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Por Clara García Sáenz

Cerritos, San Luis Potosí, 12 de agosto de 2023 [00:10 GMT-6] (Neotraba)

Clara García Sáenz (Ciudad del Maíz, San Luis Potosí, 1970) entrega un cuento de umbrales fantásticos en un hospital donde se conectan el presente y el pasado, la vida y el Más Allá. Actualmente, García reside en Ciudad Victoria (Tamaulipas) y es doctora en Ciencias Sociales. Ha colaborado desde muy joven en distintos periódicos y revistas, tiene dos libros publicados y mantiene desde hace 20 años la columna “Rutinas y Quimeras” que aparece en distintos periódicos de Tamaulipas. “Fata Morgana” es el cuento ganador en el Primer Concurso Regional de Cuento de Cafebrería Ítaca, que se organizó para difundir y premiar relatos escritos en la Zona Media de San Luis Potosí. El jurado fue integrado por Elma Correa, Gabriela Nájera y Óscar Alarcón. Siguiendo las bases del concurso, los textos ganadores son publicados en Neotraba.

Los escuchaba después de las nueve de la noche; cuando el hospital estaba en calma, las visitas se habían ido, los pacientes tomado sus medicamentos y las enfermeras abandonado su puesto de control. Entonces, empezaban a conversar. Por más que me esforzaba, no entendía una sola palabra; mi talento de políglota no ayudaba para eso; no me sugería nada que pudiera parecerse algún idioma conocido, ni el sonido me era familiar.

No entender nada me producía mucha angustia; yo que sabía más de cuatro idiomas ahora no sabía lo que hablaban. De día todos se comunicaban en español, ya sea entre ellos o cuando se dirigían a los pacientes y familiares. Pero después de las nueve de la noche, cuando el silencio se apoderaba del hospital, se empezaban a escuchar a lo lejos las conversaciones en esa lengua extraña, incluso había días en que yo fingía estar dormido cuando estaban cerca, si entraban a la habitación y me veían despierto cambiaban al español su conversación.

No saber que pasaba me producía mucha angustia, tanta, que una noche me arrastré como pude hasta la silla de ruedas y en silencio recorrí los pasillos solitarios. Avancé hasta donde se escuchaban las voces, los vi por los entresijos de la puerta del comedor que charlaban en su lengua y muy animados comían exóticos alimentos, no era ni carne, ni pescado, ni verduras, ni cosa parecida. Vi, además de médicos y enfermeras del hospital, a otras personas que no conocía, su aspecto era hindú, en la pared del comedor pude ver una gran pantalla donde se apreciaba un mapa, un gran mapa cuyo único lugar distinguible era el Golfo de México, lo demás era una especie de islas donde el continente indoeuropeo estaba casi borrado, se leía en la parte de abajo Fata Morgana.

Permanecí largo rato observado, hasta que terminaron de comer y sacaron una gran charola humeante de la cocina. Entonces todos se pusieron en silencio, se tomaron de las manos y cerraron los ojos, en ese momento la atmósfera del comedor estaba invadida por el humo que despedía un aroma nunca antes conocido por mí, pero era agradable, muy agradable. El humo poco a poco me impidió la visibilidad dentro del comedor.

Desperté en mi cama al siguiente día, sorprendido. Posiblemente había perdido la conciencia con el aroma que aspiré la noche anterior; no lo sé, pero me sentía reconfortado, nada me dolía, tenía la sensación de bienestar que hace más de 40 años no experimentaba en mi cuerpo, cuando dormía profundamente y me despertaba al día siguiente descansado. Nada me dolía, me sentía sano.

El temor se apoderó de mí, seguramente había perdido la conciencia, seguramente ellos me encontraron inconsciente y se dieron cuenta que los había descubierto; pensé que tal vez ahora me matarían para que no se lo contara a nadie. Pero ¿y si ya estaba muerto y por eso no me dolía nada? o quizá ya estaba muerto desde antes y eso que había visto pertenecía ya al inframundo.

Todos esos pensamientos empezaron a provocarme una angustia mayor, había además un profundo silencio en el hospital y eso me parecía sospechoso; sí, seguramente yo ya estaba muerto y no me daba cuenta. Toqué el timbre de auxilio para cerciorarme de mi nuevo estado, la muerte no me preocupaba demasiado, me sentía tan bien, que me empezaba a gustar estar muerto. El susto que me pegó la enfermera cuando abrió la puerta intempestivamente hasta hacerme saltar de la cama me hizo comprobar que estaba vivo.

Le dije entusiasmado que me sentía muy bien, como de 40 años, ella sonrió y me dijo en un tono que me pareció sospechoso: “entonces durmió bien”. Quise apresurarme para platicarle lo que había visto la noche anterior, decirle que lo sabía todo, hacerle preguntas que no podría evadir, pero antes de empezar me preguntó “¿qué soñó?” Me percaté de que sin importar lo que yo le dijera, me contestaría que fue un sueño. Me sentí desalentado, frustrado, en ese momento me di cuenta de mi condición miserable, ahí solo era un pobre viejo de 80 años, enfermo, senil, al borde de la muerte.

Aunque físicamente me sintiera con la salud y fortaleza de 40 años, eso no importaba, yo ahí estaba muriendo, nulificado por una sociedad que creía que ser viejo era igual a ser tonto. Recordé mi vida, cuando tenía 40 años, un experto en artes y ciencias con varios grados doctorales, todos me escuchaban y celebraban mis afirmaciones, intuiciones, preguntas y hasta mis mentiras, todo mundo las aplaudía, las festejaba, las replicaba. Pero ahora eso no importaba ya, ahora solo era un viejo condenado a muerte por una enfermedad terminal.

Así que esperé a que vinieran mis amigos de la academia de ciencias que cada semana me visitaban para contarme cómo iban las cosas en el mundillo universitario, algunas novedades científicas, algunos chismes profesionales. Pero cuando les platiqué lo que había visto y oído, todos guardaron silencio, un silencio incómodo, se voltearon a ver unos a otros; sí, me di cuenta; todos estaban pensado en que estaba ya muy deteriorado mentalmente, senil, loco. No insistí, hacerlo hubiera sido peor, así que dejé correr el momento, hasta que alguno se puso de pie y dijo que era hora de irse. Lo entendí y supuse que sus visitas serían cada vez más escasas, pero me equivoqué; nunca volvieron a visitarme.

Lo intenté después con mi mujer, le conté todo y solo me vio con ternura, con mis hijos sucedió lo mismo, entonces ya cansado y derrotado decidí guardar silencio; porque me sentí en un manicomio donde el loco es el único que cree estar convencido de que es cuerdo.

Sin embargo, noté que al paso de los días me habían dejado de suministrar la gran cantidad de medicamentos que tomaba a todas horas, la comida dejó de ser frugal y empezó a ser más abundante; yo me sentía en perfecto estado de salud y el cuerpo médico cuando hacía la rutina de visitas diarias apenas sí me revisaba, ya no charlaban conmigo, me veían con cierto recelo, no me preguntaban nada y me contestaban con monosílabos. Yo sabía que estaban molestos porque los había descubierto, la angustia volvía a mí y pensaba en el loco que se siente cuerdo. Especulé sobre el medicamento, si no me lo daban era porque estaba curado o bien porque me querían matar lo más pronto posible.

Tenía una tableta electrónica que mi familia llevó desde que me internaron y pocas veces la usaba por el mal estado en que llegué cuando me ingresaron. Hice algunas búsquedas sin saber qué buscar, quería respuestas, una explicación a lo que había visto y oído. Empecé a navegar por los periódicos del día y encontré una nota muy rara “Fata Morgana, la ciudad espejo”. Leí por curiosidad, decía que era un fenómeno que se da en el mar donde algunos navegantes que están cerca de las costas pueden ver en el horizonte marino ciudades flotantes, sin embargo, es una ilusión óptica que hace que la luz refleje las ciudades cercanas al mar. Pero que, sin embargo, hay personas que aseguran que éstas si existen y están habitadas, sólo que aparecen y desaparecen sin ninguna explicación ante los ojos de quienes las descubren, no se puede llegar a ellas y quienes lo han logrado nunca regresan.

“Fata Morgana”, me dije en voz baja. Recordé el mapa del comedor, sentí impulsos de regresar a él, aunque me sentía bien, mi condición de cama de tantos días no me permitía mantenerme en pie por lo débil de las piernas, y desde el día del incidente, la silla de ruedas ya no estaba en mi cuarto y sólo la traían cuando quería salir a dar una vuelta.

Reclamé la silla para salir al jardín, al pasar cerca del comedor fingí sofoco y le pedí a la enfermera me trajera un vaso de agua, me acerqué a la puerta mientras ella se alejaba rápidamente y me asomé para ver la gran pantalla donde yo estaba seguro haber leído “Fata Morgana”. Para mi sorpresa en lugar de la pantalla con el mapa encontré un gran espejo que reflejaba la pared de enfrente donde había un cuadro con una ciudad sobre el mar, me estremecí y entonces el sofoco fue verdadero.

Ya en el jardín las ideas me daban vuelta; empecé a hilar todo en una historia coherente, finalmente sabía de dónde venían estas personas, pensé en su misión de curar enfermos, todo cobraba lógica, sin embargo, no dejaba de ser una historia fantástica, sin sustento científico. Pensé en mi condición, nadie me creería, me volverían a ver senil, enfermo terminal, loco que se cree cuerdo.

Pasé toda la tarde viendo el estanque, los patos que entraban y salían de él, como islas flotantes; aunque toda mi vida busqué explicaciones científicas y racionales a las cosas, asumiendo como verdadero solo aquello que se puede comprobar, postura que me alejó de toda creencia religiosa, recordé, en la somnolencia de la tarde, aquel pasaje bíblico que escuché cuando siendo adolescente acompañaba a mi madre al templo.

Era algo sobre que la verdad no siempre se explica con cosas reales, que existen cosas que no se explican con los ojos del mundo; le pedí a la enfermera una Biblia y busqué la Carta de San Pablo a los Corintios: “que nadie se engañe: si alguno se tiene así mismo por sabio según los criterios de este mundo, que se haga ignorante, para llegar a ser verdaderamente sabio, Dios hace que los sabios caigan en la trampa de su propia astucia” estas palabras parecían la respuesta, una revelación que llegaba a mí, Fata Morgana sí existía, eran las islas flotantes, pero para los hombres solo eran un espejismo.

Cerré la Biblia y comencé a creer que ese lugar o esos lugares, las islas flotantes, eran tal vez un mundo mejor al que habitábamos, saludable, limpio, perfecto como paraísos terrenales, me detuve en mis pensamientos, me repugnó la idea, “¡eso no existe!”, me dije en voz alta para convencerme. A estas alturas de mi vida no podía darme esa libertad de ideas, cuando había dedicado una vida a lo racional, desechando todas las ideas religiosas, las había hasta perseguido; ahora parecía estar al borde del abismo, retornar al origen, buscar en mis enseñanzas religiosas de la adolescencia explicaciones para entender este mundo extraño que se había revelado ante mis ojos.

Pero, estaba también en el límite, porque ese mundo racional no me creía, me veía con desprecio, con lástima, con pena. Me sentía agotado de la vida, de las cosas, de mis triunfos, ¿y si todo había sido un engaño? ¿Una ilusión, un reflejo de las vanidades humanas?

Por primera vez me sentí cansado de vivir, de soportar el mundo. La enfermera se me acercó para llevarme a mi habitación, la vi y le dije, “Fata Morgana”, entre sorprendida y asustada me dijo ¿cómo dice? Tomé su brazo, lo apreté fuertemente y le ordené: “quiero ir a Fata Morgana, lléveme”.

Hoy cerraron mi habitación y han echado una sábana encima de mi cuerpo, lo he podido ver todo mientras plácidamente navego en el mar, muy cerca ya de la ciudad flotante y me preparo para desembarcar en ella.


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