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Por Luis Armenta Malpica

Hermosillo, Sonora, 26 de mayo de 2022 [00:01 GMT-5] (Neotraba)

Revelación de la migala

En ese tiempo la migala se presentó ante el pez y le dijo que por su boca hablarían las mujeres. Los hombres todos corrieron a sus cuevas: ya tenían suficiente con las voces arcanas de selvas y de páramos, el musgo de sus gritos y la figura mítica del sol como patrono. Y esa voz no era dulce, ni era quieta. No alcanzaba la altura de las aves ni los bajos profundos de las charcas. Era un murmullo que le brotaba al agua y todo esplendecía. Después sería el lamento del arroyo. Luego ese blanco estruendo que crece y se despeña. Y en el final del mundo, poco antes del diluvio, el agua llevaría dentro de ella solo el canto del agua.
Y sería indispensable —proseguiría el profeta— alguna glaciación, el recomienzo, a fin de devolver al frío lo que es del agua. De hielos y carámbanos se poblará la tierra. Y en la mitad del frío y de la noche se guardarán las selvas y los páramos, desiertos y riberas. Todo estará impecable, cubierto de neblina, cuando llegue la aurora.
Si debiera extinguirse algún grupo viviente, este no será el pez; tampoco la migala. Ambos han comprendido lo que al fuego es el fuego y lo que el agua al agua. Por lo demás, si alguno se refugia en las cuevas cuando llegue el profeta, no elige recibirlo, ni le ofrece su oído y su guarida, éste será, inequívocamente, el que desaparezca.
Mientras tanto los peces y migalas deberán admirarse cuando ocurra el diluvio. En su pecho —la cáscara de nuez— va a poder embarcarlos el instinto.
Con la calma, al final de los tiempos, no habrá más luz detenida en el agua, ni más agua alimentando el fuego. La mujer habrá de sostener —de viva voz— aquel milagro, igual que en el principio. El canto será, pues, lo que mantenga con vida a las especies.
Y la migala se presentó ante el pez, de nueva cuenta, poco antes del diluvio. Y le enseñó el silencio, como parte del rito.

Las tablas de Poseidón

Creo en el plancton que tiene casi dos mil millones de años. Comunidad perfecta de raíces acuáticas, es el mínimo y máximo poblador de los mares. De su oculto rizoma, arborescente flor, germinativo núcleo en sus arterias, gota a gota se desprende un latido en cuyo bosque el mundo se resguarda del fuego.
Creo en el iris de un pequeño ojo de agua en el centro del plancton; en la espora y la piedra: semilla del estrato, recuerdo del instante en que el fuego (su lluvia) amenazó los vientos granizos de la tierra con una luz de olvido; fugaz, intempestiva línea fragmentaria del sueño que exfolió la estricnina que tuvo como sangre, de lo que dio a beber de entre sus tantos elementos espurios, a sorbo y bocanada de magma y feldespato, a todos los moluscos del abismo.
Creo en el bagre: pez teleósteo que puede vivir fuera del agua poco más de veinte horas y arrastrarse en la tierra hasta ochocientos metros. En el pez hielo de las aguas polares. En la tilapia, que persiste al calor de los mares de sosa volcánica. En la lamprea, la raya y el pez roca; los peces del abismo. Incluso en los cetáceos y los otros mamíferos sirenios. Creo en los moluscos, los anfibios y en algunos reptiles que visitan los lagos con frecuencia. Creo en los animales de agua dulce y en los de agua salada. Y por encima de ellos, creo en el gran salmón, de agudísimo olfato —su memoria—, en su tacto a distancia —su línea lateral—, en su capacidad de adaptación en agua dulce y en el agua salada.
Creo en su regreso, contracorriente, al río donde naciera (único entre los cerca de cinco mil huevecillos de la madre), a desovar, para luego seguir, sin fuerzas, al océano, y dejarse morir entre las rocas.
Creo en el descendiente directo del dios megalodonte, que no ha dejado hueso fosilizado alguno, por ser todo cartílago y membranas. Enemigo mortal del plesiosauro. Extinto por el cambio de ruta de los mares durante la formación, elevación y choque de las placas tectónicas de lo que hoy es la tierra. Creo que ha de venir, después de su extinción en la era mesozoica, armado de colmillos y de aletas de indistinto e incontenible roce ((estalactitas (mordisqueando esa humedad que sube por la gruta y trepa por los riscos), estalagmitas (cerrando sus colmillos en el pétreo paladar de la montaña) envolviendo con su lengua de fuego y de vapor los más íntimos pliegues de la roca)) a reinar sobre el plancton, después del pleistoceno, según lo que está escrito debajo de las aguas.

Fundaciones del pez

I. Composición oscurantista

Por los caudales del pez se desliza una opaca burbuja de amaranto; múrice flor cortada en un otoño de sulfurosas aguas estampidas. Volcada del peñón de su costilla, del alquitrán de sus cartílagos porosos, rastro de sangre pómez, la burbuja sumerge tras de sí una vía láctea nacida de las ubres de la primera estrella, de algún entrecortado cielo en parto. Umbilical, una cascada que lía lluvia y río, el lago y el océano. La burbuja, no más una pecera microscópica de plancton, ensancha su cristal y funda —primera fundación que el pez recuerda— el paso temporal, craneano, de otros peces que por allí rompieron sus herencias del agua, su piraña costumbre de excluidos, el navegar con rumbo a su memoria. Con una vela roja y un mástil más espina que antena, el pez —el primero que habita en estas aguas— se prensa a la burbuja, al pezón transparente que hace el aire al invocar el fuego de la vela, y mama, por primigenia vez, la leche universal de sus caudales.
El pez ya no es el pez, sino que adquiere forma de burbuja; se crece a la embestida del relámpago e, ileso, impele a los demás a su retorno al agua. El banco de los peces no da crédito al pez de la burbuja roja de amaranto; los peces, a excepción del salmón, no persiguen otro sueño que poblar la pecera de cristal del centro de una sala o tal vez formar parte de algún menú de lujo.
Allí, nunca lo diría el pez de la burbuja, el pez no es heredero de muerte natural; el pez es convocado por la leche agria, amarilla, en su punto de corte, como toda la luz, a plegarse a las alas salobres de un ángel de latón adormecido por el orín del musgo, a esa rueda que gira como los caracoles en busca de su origen dentro del laberinto de su rueca portátil. Al fin el pez no tiene un mar prohibido: no hay manzanas del mar, ni existen, aunque alguno lo crea, las serpientes marinas.

II. Composición medieval

La segunda fundación sobreviene al diluvio. Allí, debajo del pezón agrietado de una nodriza muerta de tan madre del pez enrarecido, una migala sueña con un aguaje de leche tibia y mansa y no, jamás, ya ni pensarlo, en el pez que no quiso morirse sin testigos, buscando, único vivo entre el cardumen fósil del océano crucificado en olas, irremplazable, volver al mascarón en agua de la gota.
Por los arenales de la migala se desliza un delgadísimo hilo de amaranto; en la punta de sus patas, remate anaranjado de su pardo pelambre, la migala contiene la porción del dolor que mataría a los peces. El pez ya lo intuía; lo sabía por convicción del mundo: el pez que se funda en la tierra, en la amarilla leche pómez del océano, que no anheló ser pez en la pecera porque era un pez en él, es la migala. Contra lo que enseñara la teoría trilobites, esta migala —afín a otra migala— está tejiendo un caracol infinito de blanco, para habitar al pez. Esto es un sueño.
De los sueños del pez, a la araña le queda únicamente el agua. La idea, muy remota, decían, de un mismo parentesco. La migala se parece en la arena lo que el pez en el agua. Fuera de allí, la leche mencionada en los caudales, no ha existido algún pez en la pesada cruz de las arañas.
En cambio, lo dice el amaranto, no existe la migala sin su pez, que le arde en cada giro de agua, como los fuegos fatuos.

III. Composición del renacimiento

La tierra toda, al fin una burbuja, tiene la forma exacta de una cabeza humana. En su caudal de ideas, laberinto de peces y migalas, el hombre ha edificado su universo. Lejos del amaranto, la leche, la gota transparente de agua mansa en donde el hombre —todavía sin nacer— fue pez en la pecera de su madre, migala posesionada de un arenal de sangre y huesos compartidos con aquella, el hombre es —por fundación del hombre— el tercer centinela del veneno.

Invocación a malagua

Él

Era el último preso de la hoguera y el agua se tornaba marítima, incendiada de cal y de intemperie. Su nombre bien pudo ser cualquiera: le decíamos malagua. Había nacido como invento del hombre, como atado de ortigas a la piedra del mar, durante un arrecife. Un puente incorruptible, bocabajo del sol, engarzaba el islote con malagua. Sucedía el exterminio de las aves. Las hembras alentaban, con un estrépito de sal entre sus ojos, a un pez que le nacía a la aurora, un pez de azogue, para que se rompiera y se rearmara; a esto le decíamos religión, con el mayor sigilo.
Algo existía de brasa abandonada en el ocaso; una especie de grito levantando en la espuma fumarolas de azufre. Parecía que el hijo de malagua —malagua por su madre— no encontraba su sitio en el océano: era muy grande diablo y pequeño el infierno. El viento, su enemigo a vencer, resplandecía en la aurora, infatigado. Corría el año del mundo, igual que andaba el río.
El don de la ebriedad pertenecía a las fieras: el fuego no dejaba mirarlo demasiado, ni siquiera acercarnos, ni siquiera callar. Vino después malagua, el hijo de malagua. Los que lo vieron dicen que mantiene unas hebras de semen en sus manos —apenas recibió la comunión— y que sonríe. Su nombre, emisario del fuego, no pudo ser cualquiera: le decimos malagua, como decir veneno, ángel petrificado o pájaro en el sur. Él niega nuestra historia. Él se nombra ceniza.

Llevas contigo un ánade abatido, el coletazo de un pez ahogado en sangre, la forma que ha adoptado la herida en el anzuelo. Comprendes que el veneno no cabe en la escritura: tomas el arrecife de la malagua madre, esa breve nostalgia del tropiezo, enorme ciudadela de la angustia, poema de la ceniza, y suscribes la luz entre tus ojos.
A veces te debieras callar y no te callas porque ya eres el eco del silencio. Petrificas un sapo en tus ortigas y lo colmas de lirios y de lotos, la ciénaga en el lápiz, todo por su estelión. Dejas un beso enorme sobre una hoja, el inocente croar que anuncia lluvia, para iniciar el fuego. La cifra incontinente de la palabra escrita se cumple en el silencio como una profecía. Del humo sale un sol —piedra filosofal— en vísperas del agua. El sapo esconde un príncipe (hombre después de un beso) que acaba la escritura. De esta hoja de papel luminiscente borras las sombras con un golpe de labios, con la pura sonrisa. Y das con el vocablo justo en la frente furtiva del batracio: malagua. El sapo queda quieto. Y quieto el lápiz, el poeta reposa.
Únicamente esperas que algún diluvio arrase tus palabras... porque si te disculpas, en el silencio truenan los poemas.

Yo

Había creído que mi verdad era la de los otros. El pez falsificó su efigie porque creía morir y renacer de sus cenizas, porque era casi espuma, y luz, silencio y nada. La migala me ha devuelto en el pez la ruta del espejo. Es una larga historia. He envejecido. Nado con lentitud en los rompeolas, me desgañito para acunar a un ave, me rezago del mar, me hundo en el cielo... El contacto con una hoja del nido de una araña me recuerda el veneno que manó de mi herida. No distingo a lo lejos a la malagua madre, al pez y su escondite... Yo soy malagua, el hijo, el que no cree en el canto. Pero acudo, si una sirena silba.
No me resulta fácil reconocer la dicha, pero está allí: al levantar la piedra como un ramo de rosas; no distinguir un ala de una cripta; a un ángel de un demonio en penitencia. Después de todo, el amor es la segunda inocencia verdadera.







Del libro Voluntad de la luz 

Los vigilantes

Oscuridad. Silencio. Algunos pasos. Un sonido de goznes diminutos. El párpado que se abre lentamente. Una mirilla estrecha —pupila dilatada— por donde ves al mundo (allí, como te lo contaron, están los hechiceros en sus dos dimensiones: su altura, su pecado. Míralos sobre la leña verde de tu córnea. Obsérvales arder en el silencio —su cuarto— cristalino. No pueden escapar. Es obra tuya: has detenido el tiempo, su sangre, su nervio óptico; los deshojas en sílabas, con el diamante rápido de una de tus pestañas. ¿Recuerdas al Buñuel de tus vigilias, su navajazo limpio por tu cara? Pensabas que era un sueño esto de los demonios, que con abrir los ojos conjurabas sus hondas letanías. Entonces a qué viene la angustia que vas dejando en gotas de sudor por el pasillo; a dónde escurre el miedo que aceita tus meniscos, tus amplios maxilares, las tantas coyunturas de tu espina dorsal o tus falanges. Óyeme bien, vigilante del más profundo oscuro del medievo: los brujos son tu imagen, a semejanza tuya. Están al fuego vivo. Ciegos en la zozobra. Impotentes, les vas clavando esquirlas en sus ojos: los mayores espejos de tu miedo). No puedes escapar a lo que miras (no puedes evitar que ellos te vean y te saquen los ojos —criaste cuervos): ya no hay escapatoria para lo que has mirado (te vigilo... por si cierras los ojos, ahí me encuentres).













Del libro Vino de mujer 

Luis Armenta Malpica. Foto cortesía de Manuel Parra

Luis Armenta Malpica es poeta, ensayista y director de Mantis Editores. Fue presidente de la Casa Cultural de las Américas y miembro del Comité de Planeación del PECDA de la Secretaría de Cultura de Jalisco en el periodo 2020-2021. Sus reconocimientos más recientes son: Diplôme d’Excellence Librex en el Salón del Libro de Iasi, Rumanía (2017); Premio Jaime Sabines-Gatien Lapointe, Canadá-México (2017); Cavaler al Poeziei Capitalei Marii Uniri Iasi, Rumanía (2018); Premio Iberoamericano Bellas Artes de Poesía Carlos Pellicer para Obra Publicada (2020) y Premio Iberoamericano de Poesía Minerva Margarita Villarreal (2021). Libros y poemas de su autoría han sido traducidos al alemán, árabe, bengalí, catalán, francés, gallego, inglés, italiano, maya, neerlandés, portugués, rumano, ruso y taiwanés. Sus títulos más recientes son Enola Gay (Vaso Roto, España, 2019) y Chiamatemi Ismaele (Fili d’Aquilone, Italia, 2019).

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