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Colombia, 21 de abril de 2024 (Neotraba)

¿Todavía te acuerdas de que tu sobrina baila? Imagino que después de tantos años de inyectarte empiezas a olvidar cosas. ¿Se llamaría Debby? A algún sueco se le ocurriría que era más apropiado llamarla Mónica. Pero no, el vals que compusiste era para Debby Evans, la hija de tu hermano. Aún circula en la red una foto tuya con Debby. Parece que abrían regalos. Supongo que es Navidad y estás de vuelta en casa de tus padres. Faltan unos cuantos años para que toques la canción en vivo frente a un estudio lleno de personas. Pasarán otros años más antes de que alguien le ponga un color digital extraño al video y podamos ver en detalle lo delgado que estás. Pero para eso falta mucho. Ahora estás de vuelta en Nueva Jersey y tu padre no para de beber.

Tu madre lo excusa: dice que es su sangre galesa. ¿Cuántas veces te dices lo mismo mientras calientas la cuchara? Por tu cuerpo corre esa sangre también. Tu hermano les echará la culpa a los abusos de tu padre. Dirá que fue un hombre cruel, que siempre los atormentó. Tus amigos dirán que cometiste el suicido más largo de la historia y culparán a la heroína por arrebatarle al mundo a su gran compositor. Pero para eso también falta. Todavía eres joven. Saliste del ejército y ves a Debby bailar. ¿Sí la recuerdas? Debes concentrarte: le debes a ella tu más grande éxito; no es que te hiciera falta. Pronto conocerás a Miles Davis, le hablarás a Coltrane de la filosofía oriental, formarás un trío, tocarás en un estudio de la BBC. En el camino te inyectarás, perderás peso. Tu hermano se quitará la vida y prometerás dejar las drogas. Lo harás por un tiempo. Volverás a inyectarte. Y a tus 51 años morirás. Pero nada de esto es importante ahora. Estás en Nueva Jersey y decides poner un disco en el gramófono. Eliges un disco de Schubert que tu tía te regaló cuando aún no sabías tocar el piano. ¿Recuerdas que tu madre tenía que huir de la casa contigo y tu hermano? Tu tía tratará de enlistarte en clases, pero eres muy pequeño, o eso dicen. No tienes todavía fuerza en los dedos para presionar las teclas. Tu hermano, en cambio, ya es mayor. Él lleva el mismo nombre de tu padre, y piensas en el castigo que eso significó para él. O lo pensarás cuando te llamen para avisarte que lo encontraron colgado en el garaje de su casa.

Ahora eres pequeño y te sientas junto a él a verlo tocar. No tardarás mucho en mostrar de lo que eres capaz. Pronto serás mejor que tu hermano. En la universidad serás mejor que tus compañeros. El programa de tu recital de grado será vendido por una suma que, para tu tiempo, es muy difícil de imaginar. Pero ahora solo ves a Debby bailar. Te conmueve la torpeza con la que logra moverse. Tu padre le dice que esa no es música para bailar, pero en realidad te reprocha a ti. Sus hijos decidieron ser músicos. Llegará el día en que sea muy viejo para manejar el campo de golf y no podrá recurrir a ustedes. Pero tú ya habrás ganado unos cuantos premios. No tendrás que pensar en tu padre. Lo que te importa es el siguiente show, la siguiente dosis.

Trata de concentrarte otra vez en Debby: no ha parado de bailar desde que arrancó el disco. Tu padre ya no está, y tu madre tararea. Tu hermano no ha dicho mucho hoy. Desde que llegó de Nagasaki no ha sido capaz de articular sus pensamientos. En las noticias escuchaste la detonación de la bomba, pero nunca fuiste capaz de ver el resultado. ¿Temes ver lo que tu hermano presenció? Tienes otras preocupaciones; tienes bodas en que tocar. Todavía no eres una leyenda. Así te dirán –póstumamente, claro está. En vida serás respetado por tus colegas.

Pero eres un blanco, ni siquiera judío: eres un junkie, o lo fuiste. Nunca serás como ellos, te dirán, y tú no entenderás. Pero para muchos el jazz es música de simios. Para ti es música y ya. Y no importarán tus discos con Tony Bennet, ni la heroína en tu maleta, mucho menos el concierto en Montreux o el Grammy que te entregará Aretha Franklin. Importará la música y nada más, la siguiente dosis, la siguiente nota. Pero no es muy pronto para pensar en todo eso; tu madre te llama, es hora de abrir los regalos. Debby está cansada de tanto bailar. Te sientas junto a ella y un destello de luz te enceguece: es tu hermano, que les toma una foto; la misma que circulará en la red. Ella abre un gran regalo, y tú estás concentrado en otra cosa. ¿Puedes recordarlo? Quizá estés pensando en que tu padre tiene razón –sobre muchas cosas, en realidad: no se puede vivir de la música, o no de esa música de simios. Pues tal vez solo necesites un trago. Un trago y nada más. Tu padre tenía razón, te dices mientras te picas las piernas. Aprendiste después de una mala pasada que no puedes inyectarte en los brazos. ¿Los necesitas? Schubert no es música para bailar; tampoco Beethoven, ni siquiera Debussy, al que escucharás en tu lecho de muerte. Le dices a Debby que le escribirás una canción, le prometes que será una canción que podrá bailar. Para eso tendrás que mudarte a Nueva York, enrolarte en un programa de posgrado de composición musical, moverte en el circuito, hacerte conocer. Cumplirás veintisiete años: habrás tocado en todos los bares de la ciudad, te ofrecerán la oportunidad de hacer un demo, les dirás que tienes una canción. Es un vals para tu sobrina: Vals para Debby. Luego les dirás que tienes diez canciones más… un disco completo. Fracasará, a pesar de la buena crítica. Te obligarás a pasar horas estudiando a Bach. No eres lo suficientemente bueno. Tu padre tenía la razón.

Llamarás a tu hermano, le preguntarás por Debby. A él le cuesta aceptar que a Debby no le ha gustado la canción. Admitirá que la etapa del baile ha quedado atrás. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde aquella Navidad? No lo recuerdas. Recuerdas, en cambio, las llamadas para participar en las sesiones. No recuerdas la música, pero sí las anfetaminas, las interminables horas de música. Días convertidos en noches y noches mutando en días. El fracaso parece quedar atrás. Te respetan, o eso te dices. Eres delgado, y tus ojos, azules, grandes y profundos; se amplifican con tus lentes. Tienes miedo, pero tocas como pocos. Alguien te ofrece un poco de heroína: “Te aseguro que te ayudará a relajarte”. Te ayudan con la aguja. No hay marcha atrás. ¿Cuántas cosas han pasado desde entonces? Entiendo que es difícil recordarlo. La vida se va entre las teclas. Tocas sin levantar la cabeza, agachado. Temes que al mirar al frente todo se desvanezca.

Decidiste darle otra oportunidad a aquel vals. ¿Por qué? Lo grabas en vivo. Lo llamas “Vals para Debby”. Te celebran. ¿Qué ha cambiado? Esta vez no tienes por qué encerrarte a tocar Bach.

Tampoco puedes. La BBC te llama: una transmisión en vivo. Hablas con tu hermano. Le dices que vas a tocar la canción de Debby. Él te promete que se sentará a verla con ella. Acá te pierdo. Busco en todas partes, pero no sé qué ha pasado. Reviso los archivos. Sé que estás enterrado junto a tu hermano, pero ahí no te puedo encontrar. Me quedan tus canciones, pero tus canciones no eres tú. En algunas entrevistas tienes barba, pero ese tampoco eres tú. Incluso vuelvo a ese video con color sintético que te hace ver tan delgado. Vuelvo al minuto veintinueve. Tus dedos, casi esqueléticos, empiezan a tocar el vals. ¿Baila ahora, Debby?


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