¿Te gustó? ¡Comparte!

Por Juan Rivas

Puebla, México, 13 de octubre de 2023 (Neotraba)

Suele decirse que millenials, centennials y Gen Z son generaciones un tanto cínicas, antipáticas y hasta nihilistas, en el sentido de que no tienen el mismo arraigo que sus padres hacia el matrimonio, la familia y otras instituciones. Yo digo que no se trata de cinismo o apatía; ni siquiera de amargura o desilusión (reacciones por demás naturales ante el cambio tan drástico de calidad y estilo de vida en el México de hace medio siglo y el de la actualidad).

Un meme que circula en Facebook, la red social que cada vez usamos más los viejos (gente más cerca de los 50 que de los 20) dice algo en el tenor de “pertenecemos a la generación que no enmarcó su título [universitario, esto es], y en cambio lo tiene arrumbado en alguna caja”. Yo, como los miles de personas que interactuaron con la publicación, me hallo en el mismo caso. Cualquiera preguntaría: ¿a qué se debe esta indiferencia? A lo que yo replicaría: ¿tiene usted idea de cuánto cuesta enmarcar un título? Probablemente, para muchos profesionistas con licenciatura o hasta maestría, equivale a una semana de sueldo. No es entonces desencanto ni soberbia, sino pobreza, lo que padecen estas generaciones.

¿Pero cómo no atesorar un título universitario, si a la mayoría nos ha costado penurias, esfuerzos y desgastes? A primera instancia no parece tener mucho sentido, especialmente cuando nos presentaron la posesión de dicho grado académico nada menos que como la llave del éxito, la garantía de una vida digna cuando no holgada ni lujosa. Y probablemente de ahí surge el problema.

En su novela ¡Pantaletas!, Armando Ramírez presenta la historia de un joven enamoradizo y optimista que cuenta su vida en los entornos urbanos característicos del autor: las vecindades, los tianguis, las estaciones del metro y escuelas públicas. El protagonista es Maciosare Bartolache. En su nombre los padres han depositado un fervor nacionalista que raya en lo ridículo (viene de la estrofa del Himno Nacional mexicano, que inicia con el verso “mas si osare un extraño enemigo”). La madre de Maciosare está obsesionada con la educación de su hijo, idea que le ha vendido la retórica presidencial del período histórico conocido como el “Milagro mexicano”. Esa lejana y etérea meta que su madre le impuso desde la infancia es sinónimo de éxito en la vida, de bienestar económico y, por tanto, de felicidad. El mismo autor material e intelectual de la engañifa, es decir el gobierno, traiciona a Maciosare por partida doble. Cuando consigue titularse como licenciado en Sociología en la UNAM, luego de trabajar varios meses para el INEGI, no recibe un solo pago. De ahí que deba mantenerse y ayudar a su madre vendiendo pantaletas en la calle.

Casos como el de Maciosare hay muchos. No es casualidad que el punto de quiebre tanto en la vida del personaje como en la realidad social y económica de México se dé en la década de los 80, con el surgimiento del neoliberalismo, que trastorna la esfera educativa con una lógica capitalista, explotadora y competitiva.

Es común que la gente esgrima contra los estudiantes de humanidades el argumento de la poca o nula practicidad, utilidad y éxito financiero inherentes a la disciplina que elegimos (quién te manda, zopilote, salir al campo a volar). Pero la precariedad económica tiene cada vez mayor alcance necrótico en el tejido social, afecta por igual a médicos, maestros o conductores de Uber y otras trasnacionales que no ofrecen prestaciones ni seguridad laboral.

Para la mala suerte de muchos humanistas, historiadores, filósofos, sociólogos y literatos, cuando terminamos nuestras respectivas licenciaturas tenemos en nuestros horizontes más o menos los mismos caminos: la docencia, la investigación o la vagancia.

Particularmente en la ciudad de Puebla se ha dado durante los últimos veinte años una proliferación de escuelas en todos los niveles educativos. Muchas prepas y universidades patito se precian de ser casas de estudio y centros de investigación cuando, en realidad, tienen academias escuálidas compuestas por licenciados sobreexplotados que leen con desgano uno tras otro dizque trabajo académico, plagiado total o parcialmente de internet, para aprobar sí o sí al alumno porque éste está pagando mensualmente una colegiatura de la que le toca al maestro menos del cinco por ciento (de esos cálculos que no lo dejan a uno dormir durante la madrugada de un domingo cualquiera).

La base clientelar de estos mercachifles de la educación son los miles de estudiantes rechazados de las universidades públicas. Aspirantes a las mieles del mundo profesional, muchas veces trabajando y estudiando, se desviven por conseguir ese tan codiciado logro de papel que terminará arrumbado en alguna caja.


¿Te gustó? ¡Comparte!