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Por Juan Jesús Jiménez

Puebla, México, 2 de agosto de 2021 [00:01 GMT-5] (Neotraba)

El soundtrack de hoy no es para usted, querido lector,

pero sí puede disfrutar de la rola: https://youtu.be/V9p6AzJF5iw

¡Quiero volver a la normalidad! –escuché al ir a la tienda. No pude evitar preguntarme si es que alguna vez hubo tal cosa como la normalidad. ¿Qué ocurría antes de la pandemia como para desearlo ansiosamente? ¿Cuál era la norma en el mundo sin cubrebocas ni gel antibacterial?

Es curioso que en medio de una adversidad perdonemos aspectos que nos parecían desagradables de la cotidianidad, casi como un síndrome de Estocolmo entre lo que hemos vivido y lo que ahora no podemos hacer; porque el encierro puede ser violento, sobre todo si a éste le acompaña el silencio y la soledad como un ruido blanco antes que un espacio para la meditación. La realidad como la conocemos, encerrados en casa y escuchando las noticias de la tarde, se ha vuelto violenta, atroz.

A veces parece dar la impresión de que la muerte, para el ser humano, dejó de tener significado ante el temor que corrompe nuestra visión del mundo que nos rodea. Pensar así, y sobre todo, dejar que este tipo de temores vayan guiando nuestros pasos, no es algo que sea malo del todo, al menos es un temor que podemos entender desde lo conductual. Ese algo en nuestro cerebro que yace en una caja de cristal con la etiqueta “colapse en caso de crisis”. Tememos porque sea lo que sea que ocurra ahí afuera, no lo conocemos, no sabemos de dónde vino o si alguna vez dejará de llenar los encabezados de los periódicos[1].

¿Era diferente antes? Objetivamente estoy obligado a decir que no lo sé, pero en el fondo creo que no, solo que ahora es más notorio porque no hay algo más que nos aparte de esa realidad violenta. Ahora solo estamos nosotros frente a un espejo televisivo donde apenas y podemos hacer algo más allá de cambiar de canal e ignorar las noticias.

¿Era diferente antes? No. Y creo que puedo valerme de algo que pasó hace unos dos años[2]. Era mi cumpleaños, un diciembre particularmente soleado en el centro de la ciudad. En ese entonces salía con alguien y ese día fuimos a caminar cerca de San Francisco, estuvimos hablando un rato en las bancas fuera del centro de convenciones y en cuanto menos lo esperamos, se nos acercaron tres sujetos para asaltarnos. El incidente no pasó a mayores e incluso quisimos denunciarlos con un policía que estaba cerca de la biblioteca pero solo nos tiró de locos. El caso es que, caminando hacia su parada, ella y yo no parábamos de reírnos de nosotros mismos, tal vez como una risa nerviosa en lugar de una cómica, tal vez porque realmente nos tomó por sorpresa que después de un beso, lo más agitado del día hubiese sido un asalto.

Pero de cualquier modo, el punto es que la normalidad antes de la pandemia no era menos violenta que ahora, solo teníamos nuestra atención en muchas más cosas que lo hacían menos notorio. En mi caso, alguien con quién reírme camino a la parada.

Y si no me cree, piense en todas las cosas innecesarias que hacía, cualquiera que le consumiera atención en el trayecto de su casa a cualquier otra parte, o incluso en medio de actividades realmente importantes como lo sería trabajar en algo o poner atención en la escuela. Es esa separación entre lo que pasaba pero no era necesario y lo que pasaba pero no notaba es ese punto que se perdió con el aislamiento, con nuestra atención concentrada en un punto y no en todo lo demás.

Es entonces que en nuestro temor a la realidad violenta creemos que mantenernos en muchos lugares hará que ese temor se disipe por sí solo, y nos deje como antes, en esa normalidad somnolienta que tanto extrañamos. ¿Cómo ocurre esto? Procrastinando. Aplazar un evento inevitable, solo hace que con cada minuto en que esa tarea no es realizada crezca en tamaño y dificultad, pero logra distraernos en otras tareas innecesarias o más pequeñas –como darle refresh sin parar a Instagram.

Es este fenómeno, estas ganas de evitar la realidad una posible explicación de porqué algunos se sienten menos productivos en la pandemia, y el hecho es que no deberían sentirse mal por algo a lo que estamos predispuestos.

Si una persona, cualquiera, no sabe cómo domesticar[3] la violencia, su razón biológica decidirá mucho de cómo salir de su crisis –la caja de cristal que mencionamos al principio. Lo que hace que nuestros instintos se activen, que se reflejen en nosotros como ansiedad y nos impulsen a correr de todo peligro, sea físico o emocional, dando esa sensación de que no hacemos nada y que el tiempo nos come.

No es algo que venga en un manual de cómo ser humano, nadie nos enseña a enfrentarnos a una condición evolutiva, solo pasa y cuando lo hace desconocemos qué es realmente. Aprendemos de poco a levantarnos con ello y a seguir caminando con el viento en contra, a domesticar la violencia que nos rodea sin ignorarla o tratar de esconderla. Es por eso por lo que este tipo de conversaciones es importante, y no solo de mi voz, si no de cualquiera que le acompañe en estos momentos tan extraños.

Está bien sentir temor de lo que ocurre y no podemos controlar. Somos humanos, somos seres biológicos que aprendieron a mantenerse a salvo. Solo nos queda aprender que huir no siempre es estar seguro, solo es alejarnos del problema de forma indefinida hasta caer al vacío.


[1] No mencionaré los eventos a los que me refiero y que han ocurrido en los últimos meses, pero no porque les haga de menos sino porque creo que para ello se necesita una voz y un énfasis que esta columna no pretende.

[2] En caso de que la persona a la que me refiero lea esto, te agradará saber que ya no me muerdo las uñas.

[3] Uso este término porque creo que es adecuado para reflejar lo que quiero. No combates algo incontrolable, lo haces manso, comprensible, y entonces creces con ello.


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