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Por Carlos René Padilla

Ciudad Obregón, Sonora, 18 de enero de 2022 [02:31 GMT-5] (Neotraba)

Capítulo 1
Deux vieillards

Encendí el tercer cigarro en menos de una hora y me recargué en el respaldo de la silla. El expediente sobre el asesinato de un párroco, al que un amigo comandante de la policía judicial me había pedido que le echara un vistazo, no tenía pies ni cabeza. El caso, no la víctima. Tomé un trago de café. Frío. Estuve a punto de escupirlo, pero me detuve cuando vi que dos septuagenarios, de bastón y bien vestidos, atravesaron el umbral de la oficina y se sentaron frente a mí sin dejar de discutir. Pasé el trago tan sabroso como engullir aceite quemado. Hubiera deseado que en vez de que entraran deux vieillards fuera una femme fatale como en las novelas de Raymond Chandler, pero clientes eran clientes.

—Alonso Vidal, él fue el primero, Pedro, no seas necio —el viejo azotó con fuerza un libro color naranja sobre mi escritorio.
—Y tú no seas aferrado, Pablo, el que inició todo fue Gerardo Cornejo —su compañero señaló con el dedo índice otra novela.

Leí las portadas de los dos libros: La madriguera de los Cobra de Alonso Vidal y Juan Justino Judicial de Gerardo Cornejo. Exhalé. El humo subió lentamente hasta el techo. Conocía los nombres de esos escritores gracias a mi vida pasada.

Al ver que mi estómago se acercaba peligrosamente al espinazo mientras estudiaba Letras en la Universidad de Sonora, decidí también iniciar la carrera de Derecho. Primero logré colocarme como meritorio en una agencia del Ministerio Público a que me contrataran como profesor de la materia de español en alguna escuela o ganar un concurso literario de importancia. Pero estudiar Letras no fue tiempo perdido, gracias a ello era el mejor para redactar los informes policiales y el más rápido en escribir frente a la computadora. En menos de cinco años llegué a Ministerio Público y en igual número de años un par de problemas con mis superiores hicieron que me mandaran a la banca. Harto de buscar una segunda oportunidad, renuncié y abrí una pequeña oficina donde, mientras esperaba que contrataran mis servicios de investigador, al igual que mis tiempos de estudiante, mataba los tiempos muertos leyendo novelas y tomando café instantáneo aguado.

—Señores, silencio, por favor —aplasté la bacha del cigarro en el cenicero—, ¿les puedo ayudar en algo?
—Por supuesto, ¿por qué cree que estamos aquí? —Pablo observó a Pedro e hizo un ademán de hastío—, usted es detective privado, ¿o no?
—Eso dice la puerta —señalé con la barbilla en el mismo tono petulante.
—Mi nombre es Pedro Simón, aquí mi amigo es Pablo Tarso —el aludido inclinó ligeramente la cabeza— y queremos contratarlo para un trabajo
.

Miré el legajo de papeles que tenía que examinar y me rasqué la cabeza. Abrí el cajón del escritorio para sacar la cajetilla de Raleigh. Les ofrecí a los viejos, pero negaron con la cabeza.

—¿De qué se trata?, ¿a quién quiere que investigue? —prendí el cigarro—.
—Tenemos una apuesta sobre cuál fue la primera novela del género negro de Sonora y yo sostengo que fue Juan Justino Judicial.
—¡Y dale! Fue La madriguera de los Cobra —Pablo elevó la voz.

De nuevo comenzaron a lanzarse los nombres de los escritores como si se tiraran golpes. Enterré el cigarro entre el cementerio de colillas del cenicero.

—Silencio, silencio, señores —los dos se callaron al momento—, creo que les puedo ayudar, para su buena suerte también estudié Letras.

Los dos me vieron de arriba abajo con cara de desagrado. Me imaginé que así observaban a quien no sabía distinguir entre las cucharas del postre y de la sopa.

—Bueno, ¿sabe usted, al menos, cómo llegó la novela policiaca y negra a México? —Pablo asintió con la cabeza ante la pregunta de Pedro.

Hurgué en mis apuntes mentales. La literatura policial, como me gusta llamarla y no policiaca —digo, a menos que la escriba un gendarme—, siempre había sido una pasión para mí. Más que una pregunta que me hacía el viejo era una forma de saber si era el adecuado para el trabajo y no le echaba un farol solamente para conseguirlo. Carraspeé un poco antes de empezar.

—Gracias a la aparición de Selecciones policiacas y de misterio en noviembre de 1946 de Antonio Helú se dio el detonante que México necesitaba —coloqué ambas manos en el escritorio—, aquí empezaron a publicar escritores nacionales que tomaban más en serio el asunto de la novela policial, entre ellos Pepe Martínez de la Vega, María Elvira Bermúdez, Rafael Solana, Rodolfo Usigli y por supuesto al fundador del género negro en nuestro país: Rafael Bernal.

Recordé que en esa época salieron dos novelas emblemáticas: Ensayo de un crimende Rodolfo Usigli en 1944 y La obligación de asesinar de Antonio Helú en 1946, ambos asiduos escribientes a la revista Selecciones policiacas y de misterio. Ésas fueron las primeras incursiones dentro del género policial en el país, ya basados en un entorno más nacionalista, pero fue hasta la publicación de El complot mongol de Rafael Bernal, en 1969, que se cimenta la narrativa negra mexicana. Un género que desde que nació ha sido criticado a la menor provocación. Una de las primeras excusas era que esta literatura no podía existir en el país sencillamente porque los detectives en México no realizan una investigación clara de los crímenes como retratan en la literatura otras regiones como Estados Unidos o Europa, es decir, sostenían que escribir novela policial aquí equivalía enseñarle a tomar té a los ingleses o a preparar, a los americanos, una grasosa hamburguesa con queso en un restaurante atendido por un payaso tenebroso. Pareciera que la historia no les ha enseñado a los extranjeros que si para algo tenemos capacidad los mexicanos es para la adaptación. Eso sucedió con la novela policial, pero después los escritores se dieron cuenta que teníamos a nuestro alcance todos los elementos para escribir sobre el género con una gran calidad.

—La literatura policial también llegó a México por Sudamérica cuando los escritores argentinos Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares empezaron a publicar relatos policiales en su país gracias a su amor al género. Ellos fueron los precursores al realizar varias antologías donde desfilaban nombres de escritores ingleses y estadounidenses ya clásicos. Esta incubación permitió que tanto Borges como Bioy Casares terminaran por incursionar en el género, pero hicieron las atmósferas más adecuadas para el contexto latinoamericano. Las tramas y los personajes fueron desdibujados de la realidad europea y norteamericana para revestirlos con nuestros problemas. Estas historias y traducciones no tardaron en salir de Argentina para llegar a México. Muchos críticos adujeron que en nuestro país esta narrativa iba a chocar contra pared porque no tenemos un sentido propio de la justicia, y si lo sabré yo que fui ministerio público.
—Ah, ¿también?, nada más falta que haya inventado la bomba atómica —sonrió con desdén Pablo—. Recuerdo que Carlos Monsiváis hizo esta pregunta respecto a lo que acaba de formular: «¿Qué más propiamente latinoamericano que las complicidades del hampa y la política, y la vastedad de las zonas de corrupción e impunidad?».

Portada de Los crímenes de Juan Justino y Rodrigo Cobra..., de Carlos René Padilla
Portada de Los crímenes de Juan Justino y Rodrigo Cobra…, de Carlos René Padilla

Asentí como si fuera un alumno que acaba de ganarse un punto extra.

Después de un momento de silencio, los dos viejos voltearon a verse, satisfechos.

—Parece que sí sabe del tema —Pablo me miró.
—Más de lo que se imaginan —crucé los brazos—. Los honorarios serán altos, pero les aseguro que van a salir de dudas.
—No se preocupe por el dinero —Pedro colocó un cheque sobre el escritorio. Vi la cantidad y sonreí—. Tenemos mucho tiempo alegando por esto, aquí tiene para empezar, ¿cuándo nos tendrá los resultados?
—En tres días —miré el calendario en la pared—, nos vemos aquí mismo, les entrego la transcripción de la investigación y ustedes el resto del pago.

Los dos se levantaron, dieron la vuelta y se alejaron rumbo a la puerta.

—En tres días te voy a demostrar que Cornejo fue el primero, nomás ve el título de la novela, Pablo, dice judicial, es obvio que es novela negra.
—Vas a terminar llorando cuando descubran que fue Vidal, Pedro, nadie se espera que un poeta pueda ser el que haya escrito la primera novela del género negro en Sonora.
—Cuidado al bajar las escaleras —grité a los viejos, pero no supe si me escucharon entre sus alegatos.

Verifiqué la hora en el reloj de la pared. Tenía tiempo para continuar la lectura del expediente criminal que reposaba en mi escritorio. Hice a un lado los libros que habían dejado los nuevos clientes y abrí el fólder.

La víctima, un sacerdote de nombre Judas Carbajal, tenía cinco años comisionado a Nuestra Señora del Carmen, una iglesia en pleno centro de la ciudad. Acerqué la fotografía a mis ojos. Carbajal en el piso, las manos extendidas y la cabeza de lado con los ojos abiertos. Según el dosier, el sacristán había encontrado el cuerpo esa mañana al abrir la capilla. Al principio los agentes pensaron que era un paro cardíaco, pero al revisar la cerradura de la iglesia descubrieron varios golpes en la chapa. Ése fue el primer indicio para pensar que Dios no lo había mandado llamar de manera amable. Julián Sobarzo, amigo de mi paso por el ministerio público, me contó que no habían hecho ningún tipo de pronunciamiento ante los medios. Me dijo que el Procurador de Justicia quería que lo declararan asesinato para hacer un circo mediático y lucirse. Pero el Arzobispo quería enterrar cuanto antes al padre Carbajal para evitar algún escándalo. El poder divino y el terrenal en plena lucha. Por eso Sobarzo había pedido mi ayuda. Pretendía que lo apoyara con una investigación alterna. No quería, en términos amables, joderla. Contemplé de nuevo la fotografía. Frente al cadáver estaba un Cristo de casi dos metros de altura. Supuse que él era mi único testigo, pero descarté que fuera a decirme una sola palabra considerando que no lo había visto desde mi primera comunión.

Comprobé de nuevo la hora. Era tiempo de visitar a mis tres viejos maestros de la universidad. Agarré los documentos y el par de libros. Cerré la puerta de la oficina y comencé a bajar los peldaños de dos en dos.

Llegue al café de Sanborns. No me equivoqué. En la mesa de siempre estaban Melchor Farías, maestro en Etimología y Lingüística, Baltasar Fernández, de Literatura Comparada, y Gaspar Batista, de Narrativa General. Un golpe del destino los juntó en la misma universidad para dar clases y la convivencia los había vuelto amigos inseparables. Desde mi época de estudiante yo los apodaba los Tres Reyes Magos por razones obvias. El trío levantó al mismo tiempo sus manos derechas para saludarme.

—Di, di, di, dichosos los ojos que te ven, Negro, nos tenías muy olvidados —Melchor siempre tartamudeaba al principio de cada frase, como si fuera una vieja cortadora de césped de combustión interna, pero cuando se encendía, no había nada que lo detuviera. Le gustaba vestir pantalón y chaleco del mismo color. El atuendo de trabajador inglés era para presumir mejor el reloj de bolsillo que su padre le había heredado. Su barba de candado larga y su pelo, semicanoso, siempre olían a brillantina Wildrot.
—Me cayó un trabajo en el que necesito su ayuda —jalé una silla para sentarme.
—Te escuchamos, pero te advertimos que ya estamos viejos para golpear mafiosos —Baltasar prendió su cigarro electrónico y el ambiente comenzó a oler a pino. Flaco como una vara, ojos azules, barba poblada completamente blanca y de 1.90 de estatura, parecía un monolito antiguo cuando se quedaba quieto.

Coloqué los dos libros sobre la mesa y se los acerqué. Los tres bajaron la mirada para leer.

—Vidal y Cornejo, grandes escritores sonorenses, pero ¿qué quieres saber?, ¿no te bastó con lo que vimos en la escuela? —Gaspar, recargó sus regordetas manos sobre su amplio abdomen. El saco siempre hecho a la medida apenas le permitía libertad cuando se expresaba con grandilocuencia en sus clases. Abrió una bolsa de papel y sacó una coyota de piloncillo. Los tres catedráticos tenían la costumbre de meter de contrabando el pan porque se les hacía un robo lo que cobraban por cada pieza en el establecimiento y no estaban dispuestos a ayudar a aumentar la fortuna de Carlos Slim.
—Un par de clientes tienen una apuesta y quieren que yo les investigue cuál de esas dos novelas es la primera del género noir en Sonora.
—Espera, Negro, estamos hablando de Alonso Vidal el que escribió —Gaspar se puso de pie y declamó—: «Si para amar es necesario arder, pongamos el sol sobre la mesa», el poeta Vidal, ¿no?

La memoria de los tres catedráticos era impresionante y para demostrarla les encantaba recitar pasajes de libros como si fuera una competencia entre ellos.

—Pues sí, yo sé que puede sonar un poco raro pero al final tiene lógica, La madriguera de los Cobra trata de un asesinato y Juan Justino Judicial de la vida de un policía, nada más necesito comparar apuntes con ustedes antes de hacer el informe con mis clientes.

Los Tres Reyes Magos voltearon a verse con una sonrisa y se frotaron las manos como niños traviesos. A los tres les encantaban los misterios.

—Cu, cu, cu, cuenta con nosotros, vamos a hacer un análisis de los dos libros y te decimos quién tiene la razón —Melchor colocó un poco de azúcar a su café—, la, la, la, las dos obras se escribieron con un año de diferencia, primero la de Vidal en 1995 y en 1996 la de Cornejo, se me hace extraño que no haya otra novela policial o negra anterior en Sonora, también vamos a investigar si no hay nada antes.
—El documento que le pienso entregar a los clientes va a llevar el nacimiento del género, una revisión bibliográfica de Sonora hasta esa fecha y el análisis de las novelas —hice señas a la mesera para que también me trajera café.
—Muy bien, Negro, es importante la cronología de la novela policial y negra en el mundo —Baltasar colocó un nuevo cartucho en la vaporera de su cigarro eléctrico—, recuerda que todo empezó con Edgar Allan Poe en 1841, después despuntaron los escritores ingleses, años después en Estados Unidos nace la novela negra y de ahí emigra a Francia hasta retornar con más fuerza con nuestros vecinos gringos…
—No le platiques mucho, mejor que vaya mañana a la conferencia sobre el tema que vamos a dar en la universidad —Gaspar interrumpió a Baltasar y luego volteó a verme—. Tienes que ir, es sobre la diferenciación entre novela negra y policial, pero antes te vemos en nuestro búnker temprano.
—Muy bien, ahí estaré. ¿A las once de la mañana?

Los tres asintieron.

Me despedí con un saludo y salí a la tarde calurosa que ya se estaba desterrando. Observé el reloj. Lo mejor era ir a mi departamento para revisar más a fondo el archivo del párroco. Encendí un cigarro y me recargué en una columna de cemento a disfrutarlo. Por un minuto más que me demorara en investigar el caso del padre, éste no iba a levantarse como Lázaro.


Los crímenes de Juan Justino y Rodrigo Cobra. Una investigación policial sobre la literatura de Gerardo Cornejo y Alonso Vidal, ganador del Premio Libro Sonorense en la categoría de ensayo. Nitro/Press–Instituto Sonorense de Cultura, 2020.


Carlos René Padilla.

Carlos René Padilla, narrador y periodista, vio por primera vez la luz… de las patrullas en Agua Prieta, Sonora, México, en 1977. Ganador del Concurso Libro Sonorense en los géneros novela, crónica y ensayo en diferentes años con Amorcito corazón, No toda la sangre es roja, Los crímenes de Juan Justino y Rodrigo Cobra y Hércules en el desierto, todos en Nitro/Press. También es autor de Un día de estos, Fabiola y de Yo soy el Araña, galardonada con el Premio Nacional de Novela Negra “Una vuelta de Tuerca” 2016. Fundador de SoNoir, movimiento encargado de difundir la literatura policial y negra en todo el país. Sus cuentos han sido incluidos en antologías a nivel nacional y latinoamericano. Actualmente se encuentra en arresto domiciliario en Ciudad Obregón donde cocina para su esposa e hija, escribe, y se escapa por las noches a un bar donde aseguran que nunca ha pagado nada.


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