¿Te gustó? ¡Comparte!

Por Juan Jesús Jiménez

Puebla, México, 26 de abril de 2021 [00:01 GMT-5] (Neotraba)

¿Quién… eres… tú? No soy una oruga gigante sobre una seta –al menos eso creo–, pero la pregunta es la misma. ¿Quién eres tú? Es obvio que no eres yo porque no usas mi zapato izquierdo, ni mis lentes o mi suéter habitual. Pero, entonces, ¿quién?

Dentro de las preguntas innecesarias para el mundo capitalista, hay mucha basura que es un gran sustrato para las cuestiones que sólo podemos responder en la quietud. Así que, al terminar de leer esta columna, puede buscar un espacio para pensar en las cosas que de ninguna forma le servirán para volverse millonario, pero sí lo harán más cuerdo que quienes operan Wall Street y se avienta de sus rascacielos.

Para contestar esta duda le pido bajar la guardia. Entiendo que cuestionar algo así parece inquietante, pero como puede notar, no estoy en la misma habitación que usted y ni siquiera podemos interactuar –de ser así, seguramente iríamos por unos tacos y no cuestionándonos este tipo de cosas. Para este preciso momento, soy un espejo, o una sombra, un insecto molesto sobre su ventana, lo más cómodo para este análisis.

Y, ¿quién eres tú? Pues, de entrada, eso no lo puedo definir yo. Ni nadie, pues soy ajeno a tus pensamientos. Sólo puedo intuir, y eso con un gran margen de error entre lo que reflejas y lo que realmente eres. De modo que, hasta que se pueda grabar una mente dentro de una base de datos, el misterio respecto a lo que ocurre entre nosotros y las cosas que no nos dejan dormir se quedará en la almohada.

Ahora que ya dejamos en claro que nadie puede definir la persona que eres, debemos dejar en claro que la única forma de limitar nuestra existencia y no ser un aliento incorpóreo, es nombrando las cosas que no somos. De ahí que tengamos conceptos tan breves como “elefante” y tan complejos como “desoxirribonucleico” dentro de nuestro vocabulario.

Gran parte de las cosas a las cuales puedes asignar un nombre no eres tú pues, así como uno nombra las cosas como se nos enseña, las definiciones parten del contacto y la interacción con cosas ajenas a nosotros o que al menos, podemos reconocer como una parte de nosotros. Pero con ello es común que surja la duda: ¿qué es esto que se reconoce ajeno a todo pero que piensa que todo le sirve/pertenece?

La Biología podría decir que es su cerebro, como parte de un sistema muy amplio de reconocimiento e interacción con la realidad; la psicología –al menos el psicoanálisis– podría explicarlo mediante el Yo-Súper Yo-Eso, y la lente de orden sobrenatural (cuyo origen ya expliqué en otra columna) diría que se trata del alma –o concepto similar– que se guarda en nuestro ser corpóreo.

Tal vez esa sea la respuesta al ¿Quién eres tú? Pero es difícil saberlo, porque aunque consideraremos sólo una de las visiones, nos es imposible explicar muchas de las cosas que ocurren con nuestro entorno. Así, desarrollamos una confusión muy profunda que nos puede sacar tanto de la realidad como para hacernos una sombra sin identidad.

Y, hasta cierto punto, es entendible por qué nos aterra encontrarnos con nosotros en un mundo que parece apreciar más a lo estandarizado: “si no me crees, dime quién eres”. Todos, por mera intuición, empezamos enunciando nuestro nombre, lugar de procedencia, edad, algunas cosas que pensamos que nos hacen únicos y, de esa forma, es casi como si se contestara un cuestionario para entrar a un trabajo.

La definición de uno es difícil porque debemos desprendernos de nuestra herramienta más útil: el lenguaje. Pues el análisis de uno mismo no parte de la descripción textual, es una exploración de experiencias y afinaciones que asignan un alma, un perfil y un patrón de comportamiento. No para limitarlo, sino para comprenderlo y, después de eso, saber qué es lo que nos gustaría integrar.

Al hacer eso, hallaremos algo que los budistas nombraron “nirvana”. Desprendiendo nuestra existencia de todo deseo y, con ello, de todo dolor que una vida terrenal podría tener implícita. Pero, a decir verdad, aquello sólo comprime la posibilidad de un ser a su estructura más básica: la hedonista. De modo que, aunque sí es importante descubrir en nosotros la insignificancia, no precisamente debe convertirse en una razón para detenernos. En cambio, debe ser la estructura de pasos más firmes que jueguen con nuestro propio deseo para alcanzar deslumbramientos más y más altos.

Analizarlos y saber que somos ajenos a todo lo que el lenguaje puede describir, no es razón para decidir acabar con nuestra existencia –aunque parezca la salida más razonable. La apertura de este tipo de diálogos contigo –aunque en este caso es conmigo, en forma de una oruga con problemas de fumador– deben generar la incomodidad necesaria para hacer que sea nuestro movimiento constante la única forma de saber que estamos completos.

Incluso reconocer el movimiento que tenemos al no hacer nada, al mirar el techo y cuestionarnos ¿quién eres tú? Saber que el universo es una nube expandiéndose a la nada, que la velocidad es su respiración y nuestra quietud la sangre que le da vida. De eso se trata estar vivo al final, de experimentar y jugar a que somos este universo que nos transporta y morirá en algún momento de la eternidad. No de logros cuantificables, tampoco de noviazgos fallidos, ni de conflictos por saber si la quesadilla debe o no tener queso –que como buen provinciano diré que sí.

De quedarnos hablando solos y disfrutar los malos chistes que decimos. Justo como si hablara con los lectores tras una pantalla o como si imaginara que un columnista habla con usted. Lo cierto es que yo, como una voz incorpórea, no soy nada –casi siempre.


¿Te gustó? ¡Comparte!