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Por Dulce María Ramón (DulceMRamon)

Ciudad de México, 2 de enero de 2021 [00:01 GMT-5] (Neotraba)

La palabra colapso, cuando se habla de maternidad, puede resultar inoportuna si atendemos a lo que las mujeres han aprendido a lo largo de los siglos. Siempre, al expresarnos respecto al embarazo, pareciera que debemos contar sólo lo positivo, porque se rechazan otros argumentos. Se nos dice que es lo mejor que nos ha ocurrido como mujeres. 

Cuando nació mi primer hijo, recuerdo que las personas me visitaban con el fin de conocer al recién nacido. Me lo recalcaban, en tonos distintos. Al principio guardaba silencio pero, al final, sin ningún remordimiento, les respondía: he tenido mejores días.

Había olvidado esa sensación, aquellas noches de desvelo, de las horas interminables, de mi llanto y las lágrimas de Ulises, mi hijo. Y también, claro, el asombro íntimo ante un ser que conocía mi interior, como nadie más.

Llegó Línea Nigra (Almadía, 2020) de la escritora Jazmina Barrera. Un libro donde, desde la fluidez transparente y única del lenguaje, nos narra su experiencia de la maternidad. Pensamientos que se abren al exterior y que dejan prueba en breves fragmentos. El texto te abraza y te acompaña, a pesar del tiempo.

Portada de Línea Nigra, de Jazmina Barrera.

Jazmina es sumamente accesible. Al contactarla por Facebook, respondió de inmediato a la petición de la entrevista. Fue un lunes a las siete de la noche, cuando iniciamos nuestra charla. Ese día fue un poco ajetreado para ella, ya que se encontraba en plena mudanza. Sin embargo, respondió con gran derroche de emociones, de risa, de charlas alrededor del oficio de la escritura, de sus manías, a lo largo de poquito más de una hora.


Dulce María Ramón. ¿Cuándo te interesaste por la escritura, en qué momento te diste cuenta de que deseabas, sobre todas las cosas, escribir?

Jazmina Barrera. Siempre me gustó leer. Desde que era niña, mi mamá me leía todas las noches. Fue un hábito que nunca abandoné, que es muy importante para mí.  Además, asistía desde el jardín de niños a una escuela muy jipi, un lugar realmente hermoso donde fui muy feliz.

Todo comenzó en el tercer grado de kínder, donde mi maestra, que se llamaba Mílada, una de las más queridas, más entrañables en mi vida, nos pedía cada cierto tiempo que escribiéramos un texto libre, para después imprimirlo. Te imaginarás lo que tal cosa significa para niños de cinco años.

Mi primer texto que se imprimió decía: “El día de ayer, mi gata Casilda tuvo cinco gatitos”. Esa costumbre de escribir textos y de imprimirlos siguió en la primaria. Todavía tengo esas impresiones. A partir de ahí empecé a asociar a la escritura con el juego, con el disfrute, con la libertad, lo cual para mí es algo fundamental.

En la secundaria empecé a escribir con más vergüenza y a escondidas. Los espacios para la escritura creativa eran cada vez más reducidos. Comencé a desarrollar el pudor al escribir.

Recuerdo dos momentos indispensables en cuanto a mi escritura: el primero fue cuando conocí a un joven muy arrogante que se presentaba a sí mismo como escritor, fue cuando dije, “si este tipo puede ser escritor, pues yo puedo ser escritora”. Porque siempre tenía presente ese miedo, esa aura alrededor del acto de escribir, donde sólo los genios podían hacerlo. Algo completamente inalcanzable, a lo que yo no podía aspirar.

El segundo momento fue cuando, al terminar la licenciatura en Literaturas Modernas Inglesas, se me presentó la oportunidad de obtener la beca de la Fundación de Letras Mexicanas, para formación de escritores. Fue esencial para mí, porque entré en un ámbito donde sabía que a alguien le había parecido bueno mi trabajo, luego de mandar los textos junto con la solicitud.

Y además, era un espacio donde podía compartir, con otras personas que, al igual que yo, estábamos viendo cómo hacerle para dedicarnos a la escritura. Porque nos apasionaba. Fue en ese momento en que supe que haría todo por dedicarme a ella.

DMR. ¿Te imaginabas viviendo de este oficio?

JB. Últimamente sí, gracias a las Diosas. Y es algo que no me imaginaba. Al principio pensé que podía vivir de la academia y escribir de lado. Pero la academia resultó ser una de las más grandes desilusiones de mi vida. Luego pensé que podía vivir de trabajar en editoriales, algo que tampoco fue factible.

Más tarde decidí fundar con unos amigos Ediciones Antílope, porque pensamos que era el camino para tener un salario. No fue así, al contrario. Ahora después de cinco años del proyecto, seguimos trabajando sin paga. Seguimos invirtiendo en esa editorial y, contrario a lo que yo me esperaba, la escritura me está manteniendo.

DMR. ¿Cómo es tu día para escribir, cuál es la rutina que tienes?

JB. Mi rutina ha tenido que ir variando a través de los años. He tratado de ser muy disciplinada. He preferido siempre escribir en la mañana y leer en las tardes, salvo en pocas ocasiones que lo hacía en distintos horarios.

Pero desde que nació mi hijo, pues eso se acabó. Empecé a escribir cuando era posible, cuando tenía ratitos. En los primeros meses de su nacimiento, solamente en instantes que tenía en las siestas, porque amamantaba todo el tiempo. Más adelante, cuando pudo quedarse con Alejandro, mi esposo, o con mi madre, pude comenzar a escribir dos o tres horas diarias.

Luego Silvestre, mi hijo, entró a la escuela, y con ello comenzamos a tener una rutina un poco más estable. Todo iba muy bien hasta que llegó la pandemia. Eso dio al traste nuestra estructura. Y hemos tenido de nuevo que reajustarnos, tomar turnos. Volví a escribir cuando se podía y como se pudiera. Para mí la maternidad es una gran lección de humildad.

A la vez, me siento muy agradecida del oficio que me tocó. Pues me imagino que, si yo fuera alpinista o ejerciera alguna otra labor que me llevara a alguna oficina, combinada con la maternidad, hubiera sido mucho más difícil. Es un oficio muy portátil, muy noble y muy flexible.

DMR. ¿Tienes un lugar específico para escribir, aun cuando son periodos de tiempo muy cortos?

JB. Ahora estoy en un momento de transición porque nos estamos mudando. En los últimos años sí lo tuve. Era un cuartito de azotea que le rentaba a una vecina. Un lugar chiquitito, donde solo me sentaba a escribir. No había wifi. Era el búnker en el que me refugiaba. Ahora que me estoy mudando, estamos por construir nuevos espacios.

Espacio de escritura. Foto cortesía de la autora.
Espacio de escritura. Foto cortesía de la autora.

DMR. Cuéntame por qué elegiste un lugar como un cuarto de azotea, donde convives con lo doméstico y, además, por qué decidir desconectarte de las redes, del correo electrónico, de WhatsApp…

JB. Lo de la conexión a Internet no fue pensado, pero ya en el momento no me molestó en lo absoluto. Y es que, a partir de la maternidad, como se redujo mucho mi tiempo de escritura, me volví menos procastinadora. En realidad, veo las tontas redes sociales en otros momentos de ocio que llego a tener de a minutos. Pero jamás en los momentos de escritura. Definitivamente, me he vuelto mucho más eficiente en ese sentido. Por lo que me pareció algo muy natural sentarme a escribir. Y además es muy cómodo porque, por ejemplo, mientras estaba amamantando, tenía que bajar a hacerle de comer a Silvestre. El lugar era el ideal. Estaba separado y, al mismo tiempo, era muy cercano, de muy fácil acceso. 

DMR. ¿En ese espacio tenías elementos que hicieran que el oficio de la escritura fluyera?

JB. Sí, tenía un pizarrón pequeño donde iba notando pendientes, algunas ideas. Tenía una maceta con un cactus que me regaló mi amiga Ana Negri, también la ilustración de un faro, de Cecília Ruiz, que me obsequió Marina Azahua, y varias cajas de libros de Ediciones Antílope.

DMR. ¿Alguna vez has deseado que la vida como escritora que ahora tienes, junto con la maternidad, pudiese ser como antes de ella?

JB. La verdad es que siempre fue una negociación, del tiempo que uno dedica al oficio y del que uno dedica a la vida. Y en este caso todo se vuelve menos flexible, porque no importa lo clavada que yo esté al escribir. Eso puede resultar muy frustrante a veces. Soy muy afortunada ahora. En los momentos de desesperación, Alejandro y mi madre me ayudan, al igual que mi tía o mi prima. La ventaja es que vivimos muy cerca y cuento con una comunidad de crianza muy hermosa que me ha salvado totalmente en los momentos de angustia.

DMR. ¿Qué haces cuando no escribes, cuando no estás con Silvestre?

JB. Son muy pocos momentos y más en épocas de pandemia. Hubo un tiempo que me gustaba tocar el piano y era un momento de gran disfrute para mí. También hago yoga y me gusta mucho bordar poniendo un podcast.

DMR. ¿Desde cuando tienes el gusto por bordar?

JB. Desde pequeña. En esa escuela jipi, a la que iba, había talleres de manualidades, de cocina, carpintería y de bordado. Pero este gusto en particular nació de mi abuela. Después cuando di clases a adultos a un pueblito, el bordado se volvió algo importante para los que impartíamos clase: los alumnos nos enseñaban a bordar.

Y, a partir de ahí, lo he hecho con un grupo de amigas, ahora de manera intermitente. En pandemia he tomado un par de talleres, algo que de verdad me gusta muchísimo. En lo que va del año le bordé una jirafa a mi hijo; un quetzal al hijo de una amiga y así, varias cosas. Me gusta mucho obsequiar bordados, porque va más allá del dinero, es tu tiempo.

DMR. Hablabas al principio de tu gata Casilda, ¿las mascotas han sido tu compañía en la escritura?

JB. Me gustan mucho las mascotas, pero soy alérgica. He estado en un tratamiento durante vario tiempo y creo que ahora controlo más mis alergias. Ha habido gatos a lo largo de mi vida, me parecen seres fascinantes. En la casa tenemos una pequeña colección de libros sobre gatos en un rincón especial. En este momento no tengo gatos. Pero en la casa de junto, hay uno con el que mi hijo pasa mucho tiempo y yo también convivo con él.

DMR. ¿Qué formato prefieres cuando lees un libro, el electrónico o el físico?

JB. Cuando nació Silvestre empecé a leer libros electrónicos, algo que no hacía casi nunca, porque podía leerlos en el celular mientras amamantaba. Eso fue muy útil durante varios meses. Lo mismo me ha ocurrido con la pandemia, pues he abierto los ojos para ver lo prácticos y útiles que son los libros electrónicos.

Pero por sobre todas las cosas, prefiero leer los libros en físico. Para mí no hay nada como hojearlos, subrayarlos, saltar de un capítulo a otro, regresar, darme cuenta de cuántas páginas me faltan. Pero, sobre todo, descansar los ojos de los aparatos electrónicos, con los cuales, en tiempos de pandemia, hemos convivido de manera exagerada. Y es algo que ya no soporto. Cualquier descanso de las múltiples pantallas es fabuloso. Son medios complementarios, agradezco que existan los dos. Pero si puedo leer en papel, lo prefiero.

DMR. Ahora que hablas de subrayar libros, ¿tienes algún lápiz o pluma especial que utilizas para ello?

JB. Desde que nació mi hijo me he vuelto mucho menos glamurosa. Porque antes sí tenía, en especial lapiceros, subrayaba con ellos. Y hay uno al cual le tengo mucho cariño, que me regaló el novio de mi mamá, que es alemán. Tengo otro que me compré cuando viví en Nueva York. Pero ahora todo es un desastre: marco y subrayo con lo primero que alcance.

DMR. ¿La maternidad cambió tu manera al escribir?

JB. Sí, por completo. La cambió en términos prácticos. Por el tiempo, por la eficiencia que tengo al hacerlo, por la manera de tomar notas, y de estar pensando en lo que escribo.

El cambio más cercano está en Línea Nigra, porque es un libro fragmentario. Así como muchos libros de maternidad, que son así por las interrupciones del ritmo de la vida. También la cambió a un nivel más temático y conceptual porque se transformó mi universo, la forma en que veo ahora a la humanidad, al feminismo, a los temas del medio ambiente. Le presto mucha más atención a la literatura infantil. A muchos temas que antes me interesaban, pero ahora de otra manera.


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