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Por Dante Alejandro Velázquez

Lagos de Moreno, Jalisco, 03 de marzo de 2022 [02:00 GMT-5] (Neotraba)

Chubascos

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Nada tengo que escribir de los chubascos. Padezco de una imaginación reseca, desértica, como un paisaje de Miguel Delibes a punto de erosionar los ojos. Se craquela en el teclado y cuando vienen las tormentas apenas asoma bajo el cobertor, igual a quien teme al señor del costal, al coco.
     Eso me pasa por haber nacido en tierra flaca, a cal y canto, con las películas del oeste y la angustia del temporal prometido, ese que nunca aparece por más hinchado que ande el cielo del oriente. Si acaso, una llovizna penetra el papel, se desliza, sedienta y en un bocado desaparece, arrastrada por abrojos.
     Que escriban otros, por cuyas ventanas entran las aguas de miedo, los aguaceros de julio y unos anchos brazos para chapotear.

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Otra vez llueven lagartos en Santa Cruz de la Soledad. Caen sobre azoteas, coches y ganado sin la precisión de los misiles: de punta, de lomo o con el cuello roto. Tuvimos que guarecernos en la tienda de don Wilbert y soportar el restallar de cuerpos sobre las tejas del corral, el crepitar de asbestos y latigazos eléctricos por todo el pueblo. Algunos mueren al instante y otros sobreviven buscando el arroyo o los brazos de la laguna. Mañana vendrá el bobcat a limpiar calles y angustias. Enviará el lagarterío al monte para placer de zopilotes y tlacuaches.
     Este chubasco no para. “Si al menos fuera como antes, cuando solo llovían sapos”, suspira don Wilbert meciendo su nostalgia. Tiene razón: cualquier día moriremos de un cocodrilazo y no con la paz de los anfibios.

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Cualquiera puede inundar una calle en Guadalajara, hacerle al dios por una tarde y que los otros se jodan, varados en el paso a desnivel o en los torrentes de Barranquitas. Cualquiera puede atascar esas alcantarillas chamagosas de Oblatos o aquellas de Chapultepec, tan hípsters. Solo basta disposición y una tormenta de julio, como las hay tan bravas y canijas. Cualquiera puede azotar sauces y laureles sobre la avenida, que la raíz levante banquetas y el ramaje acollone al trolebús para hacer una instantánea. Cualquiera, hasta el vecino, puede fundar lagunitas en Plaza Patria, en 8 de julio o en Miravalle; dejar varado el tren eléctrico para cancelar la cita y otras diabluras.
     El cielo emplomado de las cinco p.m no detiene una ciudad sino cinco millones de impaciencias. En eso puede uno contribuir con distinción. Cualquiera es capaz, no hay instrucciones a seguir. Lo imposible, eso sí, radica en escampar con la misma sagacidad de esta urbe, diestra en florecer.

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Cuando los aguaceros horadan la sierra del Tecuán es posible culebrear entre la nopalera y sus mesetas, bajar por los cuencos que la tierra ofrece, como lo haría un kayak en el estero. Con suerte (buena, mala o displicente, según el horizonte vivido) se develarán uno a uno los raptos: bolsas negras, huesos calcinados o un cuerpo íntegro que el clandestino quiso sepultar a los ojos del humano.
     Para el cielo y sus lluvias no hay desaparecidos, sino ofrendas que germinan y se abren con la dignidad de un helecho. La lluvia indaga entre el pedregal y la maleza, bajo los huizaches, en parajes y sombras donde la Guardia Nacional pierde rastros.
     Esta tormenta se empeña en arar la piel que antes acogía al frijol y a la milpa: barbechos en espera de un calzado, un tatuaje o un rictus que harán desfallecer.
     No hay topografía que ataje una lluvia con rabia.

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Ayer fuimos a chapotear al cine. Permanencia voluntaria con traje de baño y salvavidas de tiburón. La sala era plena, como en tiempos de Blade Runner. Había que lanzarse desde el tobogán vertiginoso, en una batalla de Kurosawa, bajo la tempestad, a galope y sablazo limpio, batiendo el lodazal y los claroscuros, entre el camarógrafo y la gloria, la aldea y el cielo que no termina de perpetuarse, salpicando hasta gayola sus arrebatos, como debe ser el heroísmo.
     Luego vinieron las tristezas, se derramaron como queso entre los nachos y las butacas, porque la tarde en melodrama suele irse blandamente. Ahí estaba Diana Bracho, mirando el patio de las purezas entre el enrejado de plomo. Era tanta el agua que se fue colando por las costuras de la pantalla y dejó un espejo en la sala del cine.
     El agua quieta es más terrible: en cualquier momento le brotarán sus godzillas.

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Cuando el cielo escampa bailamos el Hocky pocky en los charcos de la ciudad.

Dante Alejandro. Foto cortesía del autor.

Dante Alejandro Velázquez (Lagos de Moreno, 1973). Arquitecto y Maestro en Educación. Cronista Colegiado de su ciudad natal y subdirector de la revista “Papalotzi”. Fundador del Encuentro de poetas “Francisco González León”. Ha obtenido el Primer lugar del Concurso de poesía “Adalberto Navarro Sánchez” (2013) y el Concurso de cuento “Cincuentenario de Pedro Páramo” (2005). Becario del CECA Jalisco (2019). Libros: Púrpura (2005), La ciudad del rosal (2008), La tentación (2009), Última Luz (2015) y El veneno y el olvido: Ruperto J. Aldana (2020), entre otros. Foto cortesía del autor.


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