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Por Dulce María Ramón

Ciudad de México, 19 de enero de 2022 [02:04 GMT-5] (Neotraba)

“Se escribe porque se escribe. Cuando se escribe de forma natural y espontánea, las palabras corren como barquitos de papel sobre aquella corriente de agua cristalina.”

Eusebio Ruvalcaba

El remolino de mis emociones siempre me ha provocado grandes tempestades. Y la única manera en que puedo salvarme de ellas es por medio de la escritura.

Desde niña, cuando vivía situaciones que no podía explicar, prefería habitar en mundos alternos, construyéndolos con los sortilegios que solamente los niños pueden crear y que, con el paso del tiempo, vas soltando.

Un ejemplo de ello fue cuando mi abuelo materno falleció. Lo vimos por última vez una mañana en la que mi papá, con grandes esfuerzos, lo ayudó a entrar en el auto. Apenas podía sostenerse de pie y su rostro estaba completamente descompuesto. No era para menos, durante toda la madrugada no paró de vomitar sangre y aunque por horas se negó a ir al hospital, al final sabía que era ya algo inevitable.

Abuelito de Dulce. Foto cortesía de la autora.
Abuelito de Dulce. Foto cortesía de la autora.

Mi hermano y yo titiritábamos por el frío, los dos enfundados en nuestras pijamas, incrédulos y asustados veíamos esa dolorosa escena. Él con siete años de edad y yo con casi cinco, estábamos inmensamente tristes porque aquel hombre robusto de cabello rizado que tanto nos amaba, que queríamos profundamente, estaba muriendo.

Mi mamá, al igual que nosotros, se despidió de su papá con los ojos llenos de lágrimas. Fue sumamente amorosa, aun cuando la desolación la embargaba. Silenciosa y absorta nos preparó el desayuno para después arrullar a mi hermana recién nacida.

Fue horas después cuando mi papá regresó a casa. Vimos cómo los dos de forma apresurada hicieron una pequeña maleta con varias mudas de ropa para más tarde llevarnos a casa de una tía, donde estuvimos dos días, los más eternos y que por mucho tiempo los tuve catalogados como los peores de mi infancia. Cuando regresamos a casa la ausencia de mi abuelo me inundó.

Los días que siguieron los recuerdo en tonos grises. Por ello, creo, dibujé ventanas en las nubes donde mi abuelo –estoy segura– se asomaba riendo sonoramente conmigo cuando yo me mecía en el columpio que tenía como asiento una llanta pintada de color azul.

Abuelito de Dulce. Foto cortesía de la autora.
Abuelito de Dulce. Foto cortesía de la autora.

Poco después de su muerte entré al Jardín de Niños. Mi abuelo me había prometido que sería él quien me acompañaría en mi primer día de clases. La noche anterior le dije a mi mamá que no iría a la escuela. Me miró con cierto enfado y no hubo manera de rebatirle. En mi desesperación, tomé de un álbum fotográfico todos los retratos donde mi abuelo aparecía para meterlos a las bolsas de mi uniforme. “Él está conmigo”, pensé. Superé poco a poco su muerte, aunque inevitablemente cuando veo las nubes blanquísimas que se forman en el cielo sé que sigue asomándose para verme.

Les cuento este capítulo en mi vida porque la única manera de poner mis emociones en calma ha sido por medio de la escritura. Sí, primero en diarios infantiles, en cuadernos Scribe, en libretas de hojas de colores donde descargaba todo lo que me ocurría, me enojaba, me hacía reír o llorar.

Esta sensación de desahogo no ha cambiado. Hace algunos años tuve el privilegio de coincidir con el escritor Eusebio Ruvalcaba. Al hablar de la avalancha que nos provoca a muchos escribir, como una manera apagar los fuegos que nos tateman el alma, me dijo:“si así te liberas, ¡no te atrevas a soltar la pluma!”

Ese día en los estantes de su casa buscaba algunos títulos de sus libros. Al darse cuenta, expresó: “no vas a encontrar ningún libro mío, porque además de que me parece un acto de soberbia tenerlos conmigo, todo lo que tenía que decir por medio de la escritura ya lo traigo tatuado en el alma”. Y agregó: “si ya fuiste capaz de sacar todo por medio de la palabra, suéltalo, deja que otros sepan lo que has sentido, bajo su propia responsabilidad”.

Eusebio Ruvalcaba. Foto de Miguel Ángel Manrique.
Eusebio Ruvalcaba. Foto de Miguel Ángel Manrique.

No he llevado al pie de la letra sus consejos, pero el que trato de seguir a pesar de todo es el no dejar de escribir.

Hoy después de un tiempo largo de no hacerlo, retomo la escritura contándoles de Amado Cerón, mi abuelo, recordando los días en me llevaba cargada en sus hombros al mercado rodante a comprarme cuanta cosa yo pidiera. Ahora también está presente el gran Eusebio, quien en muchas de nuestras largas pláticas con varios caballitos de tequila de por medio, me decía: “nadie tiene derecho a callar la voz que trazas cada vez que escribes”.

Hoy más que nunca sé que escribir me ha liberado de los ciclones con los que me ha puesto a luchar la vida. Y, ¿saben algo? Lo celebro.


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