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Por Adonai Castañeda (@the_castagneda)

Puebla, México, 20 de febrero de 2021 [03:28 GMT-5] (Neotraba)

Una agencia de publicidad planea una promoción insólita. Biuti Full, un reguetonero trastornado por la ansiedad, dará un concierto patrocinado por Pepsi. Para ello, se ofrece una encuesta vía redes sociales, donde el lugar con más votos será la sede del evento. Basta el abyecto tuit de un influencer para llevarlo al sitio más inimaginable. Resulta ser Kodiak, una ciudad de Alaska donde la población es mínima. Al poco tiempo, marcha todo el equipo publicitario. En él destaca Luis Pastrana, un redactor frustrado en su camino literario. Además de lidiar con el viaje, Luis debe enfrentarse con su propia paternidad fallida: Luciana, su ex novia, le llamó para decirle que tuvieron un hijo en el pasado, antes de terminar su relación con él. Le explicó que ahora se encuentra en un ataúd bajo tierra.

A través de una prosa aguzada, ésta y otras tramas se concatenan en La felicidad de los perros del terremoto, novela de Gabriel Rodríguez Liceaga (Ciudad de México, 1980). Desde el humor, su lectura se interna en el fracaso de la masculinidad. Un tema necesario, a fechas recientes, para el análisis. Sus personajes deambulan en un mundo de dolor. Desde el hombre que pierde su identidad en público; aquel que propaga la ira por doquier; quien encuentra placer en la tortura animal y el individuo que muere de risa ante el sufrimiento ajeno. Todos ellos buscan un aliciente para seguir adelante, a cualquier costo.

“El único objetivo de la literatura es crear una herida y que ésta sea tan honda que termine doliéndole a todo el mundo. ¡A todos!”, dice Luis a Luciana, cuando la conoce en un taller literario. Rodríguez Liceaga cumple con dicho adagio y hace de su oficio una búsqueda eterna de la belleza. Así, podemos encontrárnosla entre las ruinas sangrantes del país y en la soledad del capitalino frente al mundo. Como en Aquí había una frontera, o algunos cuentos de ¡Canta, herida! –libro acreedor del XII Premio Nacional de Cuento Agustín Yáñez–, Gabriel Rodríguez Liceaga aporta al diálogo acerca del abismo de la paternidad. Una llaga que sigue sin cicatrizarse.


Adonai Castañeda. ¿Por qué explorar la figura del reguetonero, muy presente en nuestra cotidianidad, en La felicidad de los perros del terremoto?

Gabriel Rodríguez Liceaga. ¡Ya hasta en las bolsas de papitas hay reguetoneros y en las cajas de condones ya vienen estampitas de Satanás! (risas) Fue muy interesante el proceso, en efecto. No sé si es la primera novela en México, o en el mundo, que toma el reguetón e intenta convertirlo en literatura. El reguetón llegó para apoderarse de nuestro día a día. Así como hace unos años, no pasaba un día sin que viéramos un minion. Así como nuestros papás siempre veían a Marilyn Monroe. Así: se volvió música de fondo. De pronto estabas en una fonda echándote una milanesa y sonaba a todo volumen.

Inicialmente, traté de huirle y le tuve una repulsión natural. Pensaba “¿qué música tan fea es ésta?”. Ahora creo que hay reguetón buenísimo, como todo. Puede ser malo, sexoso, o incluso sórdido, pero puede ser muy bueno. Hoy encuentro en algunas rolas cierta ideología de avanzada. Me di cuenta de que entre la primera pinta que rezaba Prohibido el perreo, cerca de Tlalpan, y el hecho de que el reguetón se volvió fresa, se convirtió en una capa para cubrirnos por completo.

Sólo entonces, me pareció que era un buen momento para llevar mis búsquedas literarias a un personaje reguetonero. Justo cuando escribía la novela, padecí unos horribles ataques de ansiedad. Ahora entiendo que fueron una prefiguración de la próxima muerte de mi padre. Es decir, el cuerpo me advirtió que se venían tiempos terribles. Esas ansiedades y miedos se los puse a Biuti Full, el reguetonero de La felicidad de los perros del terremoto. También confío en que, como escritores, es nuestra responsabilidad hablar de los tiempos que nos tocan.

Pensar que un reguetonero no puede ser un personaje literario es una tontería. Y, al mismo tiempo, siempre digo que a la literatura hay que bajarla del pedestal. Hay que volverla dolor y exponerla para que nos duela a todos. Por eso quise explorar este fenómeno. Aunque, antes de esto, sabía muy poco del reguetón. Investigué mucho sobre el género, pero no diría que sé lo que es. Siempre es emocionante ponerte esas pruebas como narrador.

Vivimos en un delirio diario donde las redes sociales pueden mandar a un hombre abatido a dar un concierto en la punta del mundo. Repito: en esta necesidad de hablar de nuestros tiempos, es momento de usar los retuits, los tiktoks y los filtros que te vuelven anciano como herramientas narrativas. Si no, nos vamos a quedar atrás.

AC. Cuéntanos más acerca del proceso de escritura de la novela.

GRL. Esta novela siempre fue un divertimento. La agarraba como cotorreo. Está inspirada en algo que sí le pasó a Pitbull. Aunque no sea reguetonero, porque es rapero. Este sujeto calvo tuvo que dar un concierto en Alaska por una promoción de Walmart. La anécdota que detona esta novela es real. Recuerdo haber leído esa noticia y decir “aquí hay una historia que debe ser novelizada”. Pero, por lo mismo de que la trama es muy estúpida, nunca la tomé tan en serio.

A la par, escribía Aquí había una frontera, una novela donde puse más de mí y de mi amor a la Ciudad de México. Fue padre, porque las dos se separaron. Aquí había una frontera la escribí durante cuatro años y La felicidad… en ocho meses. Sin embargo, se volvió muy seria cuando en Penguin Random House me dijeron que se armaba. Gracias al extraordinario trabajo de mi editora, la trabajé muchísimo más. Al final, me di cuenta de que sí conté la historia que quería. Dejó de ser divertida.

Yo creo que en la cabeza de todos hay un libro que recreamos. Existe la posibilidad de imaginarlo en físico. Estos pensamientos ayudan mucho a escribir. El problema está en que, de la traducción del anhelo al libro impreso, se pierde demasiado. (risas) Así, uno publica libros medianones o más bien malos. En este caso, me gustó mucho el resultado. Me percaté de que, en efecto, hay mucho de mí impostado en esa novela.

La felicidad de los perros del terremoto. Foto cortesía del autor.
La felicidad de los perros del terremoto. Foto cortesía del autor.

AC. Sabemos que tus influencias, más que literarias, provienen de la cinematografía. En una presentación del libro dijiste que La felicidad… fue posible gracias al cine de Michael Haneke. ¿Qué cineastas marcaron tu carrera?

GRL. Nosotros somos la primera generación de escritores que pueden imaginar que su cuento, o su novela, puede ser actuada por Diego Luna o por Gael García Bernal. (risas) Es decir, ya está contaminada nuestra imaginación con la traducción audiovisual de lo que escribimos. En su momento, Chéjov escribió cuentos con una descripción muy precisa de las ubicaciones. De este modo, si un hombre cruza una habitación mientras habla, el diálogo dura lo mismo que el trayecto. Nosotros ya no tenemos eso. Nos volvimos muy perezosos en describir con puntualidad para que el lector imagine. Confiamos demasiado en la traducción cinematográfica. Eso está bien y está mal porque no hay tanto cine mexicano de calidad y cada vez se basa menos en literatura contemporánea. Ahí hay un desfase.

Mi literatura, en general, está muy inspirada por el cine. A pesar de que trato de leer el triple de lo que escribo. Y, aunque sienta una fascinación por la literatura rusa, lo que llamo mi periplo ruso. Michael Haneke me ayudó mucho a comprender el mundo de modo distinto. Pero está, por otro lado, Theo Angelopoulos, el cineasta griego. Este hombre contó las historias que yo quería narrar con treinta años de anticipación. Él es un director de referencia cada que escribo. Federico Fellini es otro. Son los tres directores presentes en cada una de mis sonrisas.

Últimamente veo más cine en forma. Ver cine es como ir al gimnasio, porque te ayuda a ensanchar los límites de tu alma. Hay que ver películas hermosas, que aspiren a lo bello y que por su hechura estén condenadas al olvido. Aunque más que exaltar nuestra alma, nos dan temas de conversación al dialogar sobre cuestiones humanas. Busco el cine que me ayude a ser mejor ser humano, a ver todo como cuando nacemos. Por ende, para amar y escribir mejor.

AC. En Aquí había una frontera escribes: “Descreo de la paternidad. Lo diré con todas sus letras: del problema de la paternidad. Si hubiera estado en mis manos inventar a la especie humana, todos seríamos hijos de todos y padres de todos.” ¿Por qué cuestionar la estructura de la paternidad y la misma familia?

GRL. Si te fijas, el abismo de la paternidad es un tema obsesivo en mi escritura. A mí me parece que el asombro de haber nacido y el hecho de ser la suma de dos individuos distintos que se unieron en una copla placentera, o no, deviene en que tengamos una vida variopinta. El esquema general de la vida es fascinante. La verdad, somos producto de un dios, o un azar, malacopa y genial. Sí confío en que la estructura de la familia es una convención social fallida. No somos felices en familia.

Por supuesto, amo a mi madre, a mis hermanas y a mis sobrinos. Mi círculo familiar cercano es un constante lugar de bienvenida. A pesar de eso, seríamos una especie más unida si tú no fueras el producto de dos que se amaron, sino de todos los que han amado en la humanidad. Seríamos quizá seres menos egoístas y aspiraríamos más al honor. Ya no a la búsqueda melodramática del amor, sino a otro tipo de espiritualidad. Ya estoy viejo para opinar de estas cosas. Bueno, pero tengo crisis de edad. Se me permite decir este tipo de pendejadas. (risas)

AC. En contadas ocasiones has hablado de una suerte de tetralogía de la orfandad en obras como Balas en los ojos, Aquí había una frontera, El siglo de las mujeres y la más reciente La felicidad… Háblanos un poco más de esto.

GRL. Es verdad que estoy armando una tetralogía. Cuando sea viejo, espero que mis libros, si acaso a alguien le interesa y se reeditan, se encabecen con la leyenda “Parte de la tetralogía de la orfandad”. Se conforma por las cuatro novelas mencionadas. Y, si no estoy contando mal, falta un libro. Es el que escribo ahora, tentativamente intitulado Ha muerto un pájaro. Con éste cierro un ciclo de mi búsqueda por explicarme qué es la paternidad.

Esta última novela está relacionada con la muerte de mi padre. Una muerte dolorosa que me cambió para siempre. También toca el tema de la orfandad de Dios. Día a día, cargamos con esa losa terrible que es el silencio de Dios. Me enfoco bastante al escribirla. Pienso en ella a diario. Quiero terminarla antes de morirme. Qué lúgubre, ¿no? Al completarse, ya no importa morir desdichado. (risas) Me cuesta mucho trabajo. Y además me desvié con otro divertimento que se torna cada vez más serio. Aunque ya no trata cuestiones paternales, sino la sinrazón capitalina en la que vivimos. Cuando supe que Mishima construyó la Tetralogía del mar de la fertilidad, me dije “yo también quiero eso en mi vida”.

Viéndolo bien, mi trabajo se está convirtiendo en una pentalogía. Así que ya no terminaré la quinta para poder justificar esta entrevista. (risas) Te digo la verdad, voy a abarcar Ha muerto un pájaro muy adulto. Va a desfasarse ese plan que tengo. De todas maneras, soy fan de esos proyectos literarios a largo plazo, como La comedia humana de Balzac, el trazo narrativo más grande de la historia. Ni siquiera están traducidas todas sus partes al español, por lo que sé. Seguida quizá de las obras completas de Alfonso Reyes. O la obra de Agustín Yáñez, planeada como un ciclo enorme. Eso me encanta.

Perros sin nombre. Foto tomada del Twitter de la editorial Paraíso Perdido.
Perros sin nombre. Foto tomada del Twitter de la editorial Paraíso Perdido.

AC. Eres muy asiduo en Instagram y en Twitter. ¿Consideras que existe cierta enemistad entre las redes sociales y la literatura?

GRL. Por supuesto que no, sería un error garrafal. Absolutamente todo es materia para la literatura. O lo mejor, material de sueños. Pasa que actuamos como si siempre hubieran estado aquí. No nos damos cuenta de que también evolucionaron. El hecho de que exista gente famosísima porque camina en Tik Tok porque sale vestida distinto, con juegos de edición, responde al hecho de que seguimos encerrados. Probablemente cuando regresemos a las calles va a armarse otra cosa.

En su momento, los filtros de Instagram ayudaron a que todos nos sintiéramos fotógrafos profesionales. Ponerle diferentes pátinas a la realidad para divertirnos. Ya no son tan socorridos ahora. Seguimos en constante evolución. Ya no existe el botón de refresh. Ése nos dejó muy traumados. ¿Te acuerdas que cuando le dabas a ese botón se reiniciaba todo? Así, por ejemplo, la nota que dice que Chicharito sabe más inglés daba paso a la del contagio de AMLO. Esta obsesión por encontrar más y más debe ser comprendida y literaturizada.

En La felicidad…, el narrador se mete al perfil de Facebook de una chica. No lo digo desde la fatuidad, pero tenemos que voltear a ver esos detalles. Dicha narración es mi forma de responder a mi cotidianidad. Me tocó crecer entre siglos. Me tocó vivir en un mundo sin redes sociales. Luego me cayó el cambio de siglo y la popularización del internet.

Mi infancia estuvo llena de fantasía. Grababa caricaturas en VHS y les ponía pausa para poner una hoja de papel en la pantalla y así calcar a un caballero del Zodiaco. Eso suena desopilante. Es lo que hacíamos. Si no veías el partido en vivo o en la repetición del programa por la noche, te perdías ese gol contra el Morelia. Ahora no hay nada más fácil que ver un gol o un grafiti que hicieron ayer en Holanda. Todo esto cambió la forma de narrar nuestro pequeño tramo de existencia humana.

AC. ¿Confías en que los talleres literarios forjan escritores?

GRL. En definitiva. Crecí durante once años en el taller de Eusebio Ruvalcaba. Descreo en la educación formal. En las aulas jamás me sentí a gusto. Todo el tiempo sentí que me preparaban para ser un don nadie. Ésa es la verdad. Las escuelas son fábricas de diplomas, casi no preparan a mejores mexicanos. Al ser autodidacta me encontré con mis maestros: Víctor Hugo, José Vasconcelos, Carson McCullers y Flannery O’ Connor. Ellos me enseñaron a vivir.

Sucede que ya casi no hay buenos talleres. Y con esto de que ahora son virtuales, pues es horrible. Un taller es una familia que tampoco escogiste. Además, Eusebio decía que los lectores no se consiguen en la sección amarilla. Al tallerear, obligas a un grupo de personas, con un anhelo afín, a que te escuchen. Así van creciendo juntos en su prosa.

Lideré un taller hace tiempo. Aunque desde que murió Eusebio, no quise dar otro porque no tengo absolutamente nada que enseñarle a nadie. Sin embargo, también creo que cuando uno tiene un conocimiento y no lo propaga para que evolucione en otros corazones, comete una injusticia.

Probablemente retomaré mis talleres. Pero no quiero que sea en línea porque me choca. Un taller es muy demandante y mi cerebro no da para mucho. El trabajo está pesado, el alcoholismo es complejo, ¿no? (risas) Quiero tener la mente muy clara cuando lo retome, pero lo haré a corto plazo. Me queda claro que, en esta búsqueda de la felicidad que es la vida, dar talleres me hizo muy feliz. Y sí, creo, completa y rotundamente, en que la mejor forma de forjarse como escritor y como lector es en un taller de creación literaria.

Gabriel Rodríguez Liceaga. Foto cortesía del autor.
Gabriel Rodríguez Liceaga. Foto cortesía del autor.

AC. A propósito de esto último, sabemos que dedicaste tu libro Perros sin nombre a la memoria de Eusebio Ruvalcaba. ¿Cómo lo recuerdas ahora a cuatro años de su fallecimiento?

GRL. Eusebio me enseñó a comportarme como autor. No hablo del autor vestido con un saco parchado, sino al que sabe cómo enfrentarse a sus textos. Ese hombre me educó para ser humilde, o terrible, con el archivo de Word que debo trabajar esta noche. Lo recuerdo con mucho cariño. Lo extraño mucho. Ahora veo con tristeza que ya no es muy leído. No le interesa a las editoriales formar una antología de sus cuentos completos. No lo reeditan.

La bronca de Eusebio es que escribió mucho. Entonces, quien se aviente ese león la tiene complicada. Sin embargo, no hay que dejar que muera porque tiene libros de enseñanza literaria y ensayos valiosísimos. Eusebio veía a la literatura de una forma muy padre. Yo lo conocí a tu edad. Ser un jovencito a su lado fue muy emocionante. Fue una etapa llena de alegría para mí. Fue un gran sujeto. Aunque también tenía sus facetas monstruosas. Tampoco vamos a hablar de Eusebio el santo, porque era un cabrón bien hecho. Incluso, su método de enseñanza implicaba darte alas para pisotearte posteriormente.

En algún momento me gustaría escribir una novela breve titulada Los últimos días de Eusebio Ruvalcaba o, a lo mejor, El último en hablar. Estoy seguro de que tengo que escribir algo autobiográfico sobre mi experiencia en el taller de Eusebio. Hay mucho que decir sobre esa etapa.

Sí creo en que debe hacerse una búsqueda de estos títulos que deben leerse ahora. ¡Los 52 tips para escribir claro y entendible! Pero así como Eusebio, hay varias autoras y autores que deben recuperarse para estar a la mano de los nuevos lectores. Por ejemplo, lo que está haciendo la UNAM con su proyecto Vindictas, que recupera el trabajo de escritoras latinoamericanas, es primoroso y necesario. Así debe de ser: escritoras del siglo pasado que no están siendo leídas ahora, porque no las tenemos a la mano, reeditémoslas, todas.

AC. Tu obra exhibe a México desde distintos ángulos que van desde la risa hasta el llanto. Ahora mismo recuerdo el tiktok de una chica que hizo performance del Himno Nacional. Hubo indignación y carcajadas. ¿Para ti qué significa la mexicanidad en este momento?

GRL. Qué complicado, hay millones de mexicanidades. Nos han dicho muchas mentiras al respecto y las tomamos por verdad. Por ejemplo, que a los mexicanos nos da risa todo, incluso la muerte. Aunque, si lo pensamos bien, quién sabe qué es la mexicanidad.

Yo vivo a una cuadra del Paseo del Emperador. Todos los días veo el Castillo de Chapultepec en lo alto y siento mucha buena vibra. Luego bajo a caminar. Veo que hay un niñito que vende frituras. Está ahí, bajo ninguna supervisión adulta. Si llueve, si hace viento o si tiembla, siempre va a estar ahí. Su papá está en la otra glorieta. Los veo y pienso en una mexicanidad terrible. Por ello, necesitamos contar su historia.

Luego ves esta zona donde, por la noche, abundan vagabundos salvadoreños, guatemaltecos. Lo sé porque te hablan y te cuentan por qué se quedaron varados. Ahí yace otra mexicanidad. Y ahora, también el hecho de que el Ángel de la Independencia tenga una pinta que diga México feminicida. No la deberían de quitar, debe permanecer ahí para siempre. Dicho mensaje nos habla de la mexicanidad. Hay millones de ejemplos.

Es verdad que nos unen puntos en común, como la algarabía. Quizá debemos volvernos una cultura más seria. Y lo somos, pero nos dijeron tanto que todo nos da risa que sí, en efecto, es fácil no tomarse nada en serio. A la fecha no sé qué es la mexicanidad. Es un concepto tan ambivalente y polifónico que no hay forma de hablar de él. Es necesario analizarla más. Insisto: en el vagabundo que vino de lejos, en el niño solitario que vende dulces y en la señal de México feminicida, estamos todos nosotros. Nada más a unos pasos de donde vivimos.

AC. Justo ahora recuerdo algunos cuentos de Perros sin nombre, como “Mira nuestros pies”, donde un niño se sube a los camiones para ofrecer tarjetas a cambio de una limosna. O también, “Nuestro Cristo chillón”, donde vemos a un infante con una mujer que asumió ambos papeles, de padre y madre, y se hizo cargo de todo. La ausencia del padre está presente. Aunque no son las tramas fundamentales de dichos cuentos, podemos escuchar el llanto mexicano de fondo.

GRL. Qué lindo que lo mencionas. Veo por ejemplo a mi madre, que me parece un ser muy poderoso. En ella veo a las mujeres mexicanas que han luchado por su familia, porque salgan adelante. Que cocinan en cantidades inhumanas y todo el tiempo hacen cosas por los demás. Que se encuentran mortificadas con una vida espiritual completamente enigmática. Incluso con una comunicación con Dios que nos deja pensando. Todo ese enfoque que se tiene de las madres en México desaparecerá. Las nuevas generaciones aportan a ese diálogo y al cambio. Es el ciclo natural de la vida. Estoy seguro de que tenemos que filmar y escribir sus historias. Esa parte de México no nos causa risa, al contrario.

Portada de ¡Canta, herida!
Portada de ¡Canta, herida!

AC. Al mismo tiempo, noto una preocupación temática por la niñez. Tenemos por ejemplo, el cuento “Las tramas del frío”, donde un par de niños practican un juego que pone su vida en riesgo. ¿Por qué hablar de la infancia?

GRL. La infancia es increíble. La vivimos pero no la recordamos por completo. Cuando somos niños, estamos pedos. La infancia no es sino ebriedad. Un estado de exaltaciones diarias a través de los sentidos. Veo cómo se les va la onda a mis sobrinos y actúan como borrachos. Y, en efecto, están borrachos de infancia. Sin embargo, la infancia se nos escurre. Justo ayer veía unas fotos de mí a los veintitrés años. Pensé, “no mames, no puede ser que yo haya sido ese jovencito.” Incluso vi mis inseguridades de aquel momento reflejadas en las fotos. No sé si las he superado.

Esto de perder la vida es tremendo. Creo que el dios dormido que tenemos dentro es la infancia. Es un tema literario padrísimo porque ahí todas las metáforas son pertinentes. Esto se los decía a mis alumnos en el taller: escribir sobre sueños es una trampa. En un sueño puede pasar lo que sea. Entonces, si tú lo narras, puedes ser muy obvio o te puedes volar la barda. Una forma de hablar de sueños, de manera regulada, es escribir sobre la infancia.

AC. Inés Arredondo menciona algo semejante en su ensayo “La verdad o el presentimiento de la verdad”: ya no orientamos nuestras vidas hacia el merecimiento de un paraíso que supere lo terrenal, sino que damos trascendencia a nuestra propia infancia para hurgar en nuestro destino. A propósito del cuento, la misma Inés decía que este género debe buscar la trascendencia de una historia cotidiana, ¿qué es el cuento para ti?

GRL. A mi parecer, Inés Arredondo escribió uno de los pocos cuentos místicos mexicanos que tenemos. De esos cuentos que trascienden la literatura, rompen la mátrix y se vuelven otra cosa. Se vuelven una creación superior y divina: la presencia de Dios en todo. Esa obra es “La señal”. En fin, soy un defensor acérrimo del cuento. A mí me da mucha risa que a las editoriales no les interese publicar cuento. Es graciosísimo.

El cuento es el método más eficaz que tenemos para ver de qué pasta está hecho aquel que lo escribe. Y al mismo tiempo, es el más generoso de los géneros. Debe ceñirse a unas reglas sin salir de ahí, porque puede convertirse en algo que no es cuento. Al ser tan rígido en su estructura se vuelve muy libre. El cuento es una maravilla. Disfruto mucho escribiéndolos. Incluso creo que, si acaso accedí a la sabiduría, fue a partir de su escritura.

Las novelas también me gustan porque exigen otro tipo de aliento. Tienes que comprometerte más con la historia. Uno crece junto con sus personajes conforme escribe. Siempre puedes corregir. Pero un cuento sí tiene que ser el pinche impacto de un madrazo. Ahora, la comparación pugilística de Cortázar ya va caducando. El cuento contemporáneo posee mucha profundidad: no es lo que lees sino lo que hay debajo. Pronto, todo eso cambiará. Vamos a ver hacia dónde evoluciona. Si hubiera un organigrama de las artes, arriba estaría la música, muy seguida de la poesía y del cine. Y posiblemente ya por ahí, a estas alturas, estaría el cuento.

AC. En 2017 ganaste el Certamen Internacional de Literatura Sor Juana Inés de la Cruz con Aquí había una frontera. En 2019, se reeditó Perros sin nombre, libro de cuentos con el que ganaste el Premio Bellas Artes San Luis Potosí siete años antes, bajo el auspicio de la editorial Paraíso Perdido. La felicidad de los perros del terremoto, tu más reciente novela, se publicó a inicios del año pasado en Penguin Random House. ¿Qué sigue para Gabriel Rodríguez Liceaga?

GRL. De hecho, publico de a libro por año desde hace como ocho. Esto es una casualidad. Tengo poco tiempo para dejar libros en la Tierra. Entonces, escribo mucho, como degenerado. Yo soy ese güey que siempre tiene un libro inédito en la compu. Espero su momento.

Este año, las cosas están muy complicadas: las editoriales hacen malabares, a ver cuál sobrevive y cuál no. Ha sido difícil para todos. Así como hay restaurantes que ya no reabrirán nunca, habrá editoriales que desaparecerán. Será triste. También aparecerán nuevas. Quizá las revistas impresas van a volver. Estos días estoy armando una revista impresa de cine. Creo muchísimo en que debe ser un objeto hermoso para que la gente lo coleccione.

Tengo un libro de cuentos que nada entre concursos, buscando editorial. Estoy a mitad de una novela que me emociona bastante. Espero que dentro de poco se reediten tanto Balas en los ojos, como Aquí había una frontera. Los ejemplares de esta última tuvieron la mala suerte de quedar secuestrados en una bodega de Toluca. A la institución convocante del premio no le interesa distribuir ni dar a conocer a sus autores premiados. Es la verdad.

Por ahora me lo quiero tomar con calma. Igual eso es lo bonito de crecer: te das cuenta de que realmente no hay prisa de nada. Vamos a ver qué pasa. Este año, mi muy buen amigo, Alejandro Arras, va a dar a conocer una nueva editorial. Se llama Ediciones Moledro. Uno de sus primeros lanzamientos es una antología de algunos de mis cuentos. Eso me alegra mucho porque los veo como caballitos de batalla que llegarán a nuevos lectores. Se llamará El sol ignora que haya velas. El futuro se ve prometedor.

Portada de Aquí había una frontera.
Portada de Aquí había una frontera.

AC. ¿Qué le dirías a alguien que recién se inicia en beber las mieles venenosas de la escritura?

GRL. Que escriba. El mejor consejo que le puedes dar a alguien que siente el llamado de la literatura es que escriba. Que no tenga miedo. Que entienda que escribir es traducir al mundo en palabras. No hay nada más importante que borrar las cosas. Cuando algo no sirve, se elimina. Cuando borras algo, te borras a ti mismo, decía Eusebio Ruvalcaba. Escribir es desnudarse. Hay que hacerlo con toda la pasión y toda la honestidad. No hay nada que se celebre más en la literatura que la honestidad.

Acordémonos de que publicar un libro, o ver tu nombre en una portada o en el encabezado de un periódico, es lo menos relevante del mundo. Publicar es sólo una consecuencia, porque la literatura ocurre hacia dentro, nunca al revés. No hay que obsesionarse ni frustrarse si las editoriales no te voltean a ver, o si los premios no caen. Si tu prosa es valiosa, será leída y encontrará a quien la lea. Ése es mi consejo. Ah, y el que siempre digo: lean el triple de lo que escriban. Háganlo desde la humildad y el amor. No nos queda de otra.


Gabriel Rodríguez Liceaga. La felicidad de los perros del terremoto. México: Penguin Random House Grupo Editorial. 2020. 251pp. ISBN: 978-607-318-741-1


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