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Por Eleazar Rivera

El Salvador, 11 de marzo de 2021 [00:03 GMT-6] (Neotraba)

La ciudad de los robles

Esta es la ciudad de los robles. Aquí olvidaron su guitarra los grillos y en ella, nacieron ciudades y memorias. Esta ciudad es grande. Los muros que la protegen están construidos de huesos y sombreros. Aquí no hay sol y llueven piedras cuando alguien quiere verlo.

La noche se prolonga y sus racimos se pudren en nuestras vidas. El recuerdo hiede y nos carcome. Los pájaros mueren antes de levantarse de las cenizas. Un río corre a unos metros y en sus cristales las figuras se detienen, beben estío y regresan a sus sombras. Una antorcha se enciende bajo la lluvia y un rayo muere en el mismo instante que los centauros brindan por el frío en el que agoniza esta gran urbe.

Expediente de una desmemoria

No recuerdo mi nombre. No. No recuerdo su gracia, su rostro, su cuerpo, su voz y su sonrisa. Olvidé mi nombre en algún cenicero un día de sombreros húmedos. Olvidé mi nombre en la angustia de la edad perdida; en la aureola del niño que se perdió al bajar de la duda y del sobresalto. Olvidé mi nombre en las huellas del aguacero.

El nombre que cargo no es mío; lo arranqué de un libro lleno de siglos que encontré tirado en el bosque de la amargura. Este nombre pesa demasiado. No usa mis zapatos. No lee mis libros. Mi ropa no es de su talla. Tenemos costumbres distintas.

No recuerdo mi nombre y mi sombra se burla de mí a cada instante. He dejado de ser yo, para ser otro. Otro que yo no conozco, pero que me es conocido; porque tiene el mismo nombre mío, usa la misma ropa mía, habla igual que mí, usa los zapatos míos y deja las mimas huellas mías.

Soy otro y no sé si el otro, soy yo.

Escombros

Heme aquí con la simple pretensión del aire. En el pecho de una voz sin carne. En la explosión de un juego sin palabras. En la ebriedad mágica de un paisaje. Camino del ritual sin sombra. Crepúsculo milenario de un naufragio. Paraje de la última estación de un poeta. Heme aquí con los faroles del desenfado. Con el desdén de auroras y volcanes. Con la luz suspirando en cada beso. Con los cuervos de universos apagados.

Todo es efímero. Efímero el mar, la colmena y el cántaro. Efímera la hebra de árboles sin pájaros. Efímera la vela y la noche. Efímero el cometa y el hangar de las plumas rotas. Efímero el humo y el libro de las palabras asesinas. Efímero el aliento y el suspiro. Todo es efímero frente a la risa cobarde de la muerte.

No más vestidos con barrotes. No más cadenas sin memoria iluminada. No más signos para códices sin sangre. No más vendimia. No más sortilegio de palabras muertas.

Heme aquí, con la perra que lame mis heridas. Astro sin el eco de párpados alados. Cordero sin su hostia. Heme aquí, en el navío descalzo de un profeta. En la penumbra de un violín sin alas. En el infinito de una imagen tenebrosa. Con la cotidiana miseria de embotellar sonrisas.

El contrahombre

He crecido con el fuego en las manos. He visto florecer la sangre de escorpiones. Me he llamado hombre; pero, nada tengo que ver con el homo sapiens. Me agrada entrar a las fiestas y a los festivales a los que nadie me ha invitado. Trato de llamar la atención de las cámaras y aparecer en los titulares de los periódicos. Me entristece el salitre y el color de las cebras. Escucho el eco de pretéritas estancias. Medusas me hacen nacer de su sangre después que Perseo hace rodar sus cabellos.

Eco del roble

Yo era un amarillo roble en la ribera de la edad distante. Tenía envidia de las hojas verdes de la memoria. Nunca tuve venas ni sangre. Apenas respiraba las noticias de tiempos innombrables. Nunca tuve raíces fuertes, ni fui azotado por tempestad alguna. Yo era amigo de todos los pájaros y ciudad de todos los roedores. En mis ramas nacía el sol y morían los eclipses. Nunca tuve luna y sí, mucha sal para mis heridas. Yo era un viejo roble con barba de espuma marina. Cueva y taberna del hambre desdentada.

Eco del retorno

Los muertos abandonan sus féretros. Se cansan de la soledad. Extrañan el fútbol y las tabernas. Traen guirnaldas hechas de espejos y las colocan en la entrada de alguna ciudad oxidada por el tiempo. No distinguen el humo asfixiante de una guitarra ni los acordes de una fogata. Se sientan en la plaza central a reír por las lágrimas de la memoria. A veces, se cansan de estar muertos y no tener camino de retorno. No encuentran los esqueletos y la ceniza de sus cuerpos. Están cansados del yunque que martilla; del campanario sin iglesia y del árbol que languidece junto al invierno.

Eleazar Rivera. Foto cortesía del autor.

Eleazar Rivera (1976, El Salvador). Actualmente es doctorando en la Universidad Autónoma de Barcelona y profesor en la Universidad de El Salvador. Fue miembro del Taller de letras “TALEGA”. Ha obtenido el Premio Centroamericano de poesía “Pablo Neruda”, Premio Internacional de Poesía Joven “La Garúa” (Barcelona, España), entre otros. Su obra ha sido publicada en diversas revistas, periódicos y antologías poéticas. Ha publicado tres libros de poesía: Escombros, Crepitaciones y Ciudad del contrahombre y noctambulario.


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