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Estado de México, 19 de enero de 2024 (Neotraba)

–¡Fiuuuuuut, fiuuuuuuuuut! –silba el árbitro y todos los miembros del equipo levantamos los brazos. No puedo contener la alegría ni las lágrimas. Es increíble ganar la copa del mundo en el Estadio Azteca: mi mamá en la tribuna, mi papá en el cielo –supongo–, todos gritando. Corro hacia el público buscándola, a mi madre, pero no la veo. Quiero mostrarle que acabo de meter el gol más grande, el gol de la vida–. ¡Fiuuuuuut, fiuuuuuuut! –suena el silbato de nuevo, más fuerte está vez. Luego unos golpes en la ventanilla.

Abro los ojos.

–¿Dónde estoy? –pregunto. Mis ojos contestan que no saben. No es el Estadio Azteca, definitivamente: he estado ahí varias veces, la tierra del campo no se levanta formando nubes que luego se solidifican en los dientes. Deposición se llama al proceso en el que un gas pasa al estado sólido sin pasar por el líquido. Eso lo leí hace años, cuando aprendía sobre los acabados de los relojes. Otros golpes en la ventanilla del carro interrumpen la introspección.

–Ya muévase, que va a empezar el partido– dice el de negro. Este mundo vulgar no permite el desarrollo del pensamiento, de la mente. Eso quisiera, intento decirle, pero tampoco puedo hablar. La saliva se siente espesa, pega los labios uno contra otro. Por el par de rendijas que pretende ser mi mirada, ahora puedo ver al sol que apenas se asoma en el horizonte sobre los árboles que se ven al fondo de la cancha de futbol. Hasta a él le cuesta trabajo levantarse. Esta vez interrumpe la escena un grupo de futbolistas mal vestidos, malcomidos, que se aproximan gritando, riendo a carcajadas. Supongo que les parece gracioso lo que gritan. Yo no oigo nada, más bien sí los oigo, pero no entiendo lo que dicen. El nazareno sigue haciendo señas de que salga del campo de juego al otro lado de la ventanilla. A algún idiota se le ocurrió poner una cancha de futbol sobre el paso vehicular. Mi mano busca la llave en la base del volante. No la encuentro.

–¿Es otro sueño? –me pregunto. No parece. El olor a alcohol transpirado por cada poro y la nube de dolor que flota sobre mí dan testimonio de que esta es la vida real. El aroma me recuerda una parte de mi infancia: los sábados en la mañana al brincar a la cama de mis papás. No entiendo cómo mi mamá podía dormir con ese hedor que emitía mi padre. Eso solo puede entenderse con el corazón. O con el sueño muy pesado, supongo.

Un grupo de futbolistas –al que no me atrevo a llamar equipo– ha llegado hasta mí. Golpean el cofre y el toldo del carro a manera de tambor; de inmediato el concierto se traslada al espacio entre mis sienes. Una batucada en medio del carnaval de Río con bailarinas de exóticos tocados y diminutos atuendos está a punto de expulsar el cerumen de mis orejas desde el interior. El instinto me hace buscar las llaves bajo el volante, otra vez sin suerte. Me revuelvo en el asiento, llevo mis manos a la alfombra. No están, solo una botella de vidrio, no sé cuántos tetrapacks y unos vasos de plástico. Me dispongo a buscar en la parte trasera, pero los deportistas de fin de semana lo impiden. Llaman mi atención para pedir explicación por el retraso del juego del hombre. Sé que puedo elaborar una muy buena si me dan tiempo. Me tardo más que ellos en entender que la explicación no servirá de nada, que será el músculo animal el que me saque de aquí: ocho burros de fuerza. Pongo la palanca en neutral y salgo por la línea de fondo. Hasta entonces descubro que he estado rondando el área chica por un período desconocido sin amenazar el arco rival. Nomás de cazagoles.

Ya fuera de la cancha paso mis manos por los cabellos; sigo sin saber qué hago aquí además de interferir en la justa deportiva. Busco algún letrero que me diga dónde estoy, pero no hay. De reojo puedo ver al número diez del uniforme escarlata aproximarse a la ventanilla después de un breve cónclave con dos de sus compañeros. Se peina los bigotes estilo Mario Bros en el camino y lanza una oferta irresistible:

–¿Qué tranza, mi buen, ¿no nos quieres hacer el paro? Nomás somos nueve.

Tal vez me siento culpable por retrasar el juego, o tal vez quiero demostrarme que todavía puedo jugar, el caso es que respondo con un decidido sí a pesar de mi incapacidad para enfocar. Abro la puerta con toda la intención de agregarme al juego de inmediato. El Mario Bros pambolero me mira resignado al ver que me cuesta descender del auto. Mis piernas están dormidas; de milagro no termino con la cara en el suelo. Mejor no canto victoria, todavía hay que comprobar la coordinación. Practico los estiramientos que aprendí en mis clases de educación física en la primaria. Son los únicos que recuerdo por ahora y que puedo hacer sin sentir que se me desgarran los músculos. Puedo jurar que se ven los calambres a través del pantalón. Me dispongo a jugar con mi uniforme de oficinista desaliñado. Mario Bros sonríe.

–Ven, acá te prestamos un uniforme y unos tacos. Eres como del ocho, ¿no?
La fina tierra de color amarillo del campo de futbol ya se ha pegado a mis zapatos, a mi pantalón y a mis dientes después de unos cuantos pasos. Mi reciente reclutador me hace señas para que voltee: dejé abierta la puerta del carro.

–No importa, igual no traigo las llaves –le respondo.

Se ríe de nuevo. Se reiría más si le digo que acabo de descubrir que no es mi carro.
–Yo decía porque le va a dar frío a la chica –aclara. Aunque no me aclara nada. No creo que le dé frío al carro. ¿Cuál chica?

Considero innecesario establecer una discusión sobre ese tema y sigo caminando mientras mi interlocutor me observa. El resto de mi nuevo equipo patea el balón formando un círculo amplio. La mayoría de ellos demuestra poca técnica, pero mucha confianza para compensar. El uniforme que me entrega un señor de cabello cano por completo es más bien un monstruo traído a la vida por el doctor Frankenstein: un short rojo remendado entre las piernas para conservar el carácter de caballeros, una playera roja de diseño indeterminado; el resto de mi equipo viste una mezcla de versiones del Bayern Munich, unas calcetas que fueron rojas hace mucho tiempo y unos tacos Adidas ya muy próximos a chilaquiles. Mala apariencia que planeo compensar con la clase que, recuerdo con convicción, me caracteriza.

Volteo una vez más a ver el vehículo del cual acabo de descender. No puedo recordar por qué traigo el carro de mi hermano, o más bien sí: desde el accidente, el mío sigue en el taller, supongo. Y supongo que sabe que lo traigo o ya me hubiera marcado. Lo que me hace recordar que no sé dónde está mi celular. No sé si lo haya hecho. Se acabó la tolerancia: el árbitro vuelve a pitar. La versión llanera del Bayern Munich se apresura a ocupar su lado de la cancha. Sergio, el señor canoso que me entregó el uniforme, me pregunta de qué juego mientras me visto. Volteo a ver al equipo.

–Delantero– le respondo de inmediato. Dice que voy arriba con el Chueco. A la distancia yo lo veo normal.

Estiro los brazos mientras me dirijo a la línea media, doy unos brincos, giro la cadera… finjo que caliento, pues. Mi mano arriba le indica al silbante que estoy listo para entrar; pido su anuencia. Dice que pase. Y ahí estoy: de vuelta en las canchas. Tres, cuatro, cinco pasos sobre la tierra que parece pinole levantan la nube a mi alrededor. Tengo la boca muy seca; espero que este sea un equipo llanero en forma y alguien traiga consigo un cartón de caguamas bien frías (la emoción al recibir el uniforme no me dejó revisar si había algún indicio). Por ahora debo mantener la atención en el balón, el cual se encuentra del otro lado del campo, cerca de nuestra portería. El equipo rival, del cual desconozco el nombre y hasta el uniforme (pues no se parece a nada que me resulte familiar) posee una mayor organización que aquel que me acaba de acoger. Quiero decir: no tiene técnica, ni fondo físico, pero funciona mejor que el nuestro y mantiene el control del balón en nuestra cancha, aunque sin poder anotar. No todavía.

Hago varios intentos para acercarme a la jugada sin éxito. Nuestra defensa se revuelve; convulsa y rupestre logra apartar el peligro del propio marco. Sus despejes no llegan ni a un tercio de cancha. A este ritmo solo voy a tocar el esférico en el saque de meta del segundo tiempo. Mi nula participación en el juego me permite el intento de recordar cómo y cuándo tomé el carro de mi hermano. Al terminar el primer tiempo voy a buscar el teléfono para buscar alguna pista, me digo. Mi mente está en blanco. Es extraño cómo puedo recordar ciertas cosas y otras no. Las más recientes son las que no recuerdo. En realidad, no sé qué tan reciente sea. Supongo que es domingo. El día se siente como un domingo. Estoy en un claro a la mitad de un cerro. Aunque las casas y los árboles no me permiten tener certeza de dónde estoy con precisión, entiendo que debe ser uno de los relieves que se levantan al oriente de la ciudad: el límite de Iztapalapa con Los Reyes. Tenía años que no venía por acá. El causante de la visita fue el Morsa, un compañero metalero de la secundaria al que fuimos a buscar porque dejó de asistir a clases de forma repentina. No lo encontramos. Recuerdo que ese día fue la primera vez que vi un muerto. Un anciano –no me constaba–, pero estaba convencido de que era un anciano, intentó cruzar la calle y terminó arrollado. La sangre se escurría por el pavimento desde su cabeza.

Qué frágil es la vida.

Quisiera que Julia lo entendiera.

Un balonazo inesperado brinca la línea contraria hacia la banda en la que estoy: es la oportunidad que estaba esperando. Ni siquiera lo pienso –mis piernas saben qué hacer–: dejo atrás al defensa, controlo el balón y entro en diagonal hacia la portería. Una vez enfrente del portero nada más hay que tocar hacia su palo más lejano; él ya perdió la noción del marco. El plan empezó bien: ya tenía la bola controlada, pero mi pie derecho se hundió en la superficie. Terminé rodando, cubriéndome del fino sustrato, emulando las milanesas sobre el pan molido. Me levanto, trato de sacudirme lo que puedo. A la otra, a la otra, dicen mis compañeros. Quiero creer que habrá otra.

–Notraesnada, notraesnada –me susurra el defensa al oído. O quizá sea yo mismo al jalar aire con desesperación. Como sea, sigo trotando para tomar la marca. El balón va hacia el portero. Sé que debo presionar, pero mis pulmones advierten que de hacerlo podrían salir volando. Ni hablar. Despeje. Ese portero sí le pega fuerte: pasa de la media cancha. Otra vez a ver cómo sufren mis compañeros para mantener el cero. Muchos saques de banda y tiros de esquina por fortuna mal ejecutados, igual que nuestros saques de meta. Si hubiera público ya estaría dormido al costado del campo o ya se habría ido a buscar el desayuno. Del otro lado el Chueco no corre con mejor suerte. A pesar de que a él sí le mandan pases, los tiene que disputar contra dos defensas. Ya se dieron cuenta que nuestro equipo prefiere jugar con él. Sigo sin entender por qué le dicen el Chueco.

Empiezo a pensar que debí poner a resguardo las cosas que dejé al ponerme el uniforme. La verdad es que tampoco recuerdo qué traigo en las bolsas del pantalón. ¡Qué desesperantes son las lagunas mentales!

Si no fuera por el futbol, es probable que ya habría intentado salir de este cerro. No sé si eso sea buena idea. Los gritos me separan de las reflexiones. ¡Tuya, tuya! Por alguna razón los gritos de los futbolistas siempre van en pares. El Chueco logra dejar atrás a los defensas antes de la media cancha. Su arranque es prodigioso. El zaguero que me estaba marcando busca alcanzarlo. Está muy lejos de él. Ahora voy corriendo solo. El campo se ve pequeño hasta que tienes que recorrerlo a toda velocidad. Mi compañero delantero no escapa a estos efectos: pierde velocidad al aproximarse al área grande. El defensa contrario está a punto de alcanzarlo, pero ya me vio cerrando la pinza por el manchón penal. El portero sale a achicar. El Chueco toca hacia el espacio en diagonal. Solo tengo que acelerar, pero por más que trato el aire no entra a mis pulmones, mis piernas se vuelven de hule. Sí llego, le voy a dar con todo. Aviento la pierna derecha. Abanico. El balón cruza toda la portería sin que pueda empujarlo hasta que sale por la línea final. Ya no hay gritos de aliento. Bueno, sí, para el portero contrario.

Mis compañeros guardan silencio. Este es más expresivo de lo que podrían haber sido sus reclamos. Quisiera justificarme, pero sé que mi argumento sería algo así como: “¿No ves que ni siquiera sé cómo llegué aquí, que a cada paso que doy descubro que mi cuerpo es débil, que estoy sudando frío desde hace cinco minutos, que estoy a punto de volver el estómago?” Sigo la misma ruta del balón: hasta el árbol más cercano. Entonces llega otro descubrimiento: no tuve alimentos sólidos el día anterior. Los jugos gástricos queman mi garganta, boca y nariz al salir con la fuerza de los mares, como diría Rafael. Parece que no terminará nunca.
¿Cómo logré tomar tanto?

Casi de manera sincrónica termina por fin el torrente de mis entrañas junto con el primer tiempo. Trato de deshacerme de los restos de vómito a base de escupir y expeler por la nariz, sin éxito. Temo levantar la cara y encontrarme con el equipo. Además de fallar el gol que nos pondría adelante en el marcador, hice el ridículo expulsando los intestinos. Levanto la cara tan lento como puedo. No hay nadie. Todos se reúnen en torno a sus mochilas, del otro lado del campo. Me siento aliviado y afligido a la vez. Tal vez sea mejor disculparme y dejar el juego. No estoy seguro de poder hacer otro sprint. Me tiemblan las rodillas. Al alcanzar a mi equipo, la mayoría de ellos sostiene una cerveza en su mano. Nada más de verlos siento náuseas de nuevo. De cualquier forma, no me ofrecen. Ni siquiera me dirigen la mirada. Voy a ver si en el carro queda algo para tomar. Al darse cuenta de que voy hacia allá, uno de ellos me advierte:

—Sí, dale una vuelta a tu chava, acaba de despertar y no se ve contenta.

Los demás ríen. No sé de qué hablan. Ya con el sol en pleno distingo una silueta a través de la ventanilla. Una mujer desenreda su cabello. ¿Quién es? Otra vez no recuerdo. Volteo a ver a los miembros del equipo. Uno de ellos me hace la seña de que me van a pegar. Seguro Julia se enojará cuando se entere que estuve con una desconocida ¿toda la noche? De por sí no quiere verme. Se abre la puerta trasera detrás del piloto. Baja una mujer de unos treinta y cinco años. Muy morena, bajita, con ropa de mal gusto para mi gusto: un vestido de licra en un color que no puedo definir si es rosa o anaranjado fosforescente; un suéter tejido negro y zapatos flats, muy baratos. Quiero pensar que no la recogí sobre Tlalpan, pero la evidencia sugiere que sí. Nunca lo había hecho. Camina hacia mí, pronuncia algo en un idioma que no puedo entender. Lo repite. Sacudo mi oreja izquierda con la sospecha de que se me taparon los oídos al vomitar, aunque sí escuché a mis compañeros. No sé si repite lo mismo; ahora se ve molesta mientras extiende su mano, exigiendo.

Busco la cartera en mis bolsillos inexistentes. Le hago señas de que no traigo. Estoy seguro de que si se lo digo no me va a entender. Me da un manazo en el brazo izquierdo; pega fuerte para ser tan pequeña. Señalo en dirección a dónde dejé mi ropa. De inmediato se va sobre ella. Revisa mis bolsillos. Ella sí la encuentra. La revuelve. Sustrae un billete. Son doscientos pesos. Enojada grita y me muestra los cuatro dedos de su mano. Está furiosa. Sigue buscando en los bolsillos. Encuentra algo y me lo avienta a la cara. Apenas puedo esquivar el proyectil. Es la llave del carro. Frustrada revisa el resto de mi ropa, toma mi camisa y se va. Todos ríen a mis espaldas. Ahora más que nunca siento que debo entrar al auto. Luce exactamente como lo que es: el carro de un briago. Siento pena por mí mismo. Se equivocan las farmacéuticas: los borrachos no necesitamos un remedio para quitar la cruda, necesitamos uno para quitar la vergüenza. Junto a los vasos, las botellas, un par de condones –al menos usé condón–, restos de frituras, saco los tapetes para sacudirlos. Ahí está mi teléfono. No tiene pila. Enciendo el carro. Ahí está el rugido del motor. Conecto el celular al puerto USB. Tarda unos segundos en marcar la carga. Aparecen las barras verdes; es cuestión de unos minutos. Escucho el silbatazo que reanuda el juego. Mario Bros viene a preguntarme si voy a entrar. El celular sigue marcando cero por ciento de batería. Total, de todas maneras no me queda más que esperar. El mareo al ponerme de pie me recuerda que no estoy en condiciones.

–¡Hey! –le digo a Mario Bros para preguntarle si no quiere que me ponga de portero. Me ve con cara de que estoy tan imbécil que ni siquiera noto que sería peor para ellos.

–No, gracias ahí adelante estás bien –dice, sin preocuparse por contener la risa. Voy con toda la intención de reanudar el esfuerzo. Los primeros minutos me advierten con urgencia de mi error. Me laten las sienes. Cada silbido me perfora los parietales. ¿Y si me pasa algo? Nadie sabe dónde estoy. Saldría corriendo si mis piernas tuvieran esa capacidad. Lo correcto sería salir por la banda más próxima y rodear el campo. Dudo que la FIFA me multe por la falta de fair play. Cruzo entonces el ancho de la cancha, sin el menor pudor. Sergio, el señor de cabello canoso, me ataja para recordarme que le regrese su Frankestein. Tiene razón: ese monstruo es su monstruo. Me quito la playera al instante y se la doy a don Sergio Cano (si no se llama así, debería). Le pido unos momentos para despojarme del resto. Me siento sobre un tronco, dando la cara al juego, una vez más trabado en nuestro campo. Ese partido se parece a mí: no tiene futuro. Apresuro el cambio de ropa. Me cuesta trabajo deshacer los nudos de las agujetas, debo poner toda mi atención en ello.

–¡Goooool! –gritan don Cano y todos sus canitos, como acabo de bautizarlos.

El Chueco viene corriendo a celebrar con él. Don Cano está parado a mi lado, por lo que puedo ver de cerca, en la cara del goleador, las secuelas de una apoplejía. Sonríe con la mitad del rostro. Mis risas explotan sin importar el dolor de cabeza. Me doy cuenta de que estoy aplaudiendo de manera involuntaria. La pareja que se funde en un abrazo dirige su mirada hacia mí. Están tan contentos que vienen a abrazarme también. Festejamos juntos hasta que el árbitro, apoyado por su silbato, índica que es suficiente.

Regreso al carro. El celular ya marca doce por ciento de batería. Presiono el botón de encendido. Sí, ya sé a qué compañía pertenece mi plan, pero ahora me urge que encienda mi teléfono. Pantalla negra. Cuando por fin reacciona, las notificaciones llegan en cascada. Treinta y dos llamadas perdidas, muchas de números desconocidos, otras de mi hermano, otras de amigos, más una lista muy larga de conversaciones de WhatsApp sin responder. Por ahora la que más me interesa es la de Julia. “¿Dónde estás?”, “¿Dónde carajo estás?”, dicen los primeros diez mensajes. Ahora veo cuánto tiempo llevo fuera. Unas dos semanas, más o menos. Un día después de que atropellé a una familia –¿una mujer, un hombre, dos niños?–, de que llevé mi carro al taller y le pedí las llaves del suyo a mi hermano. Con la idea de no volver.


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