ella cerró la ventana con tanta fuerza que terminó con la manija de la ventana en la mano.

Mauro regresaba a su vehículo cuando el auto negro con vidrios polarizados chocó con la defensa trasera del taxi, dándole un ligero golpe. Cinco personas se bajaron del auto: los tres que habían ido a ver a Mariluz la noche anterior y los dos coyotes del boliche.

—Te lo vamos a decir de una vez, cabrón. No te metas más con Mariluz o habrá consecuencias.

Mauro sacó una pistola y comenzó a disparar al grupo. Ellos también sacaron armas y en segundos aniquilaron a Mauro, que terminó muerto encima del cofre del taxi de su padre.

Los dos coyotes del club, los que muchas veces conversaban con Carlos, el dueño del boliche, rebuscaron en los bolsillos del pantalón del difunto hasta encontrar las llaves del taxi. Quitaron el cuerpo de Mauro del cofre y lo tiraron al suelo. Le ordenaron a Mariluz que subiera al taxi y los tres despegaron a toda velocidad.

Ya en camino…

—Oigan, ese no era el plan. No la arruinen. Él es el padre de mi hijo. Bueno, era.
—Mira, será mejor que te calles. Tenemos que abandonar la zona lo antes posible, antes de que establezcan puntos de control.
—Y ¿a dónde vamos?
—Hablaremos de eso en el camino. No puedo decírtelo ahora.

En menos de una hora habían salido del área metropolitana y se dirigían al norte por la carretera a Querétaro.

—Si te hubieras quedado ahí, te hubiera ido muy mal. Cuando llegara la policía, ibas a ser la primera que iban a levantar. Pero ya estás a salvo con nosotros. Ahora, a disfrutar de la vida.
—Vamos a regresar, ¿verdad? Dejé al bebé con mi mamá.
—Ay, muñeca…
—Escucha lo que te voy a decir porque no me gusta repetir: ahora eres nuestra y vas a hacer lo que te digamos. En este momento vamos a tu nuevo hogar y chamba. Volverás a ver a tu vieja amiga, la Rosa. Le pedí que te escribiera y le dije qué decir y qué no decir. ¿Te escribió?
—Sí, me escribió. Me dijo que ya estaba trabajando, que le pagaban en dólares y que se estaba divirtiendo.
—Ay, la Rosa. Me gusta que sea de esa manera. Tú también ganarás en dólares. Vamos a ir al setenta/treinta, para empezar. O sea, de las entradas de tus servicios, el setenta por ciento es para nosotros. ¿Entiendes?
—¿Cómo es eso de “tus servicios”?
—Muñeca, un bailecito con los clientes y servicios de cama. Eso es todo, ja, ja, ja.
—No la chinguen. Mejor déjenme aquí y veré cómo me defiendo.
Mija, no podemos hacer eso. Tenemos mucho dinero invertido en ti. ¿Crees que todo lo que consumías en el antro era cortesía de la casa, de Carlos el argentino? Nel, pagábamos la cuenta nosotros. Y vaya que te gusta tomar un buen trago, y seguido. Y a la hora de comer, parecía que no tenías hogar, bitch. ¡Tragas como una mula! Ahora bien, tenemos que cosechar, ¿o no, carnal?
—Seguro que switch, carnaval —respondió el que conducía.

Se acercaron a una caseta de peaje y vieron que junto a un camión de redilas estacionado contra el flujo de autos había un comando armado. Era un grupo paramilitar. Más de cerca, vieron como un comando, pistola en mano, sacaba de su vehículo a dos señores bien vestidos; parecían gente con dinero. Un tercer ocupante de ese vehículo último modelo, el conductor, fue llevado detrás de los comercios que rodeaban la periferia de la caseta de peaje.

Finalmente, uno de los integrantes del comando le hizo señas al taxi de don José para que avanzara.

El coyote conductor se acercó al individuo que le había hecho señas y le dijo:

—¿Qué pasa amigo? ¿Ya te han informado?
—Permíteme.

El comando activó su teléfono y contactó a alguien. Durante esos momentos no quitó los dedos índice y medio del gatillo de su ametralladora, ni la mirada de los ocupantes del taxi. Al escuchar algo, asintió, se acercó al taxi y dijo:

—El vehículo de cambio está a unos cuatro kilómetros de distancia. Verás un puente. El auto estará debajo de ese puente. Ya tienes el tanque lleno de gasolina. Avanza.

En unos tres kilómetros y medio, los coyotes encontraron su nuevo medio de transporte. Una camioneta tipo Suburban negra con placas de un estado fronterizo. En ese vehículo, más cómodo, Mariluz se tiró en el asiento trasero y se durmió.

Mientras tanto, los tres ocupantes del automóvil color negro con vidrios polarizados se movieron rápidamente por las calles y avenidas que conducían a la carretera de Puebla. Iban hacia el sur, a Veracruz.

Pero, después de pasar el Aeropuerto Internacional, ya sobre Ignacio Zaragoza, tres patrullas de la policía capitalina se acercaron al auto e hicieron que se detuviese. En cuestión de minutos, la policía arrestó a los ocupantes del automóvil, dos centroamericanos y un sudamericano. Al llegar al penal preventivo, el hondureño fue llevado directamente a la enfermería de la institución porque tenía una bala incrustada justo arriba de la rodilla y sangraba profusamente. Como era domingo, no había médico. Una enfermera le hizo un vendaje rápido, pero no le sacó la bala.

Frente a la casa de Andrea y Fausto había mucha gente. Alguien había cubierto el cuerpo de Mauro con una sábana blanca. Y dos agentes del servicio secreto estaban dentro de la casa interrogando a la pareja. El bebé estaba llorando.


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