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Por Juan Antonio Paredes Flores

Tlaxcala, Tlaxcala, 12 de febrero de 2021 [00:02 GMT-5] (Neotraba)

Ya dije la verdad. Ya dije la verdad. Se repetía.

Pascual Capilla estaba conectado al polígrafo. No había mentido sobre las muertes de todas las mujeres con las que copuló. Interrogatorio tras interrogatorio, había dicho lo mismo, sin cambiar los hechos. Sentado en el sillón, con los cables aprisionándole los dedos de las manos, el estómago y las sienes. Con la cámara mirando todos sus movimientos; empezó a sudar como en su infancia. El cuerpo de Pascual no manifestaba temor. Sus pensamientos se concentraron en la verdad.

Un silbido viene arrastrado por la fuerza del viento. Aunque este viento es manipulado por la acechanza de la cincuate.

El silbido muy tenue al principio, entra a la casa por la puerta abierta, arrulla a la mujer que amamanta al infante; su prominente seno moreno con el pezón más oscuro que el resto de la piel, parece ahogar la respiración del infante que succiona en grandes suspiros. Los ojos de ella se cierran con ese viento tibio de finales de julio, con el silbido cada vez más susurrante de la cincuate que aún no se deja ver.

Desde la milpa que circunda la casa construida con madera y lodo, una espiga con jilote se menea al ritmo cálido del viento; el sol cae y evapora la humedad del ambiente que adormila con su avance, traspasa por los huecos de las paredes, luego invisible, entra junto con el silbido por la puerta abierta y envuelve a la mujer dentro de la casa. 

La cincuate está en esa espiga de la milpa que se sigue meneando; deja escapar su silbido más y más fuerte, el viento también aumenta. El sueño vence a la mujer que amamanta. El infante sigue succionando del pezón, sus ojos no caen en el encanto de la cincuate que ha dormido a la madre. Todo el campo de milpas se revuelve con el fuerte viento que de pronto invade alrededor de la casa, como una amenaza de tormenta muy próxima; sin nubes, con el sol cayendo sobre el sembrado de milpas verdes llenas de jilotes.

La cincuate sabe que la mujer ya duerme, mientras el infante se sigue amamantando del seno que cuelga abandonado por la conciencia apagada de la madre. El viento se calma, sólo queda el ambiente del sol de las tres de la tarde. Entre las sombras zigzagueantes de las milpas, sobre la tierra, se confunde la cincuate que ha bajado de la espiga y se arrastra a la entrada de la casa. Su avance es rápido, acostumbrada a subir y bajar las montañas que forman los surcos de tierra donde las milpas verdes brillan intensamente.

Dentro de la casa, en una silla pequeña, la mujer dormida tiene a su infante envuelto en el reboso, él se sigue amamantando y mira el vacío. La cincuate va hacia la silla y trepa suavemente por la espalda de la madre; se desliza sobre su hombro. Durante el avance nunca deja de silbar, llevando a la mujer al estado más profundo del sueño. Antes de continuar, se aproxima al oído de la madre y la cincuate cesa su silbido. El encanto está consumado.

Ahora se desliza hacia el seno donde el infante se amamanta solo. Con movimientos suaves aparta al hijo y la cincuate se pega al pezón de la madre, envolviendo con el cuerpo al infante y antes de que éste suelte el llanto despojado del alimento, da la cola a la boca del hijo que ya busca succionar. Con esa modorra de la casa, en medio de un campo de milpa al empezar la tarde, la serpiente cae en el encanto de la leche materna que succiona del seno moreno y no escucha la entrada del hombre que llega.

Con toda la fuerza de su mano tosca, el padre agarra la cabeza de la cincuate. Al sentir la presión en la cabeza, la cincuate se suelta del pezón y se agita violentamente; el pequeño hijo rompe en llanto y la madre despierta del letargo. Ve a su esposo apretando la cabeza de la serpiente y a su hijo llorando despojado de su seno. La mujer sabe que ha sufrido el encanto de la cincuate.

El hombre sale de la casa llevando en sus manos a la serpiente. En el espacio terroso que separa a la casa del sembradío de milpa, el padre toma el machete y coloca a la cincuate en la tierra sin soltarla de la cabeza; con el enojo humano más profundo, deja caer el filo del machete cortando el cuerpo de la serpiente en varios pedazos.

Pascual Capilla se sentaba en un banco de madera, igual que sus padres. Su abuela hincada en el piso de tierra de la cocina, extendía su falda alrededor, lo que hacía parecer que siempre llevaba más de una. La abuela repartía la sopa en platos de barro y un pedazo de cecina a cada uno “para engañar a su taco” les decía. Mientras comían iban desgranando las mazorcas y su abuela platicaba.

Había que cuidarse de las gallinas que empezaban a dar de vueltas cuando todos estaban ahí sentados en los bancos para desgranar y comer, porque estaban “hambrientas como perros” también les decía su abuela.

Entonces, Pascual le preguntaba a la abuela cómo fue que su papá había cercenado a una cincuate en pedazos. Esto ya lo había oído muchas veces, sin embargo, escuchar la historia le causaba un desorden interior que no podía entender, ni explicar. Era un sentimiento que se alojaba en su estómago e iba bajando hasta sus testículos. A Pascual le gustaba escuchar y pensar en el poder del silbido de la cincuate.

Volvió a contar la misma historia; al terminar de desgranar su abuela miró a Pascual y Pascual Capilla escuchó lo que no sabía: su mamá había sido encantada por la cincuate para amamantarse con la leche que era para él, mientras él succionaba la cola de la serpiente. Una gallina colorada arrebató el pedazo de cecina que Pascual Capilla tenía en la mano, volteó a ver a la gallina como corría más allá de medio patio. Mientras pensaba en ese silbido tan poderoso y sentía una opresión en el estómago.

Sus padres nunca le habían hablado de eso que les pasó; desde que lo supo, Pascual los miraba mucho, los espiaba; solo para descubrir que eran personas sin nada que decir. Solos, no se comunicaban sus pensamientos, sus sentires. Eran personas sin manifestaciones entre ellos. Por eso, Pascual Capilla encontró placer al separarse de su casa, al salir y andar por los caminos que en algún momento tuvo prohibidos.

El enorme capulín que siempre había estado a un lado de su casa fue el primer refugio, sin saberlo; porque Pascual no tenía explicación para lo que hacía, se dejaba llevar por las sensaciones de su cuerpo. Iba creciendo y almacenando todo en el silencio.

Antes de salir, con mucho cuidado se acercaba a la canasta de su abuela, sacaba tres jitomates, uno que ya estuviera maduro y los otros que fueran verdes; lo hacía cuando ella se quedaba dormida luego de tomar su pulque. Del frasco con sal vaciaba en una hoja de cuaderno un puño suficiente para rociar y comer los jitomates, y salía de su casa. Trepaba lo más alto posible al capulín, donde nadie lo viera. Escondido entre las hojas se quedaba para pensar, viendo el campo barbechado y la gente que habitaba las dos casas más próximas. Desde ahí observaba los movimientos de dos mujeres haciendo trabajos de la casa, se hablaban entre ellas. La distancia le gustaba a Pascual, no importaba desconocer lo que decían esas mujeres. Luego comía el jitomate más maduro que rociaba con mucha sal y esperaba que empezara a oscurecer. La madre, cuando se acordaba de Pascual, daba vueltas a la casa buscándolo y él la miraba por los huecos de las hojas del capulín; no lo llamaba, nada más daba toda la vuelta a la casa, y antes de entrar se quedaba parada mirando la extensión del despoblado.

Al bajar lo recibía la tierra caliente que sentía con los pies descalzos, era un niño que sudaba mucho, al menor esfuerzo le escurrían por la frente hilos de agua, por eso prefería andar sin zapatos. Los labios se le resecaban tan pronto como le escurría el sudor. El agua de los cantaros no le quitaba la sed.

Pascual entonces comenzó a espiar a un tlachiquero que pasaba bajo el capulín, a quien seguía hasta el maguey; Pascual esperaba escondido a que el tlachiquero se fuera para robar el aguamiel; esa agua dulcísima le quitaba la sed.

En esas visitas al maguey, de regreso, en los días de marzo cuando se prepara la tierra para sembrar la milpa; sobre los surcos, Pascual vio el movimiento ondulante de una cincuate que avanzaba a su encuentro. Ninguno previno estar así de cerca; sin ninguna arma, sin ningún encanto de por medio para dominar sobre el otro. La serpiente se quedó quieta. Pascual empezó a caminar hacía un lado. Levantando un poco la cabeza de la tierra suelta, la cincuate venteaba siguiendo el movimiento de Pascual. Él no llevaba nada con que golpearla y sus manos empezaron a sudar. Quería recordar lo que sintió cuando este animal había encantado a su madre para mamar de su leche, y tener el odio suficiente para cortarla en pedazos como su padre lo hizo. Aunque lo hiciera con las manos, o a mordidas; o azotándola contra las piedras. Necesitaba ese odio. Pero Pascual sólo se llenó del mismo sentimiento inexplicable que se alojaba en su estómago, que le bajaba hasta los testículos.

Los ojos de la cincuate no se veían parpadear, Pascual escurría de sudor por la cara. El cuerpo de la serpiente se irguió de la tierra casi a la mitad. Pascual sabía que el poder no estaba en el veneno de la mordida, el poder lo tenía en el silbido de la lengua bífida; se tapó los oídos cuando empezó a escuchar esa música suave, sintió el aire arrastrado por el silbido que envolvía su sudor.

Al despertar, Pascual Capilla vio que había oscurecido. Recordaba muy poco el encuentro con la cincuate. Se sentía vacío, sin la opresión en el estómago. Sobre la tierra suelta del campo, viendo algunas estrellas brillar, sintió una humedad en la entre pierna y una calma en todo el cuerpo. Sabía que estaba bien. El sentimiento de inquietud que tenía en su cuerpo días antes, ya no estaba. Se levantó despacio, no sentía frío; apenas un recuerdo parecido al sueño le hizo tocarse entre el estómago y el pene.

En cambio, dentro de su casa, con sus padres y a su abuela; Pascual no encontraba un lugar para estar bien. Todos los días se sentía así. Y otra vez más tenía una molestia entre el estómago y los testículos, como si estuviera muy lleno; se tenía que sobar y su abuela se dio cuenta, lo que le incomodó más. No le dolía. Era una ansiedad por salir y buscar.

Alrededor de su casa, la milpa ya había crecido lo suficiente para ocultarlo mientras caminaba hacía el maguey donde robaba el aguamiel. No subió al capulín para espiar al tlachiquero. Esperó acostado en la tierra, entre las milpas, a que se formara el lago dentro del maguey para beberlo.

Pensaba en la extraña sensación del vientre, sin dolor; pero que lo tenía inquieto. Metió las manos entre el pantalón para sentir el lugar exacto dónde estaba aquello que no lo dejaba, presionó su vientre y sintió que necesitaba expulsar esa ansiedad. Escuchó cómo las hojas verdes de las milpas empezaron a moverse por encima de su cuerpo tendido entre los surcos, el aire apenas se veía en el roce de esas hojas filosas del maíz. Sus manos sentían la suavidad de su piel en el vientre. El silbido lejano lo hizo voltear la mirada, los montes de tierra que formaban los surcos se extendían en un horizonte ondulante. Entre los más lejanos vio el cuerpo de la cincuate que se acercaba subiendo y bajando el campo de milpas. No se levantó, no pensó en el odio de la vez anterior. No tenía miedo.

La cincuate ya estaba muy cerca. Ambos estaban al ras. Pascual la veía por entre el espacio de sus piernas. El silbido lo fue durmiendo lentamente, antes de caer en el sueño profundo sintió a la serpiente entre su vientre.

Se escuchaba más fuerte el roce de las milpas. Pascual empezó abrir los ojos. Se sintió liberado del ansia que le oprimía en el vientre, todavía estaba mojado en la entrepierna. No intentó levantarse porque ahora volvía a sentirse muy calmado, vacío incluso de pensamientos. Dejó pasar más tiempo ahí, tumbado en la tierra. Sintiendo la felicidad que esto le provocaba en su cuerpo.

Pascual salía todas las tardes de su casa, cuando sus padres o su abuela lo buscaban él ya no estaba. No entendían por qué hacía eso, ¿por qué se iba? o ¿a dónde iba?

Su padre fue a buscarlo. Encontró en la tierra suelta del sembradío el rastro de sus pasos. Caminó por en medio de las milpas, siguiendo ese hilo de Pascual. El viento empezó a mover las hojas del maíz, el filo cortaba los brazos del hombre que buscaba a su hijo dentro del campo de milpas.

Entre dos surcos estaba Pascual, el hombre se quedó quieto esperando a que su hijo lo sintiera y se levantara. El cuerpo de Pascual dormía profundamente. Su padre se acercó sin hablar. El viento movía con fuerza las hojas de las milpas, igual que ocurre antes de una tormenta. Cuando el hombre se inclinó para despertar a su hijo, vio a la cincuate pegada al pene de Pascual, succionando con fuerza.

El impulso del hombre fue rápido. Agarró a la serpiente de la cabeza, en un movimiento que sintió ya aprendido y la azotó contra la tierra. Volteó a ver a Pascual que se despertó con un espasmo, inclinando la mitad de cuerpo hacía el frente. Cuando su padre golpeó a la cincuate con su machete, Pascual sintió un dolor agudo en el ombligo y perdió el sentido.

Las tetas de Julia se transparentaban por la tela suave del sostén. Pascual acariciaba con la lengua los pezones erectos de Julia a través de esa tela, hasta no aguantar más y descubrir los pechos prominentes de Julia para chuparlos salivando toda la piel, pegándose con fuerza a uno y otro, mordiendo suavemente los grandes pezones, succionando para extraer leche. Enredados, trenzados en copula, se quedaron dormidos.

Pascual despertó recordando la presión que había sentido en el estómago y que bajó a los testículos cuando estaba chupando los pechos de Julia. Ya no la sentía, pero pensó en su infancia. Ahora la felicidad que percibía en su cuerpo lo calmaba. Julia no se movía. Pascual abandonó el hotel sin despertarla, hecho al silencio desde su infancia, se alejó del lugar caminando para perderse en la gran avenida de la ciudad.

El cuerpo de Julia apareció en todas las noticias. Su cadáver tenía las glándulas mamarias secas, la pura piel arrugada que colgaba. Aparecieron más cuerpos así. Consciente de lo que pasaba, Pascual no se detuvo. Sentía más fuerza.

Junto al cuerpo de otra mujer que respiraba tranquila, esperó en silencio. Esta vez Pascual no se quedó dormido luego de copular. Por la ventana del hotel un viento tenue agitó la cortina sucia, Pascual escuchó un silbido; levantó un poco la cabeza buscando de dónde venía esa música conocida, la ciudad, extrañamente, no se escuchaba. El silbido estaba dentro de él, la opresión en su estómago lo invadió; escuchó el silbido más fuerte, sin ningún gesto de asombro miro su estómago sintiendo que de ahí provenía el silbido. De su ombligo empezó a salir la lengua bífida de la cincuate. La serpiente salió por completo, Pascual no podía moverse. El silbido inundó el cuarto del hotel y cesó hasta que la cincuate empezó a mamar los pechos de la mujer.


Juan Antonio Paredes Flores
Juan Antonio Paredes Flores

Juan Antonio Paredes Flores

Alumno de Filosofía en la Universidad Autónoma de Tlaxcala.

Participante en los talleres literarios de los escritores: Beatriz Meyer, Jaime Mesa y Gabriela Conde.

Premio Estatal de Cuento “Beatriz Espejo” 2020 dentro de los Premios Estatales de Literatura de Tlaxcala.


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