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Por Camila R. H.

Puebla, México, 29 de enero de 2022 [03:17 GMT-5] (Neotraba)

La tela mullida de su manta invernal hace contacto con sus brazos desnudos y transmite una buena cantidad de calor. La pantalla encendida de su computadora es la única fuente de iluminación en toda la habitación, puede ser que en toda la casa.

Y una voz en la cabeza no deja de repetirle cada una de las cosas que debe hacer a esa hora en específico del día. O la tarde. En realidad, casi la noche. Metiéndose en medio de su vago objetivo por acabar esa serie ese mismo día. Simplemente porque no tiene ningún plan mejor.

Nunca tiene planes. Ese día tiene menos de la cantidad usual. Y, además, se las está ingeniando para procrastinar. Maravilloso.

Mueve la cabeza, reenfoca la mirada en los subtítulos, creyéndose bilingüe. Su cuello se queja todo el camino hasta la siguiente postura, la cual, para su desgracia, es igual de mala. Ni siquiera sabe cómo se las ingenió para encajar la longitud entera de su cuerpo en esa silla rechinante y con ruedas que se atascan en las juntas del piso.

Tampoco –por si hace falta– sabe por qué no se ha cambiado a su cama, no se ha cubierto con cobijas reales, ni le ha dado un merecido descanso a su atrofiada espalda de estudiante. Aunque podría arriesgarse a hacer una apuesta.

Si se mueve, entonces está reconociendo que puede moverse y, por lo tanto, que está procrastinando y su computadora no la mantiene atada de manos y pies al escritorio. Admitirlo es perder, ante sí misma mayormente, pero con eso le basta. Lleva aproximadamente dos horas (antes incluso del atardecer) sin escribir ni una palabra con su teclado luminoso. Es una vergüenza para el índice de productividad humano.

No ha leído ningún párrafo y, definitivamente, no ha aprendido ningún tiempo gramatical en francés. Se remueve sobre su miseria autoimpuesta, aferrando los puños al borde de la manta mientras su voluntad se despierta con la lentitud de un gato flojo a las cinco de la tarde.

Ella tiene un gato flojo con infinitas siestas programadas a las cinco de la tarde, todas las tardes. Por eso puede sentir el movimiento de su decisión efectuarse en medio de sus costillas, sobre el diafragma. Un impulso resonando en su interior con la frase “debo ponerme a hacer algo”, luego el chirriante sentimiento del movimiento brusco cuando sus pies vuelven a tocar el piso. Sus rodillas maldicen los malos tratos y su columna vertebral entera sufre un latigazo imperdonable.

Está a una lista de pendientes de terminar sus pendientes. Cosa de nada.

Ve la hora, los hombros le pesan como si la manta no estuviese hecha de materiales sintéticos y desea, muy silenciosamente, caer devuelta en su letargo nocturno. Desea demasiado para su propio bien.

Es una soñadora inevitable, o eso suele decir su madre en tono de reproche, quien en verdad lo considera una acción voluntaria. Qué disfrutable, ser atrapada en la vorágine de su imaginación un martes a las siete de la tarde. Cuando, obviamente, tiene una fila de espera tan larga como la de los bancos en quincena.

Un gato maúlla, tres perros ladran y otro par de minutos se le pasan inadvertidos.

Se descubre revisando la bandeja desierta de sus notificaciones. Sabe exactamente qué espera y también sabe qué tan improbable está su espera de ser satisfecha. Tras deshacerse de su calefacción central, suspirar y dudar con los dedos fríos sobre sus frases mediocres escritas, decide dos cosas.

Uno, lavar los trastes primero.

Dos, no enamorarse nunca más.


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