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Nuevo León, México, 16 de abril de 2024 (Neotraba)

Entre los clásicos universales de la literatura, Alejo Carpentier tiene un lugar indiscutible. El autor cubano con su prosa de aliteraciones y tropos literarios trajo el barroco del siglo XVI a la isla caribeña del siglo XX. Obras memorables como El reino de este mundo o Concierto barroco consolidaron al autor como un prolífico creador mágico-realista y uno de los precursores del Boom de la literatura latinoamericana. Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar y Carlos Fuentes aprendieron del maestro cubano la técnica de narrar las condiciones de la tierra natal sin caer en lenguajes panfletarios que gustarían a las dictaduras en turno, pero no lograrían la trascendencia que por su calidad estética y crítica social alcanzaron tales cumbres de la literatura. La pluma de Carpentier narra la isla. Su lenguaje y tramas impulsan una narrativa alucinante en la que el lector se sumerge para constatar que, en efecto, la literatura caribeña es más compleja de lo que parece.

En Guerra del tiempo y otros relatos encontramos textos estupendos como “Viaje a la semilla”, “Semejante a la noche” o “Los fugitivos”. Este último cuento es particularmente interesante porque uno de los protagonistas es un perro al servicio del esclavismo hispano. La narración está ambientada en algún momento de la Capitanía General de Cuba (1510-1898), desde donde la corona española comerciaba y distribuía esclavos a todo el continente americano. La historia cuenta que un esclavo escapa del trabajo forzado en una plantación y es cazado como un animal con ayuda de perros entrenados para seguir “el olor a negro” y asesinar a los fugitivos antes de que escaparan y se convirtieran en cimarrones, es decir: personas libres que por su condición de prófugos no podían volver a las villas o pueblos y para evitar la muerte viven en el monte, a merced de la naturaleza, como borregos cimarrones.

El rastro moría al pie de un árbol. Cierto era que había un fuerte olor a negro en el aire, cada vez que la brisa levantaba las moscas que trabajaban en oquedades de frutas podridas. Pero el perro –nunca lo habían llamado sino Perro– (…) seguía oliendo a negro. Tal vez el cimarrón estaba escondido arriba, en alguna parte, a horcajadas sobre una rama, escuchando con los ojos. Sin embargo, Perro no pensaba ya en la batida. (Carpentier, 145)

A punto de alcanzar a su presa, el perro percibe el olor de una hembra en celo. Por lo que, subyugado por el instinto de la reproducción, deja de perseguir al esclavo y opta por olfatear el origen del aroma sexual que lo enerva. El perro no le da importancia al rastro del humano y cambia de rumbo para perseguir la fuente hormonal de sus deseos. El animal corre por el monte en busca de la hembra, pero sus intenciones se ven frustradas cuando escucha los ladridos de perros salvajes que se disputan a la perra como un trofeo. Perro tiene miedo y, a pesar de su tamaño, excitación y collar de púas, huye del ruido de los canes ferales.

Al día siguiente Perro y el negro despiertan lado a lado sin que uno ni otro lo sospechara. En vez de atacar o huir, los dos seres desesperados y solos ante la naturaleza agreste que se abre ante ellos deciden colaborar y convertirse en amigos. A pesar del aroma, a Perro ya no le interesa matar al cimarrón por lo que ambos deciden escapar de la civilización y mudarse a la selva caribeña.

Alejo Carpentier, gran narrador de historias con colorido local, no deja pasar la oportunidad para describir escenarios propios de la cultura cubana, una sociedad sostenida en aquel entonces por el esclavismo y el maltrato de los ibéricos hacia las personas traídas contra su voluntad de África. El tema de la esclavitud es tocado en grandes obras de la literatura antillana como Cecilia Valdés (1832), de Cirilo Villaverde, donde se describen los tratos injustos, las golpizas y las violaciones sistemáticas que los españoles ejercían contra los esclavos. Una cultura de la tortura, la vejación, la miserable condición de abuso que los blancos ejercieron durante varios siglos en contra de las personas cuyo color de piel era apenas más oscuro que el de ellos. Cecilia Valdés tiene una adaptación cinematográfica filmada en 1982 por el director Humberto Solás. En esa cinta se registra la descripción de centros de explotación humana como del que escapó cimarrón, al principio del cuento de Alejo Carpentier.

Los caballos del trapiche iniciaban su largo viaje en redondo. Los esclavos oraban frente a cazuelas llenas de pan con guarapo. (…) Allá abajo había demasiados latigazos, demasiadas cadenas, para quienes regresaban arrepentidos. Ya no olía a hembra. Pero tampoco olía a negro. Perro estaba mucho más atento al olor a blanco, olor a peligro (…) Había que huir ahora del olor a blanco. Perro había cambiado de bando. (Carpentier, 148)

El par de fugitivos viven juntos durante un tiempo. Cazan pequeñas especies, se alimentan de frutos, comen lo que encuentran y duermen en refugios precarios. Todo marchaba de maravilla hasta que en los machos de ambas especies el deseo sexual se activa por lo que a como dé lugar buscan satisfacerlo. Cimarrón viola a una esclava de la dotación en un camino solitario, mientras que Perro copula con una caniche. “Perro le cortó el camino, erizado de la cola a la cabeza. Su olor a macho era tan envolvente, que la inglesa olvidó que la habían bañado horas antes, con jabón de Castilla” (Carpentier, 152). Pronto asaltar caminos para violar, asesinar y robar a los transeúntes se volvió una actividad frecuente en la pareja de amigos. Cimarrón sacaba dinero de sus constantes felonías para pagarse de vez en cuando tragos de licor. Perro odiaba el olor nauseabundo con el que regresaba de noche. Cimarrón fue alcanzado en la casa de una mondonguera por la justicia de los blancos.

Cimarrón fue sacado a la calle, desnudo, dando tremendos alaridos. Perro, que acababa de oler al mayoral del ingenio, echó a correr al monte (…) Al día siguiente, vio pasar a Cimarrón por el camino. Estaba cubierto de heridas curadas con sal. Tenía hierros en el cuello y en los tobillos, y lo conducían cuatro números de la Benemérita de San Fernando, que le daban un baquetazo a cada dos pasos, tratándolo de ladrón, de borracho y de malnacido. (Carpentier, 154)

Perro se obligó a vivir solo en el monte, cayendo cada vez más a un estado de salvajismo primitivo para sobrevivir sin ayuda del hombre.

Es cierto lo que muchos detractores de los perros afirman: no existe otro animal que dependa tanto de nuestra especie como los perros. Ya sea que su existencia transcurra en un hogar o que vaguen por las calles, los perros necesitan del cuidado, la comida o la basura de los humanos. Son una especie dependiente casi en su totalidad de su mejor amigo: el Homo sapiens. Eso no ocurre con los gatos, pues saben defenderse durante las noches en los techos, las calles, los parques. Si no encuentra comida en su plato, el felino sabrá cazar ratones, lagartijas o ratas. Ellos sobreviven con o sin nuestra ayuda. Los gatos no están domesticados. Son una especie que eligió vivir entre humanos, por eso sus reacciones parecen las de una bestia traidora que muerde, rasguña o ignora. Son salvajes. Los perros se vuelven salvajes solo en situaciones desesperadas. Por eso, debido a la enorme soledad en la que se encuentra, y para no morir de hambre, el can de la narración echa mano a su atávico sentido de supervivencia: se vuelve tan feroz que, con ayuda de su collar de púas, es capaz de derrotar a otros perros salvajes para reproducirse con la perra en celo que Carpentier mencionó al inicio del cuento.

Perro dio un gran salto. Los jíbaros se le echaron encima. Los cuerpos se encajaron, unos en otros, en un confuso remolino de ladridos. Pero pronto se oyeron los aullidos abiertos por las púas del collar. Las bocas se llenaban de sangre. Había orejas desgarradas. Cuando Perro soltó al más viejo, con la garganta desgajada, los demás retrocedieron, gruñendo con rabia inútil. Perro corrió entonces al centro del palenque, para librar la última batalla a la perra gris, de pelo duro, que lo esperaba con los colmillos fuera. El rastro moría a la sombra de su vientre. (Carpentier, 156)

Carpentier es dueño de un estilo poderoso, lírico, que se encuentra en el lenguaje preciosista y violento y en el desenlace de sus historias; en este caso un trágico final pues ya con Perro como líder de la jauría de canes salvajes de alguna manera su amigo logra escapar a la justicia y vuelve a refugiarse en la selva donde Perro olfatea el olor a negro y escucha las cadenas que suenan a cada paso. De pronto Perro recuerda su primitiva tarea de cazador de fugitivos y “lanzó un extraño grito, mezcla de ladrido sordo y de aullido, y saltó al cuello del negro. Había recordado, de súbito, una vieja consigna dada por el mayoral del ingenio, el día que un esclavo huía al monte” (Carpentier, 157). Después de asesinar a su antiguo amigo, Perro alimenta a su jauría famélica con los restos cadavéricos de Cimarrón.

En su narración, Carpentier utiliza nombres genéricos quizá con la intención de dar a conocer a sus lectores que una escena de antropofagia como la descrita al final de su cuento era común durante la época colonial en Cuba. ¿Cuántos esclavos murieron en las fauces de mastines entrenados para matar? ¿Cuántos de ellos fueron comidos por sus asesinos caninos? Solo la tierra caribeña sabe la respuesta[1].


[1] En el libro La conquista de América, el problema del otro, del intelectual búlgaro Zvetan Todorov (Premio Príncipe de Asturias 2008) se describe la horrenda costumbre de los conquistadores españoles de alimentar a sus perros de guerra con cuerpos de los indígenas vencidos en batalla. Esta terrible expresión de salvajismo y crueldad fue heredada por los dueños de haciendas e ingenios azucareros en la antigua Capitanía de Cuba. No es una leyenda negra contra España, como muchos negacionistas intentan hacerla pasar. Es la Historia de un pueblo oprimido por el mal congénito del colonialismo: la esclavitud racial.


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