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Por Edgard Cardoza Bravo

Ciudad de México, 17 de agosto de 2021 [00:02 GMT-5] (Neotraba)

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¡Carajo!, no sé de qué estoy hecha, que soporto impasible el vaivén de tantos señoritingos que entran a mi casa preguntando por ella, y que después de un levísimo saludo desaparecen hacia quién sabe dónde y no los vuelvo a ver sino hasta el día siguiente a la misma hora, en que: ‘¿está Evelia?’. Literalmente, un interminable desfile de cachorros en celo. Entran y desaparecen, como si mi casa fuera barril sin fondo, asilo de almas en pena, puerta de entrada a otra dimensión que tarda exactamente veinticuatro horas en abrirse de nuevo para cada presencia. ¿Por dónde salen? –me pregunto–, ¿por qué nunca repiten su visita, si no hasta transcurrido ese período grabado (como el saludo mismo que menciono) en un terco reloj atento únicamente a tal arribo desbocado, a los pasos que no vuelven si no hasta ese transcurso indefinible, en el eco de una misma señal, de una misma construcción verbal (‘¿está Evelia?’) con tonos diferentes, siempre al borde de lo irreal, perdiéndose en un fondo de miradas y voces en permanente huida. Odio a Evelia.

2

Y yo languideciendo desde este marco de destellos plomizos, ignorada, convertida en celestina involuntaria porque todos preguntan, mas yo nunca contesto lo que debería: ¡no encontrarán a Evelia! Aunque la busquen incansables en todos los espacios hoy vedados para mí.

Tal vez sabrán algo de la verdad, cuando me dediquen el tiempo, las formas y el cariño que merezco. O se reúnan en cierto lugar del tiempo todos los que no se dieron cuenta alguna que existí y me pidan disculpas. O hasta que yo deje de ser sólo un marbete de facciones diluyéndose y se detengan los muchachillos esos –presumidos– y me digan después de la genuflexión correcta en estos casos, ante tamaña dama empapada de tiempo y secretos de alcurnia como soy: ‘¿podría usted, amable señorita, informarme de Evelia?’. Aún con tales deferencias, Evelia, continuaría odiándote.

3

Y no sólo dan su paseíllo frente a mí los personajes esos que detesto, también discurren amarillentos calendarios –siempre tan formales– rozando las paredes con su ácido de días perdidos para siempre. Rumores de vecinos –que quizá nunca conocí y no tuvieron acceso directo a este espacio de misterios que me aloja y me define sombra tutora de la casa– han hilado su tela de malicia, y el imán de la pregunta tantas veces repetida los trae a mí con sus nutridos ojos de acusación morbosa: ¿habrá algo de verdad en tales infundios? Y la familia (que tanto contribuyó a hacer de mí ‘la inadaptada, la amargada envidiosa’, en palabras de la abuela), que cuando aquello fue noticia sólo lloró con silencio esperanzado el regreso de Evelia, sin la mínima sospecha de lo peor. Porque no, nada malo podía ocurrirle a Evelia, ¿como a ella, tan buena y recatada, tan hermosa? Seguramente emprendería algún viaje tan repentino que no le permitió avisar a nadie. Nadie más prudente que Evelia. Y después, mayor indiferencia para la hermana enclenque, contrahecha y amargada que soy. Lo bueno –o lo peor, según se vea– es que después de aquello no les duré mucho.

Aun cuando ya no estabas físicamente en el mundo, seguiste haciendo daño, maldita Evelia.

4

–Hola, doña Séfora, ¿qué ha sabido de Evelia. Qué ha sabido de Evelia. Qué ha sabido?

La misma pregunta que me pudrió el hígado por años y llega inacabable hasta el cristal de mi vigilia escupiendo esa emanación sanguinolenta que yo tan bien conozco. Aunque ahora es mi madre la interlocutora de moda. Y ella siempre tan propia: ‘está de viaje, ya pronto vuelve’ o ‘vino de entrada por salida y se volvió a marchar, ¿qué no la viste?’ o ‘es que se mudó a un país lejano, y no creo que regrese pronto, pero me habla muy seguido. Te mandó saludar, ¿eh?’

Por cierto, esta última respuesta es lo más cercano a la verdad que le he escuchado. Ella, la pobre, sigue esperando a Evelia. Yo, de plano no importo –ni importé en aquel tiempo en que el desdén me lastimaba realmente–, aunque hoy seamos vecinas de potrero porque en esta otra vida de la muerte las distancias no existen. Ella muerta por odio y yo muerta de olvido desde antes de morir, para el caso es lo mismo. Han pasado más de veinte años y la chusma esa que inventó conjeturas y que a punto estuvo de dar con el móvil y el culpable (la culpable, diría), con ganas de joder sigue preguntando lo mismo, para oír alguna respuesta ya escuchada por siempre y así reírse de la desgracia ajena.

Lo cierto es que mi madre reside absorta en su infructuosa espera: por aguardar a Evelia apenas si se ha enterado de la muerte de sus otros dos hijos, incluyéndome. La esperanza de volver a estrechar a Evelia entre sus brazos amortiguó el dolor de su ausencia y desterró de paso cualquier sentimiento de pesar por nuestra muerte. Hasta el dolor intacto de mi madre nos robó, maldita Evelia.

5

Y yo desde esta foto que los vivos ya ni siquiera notan, diluyéndome en óxido de tiempo, con el secreto tan bien guardado de la suerte de Evelia. Hasta hoy que encontraron esos huesos marchitos bajo las raíces del Granado que tumbó la tormenta (yo misma lo sembré hace más de veinte años, sobre el cuerpo inerte de mi hermana). Y miren si no es vano, ridículo, carente de sentido, el lenguaje que escurre de la muerte: los avezados periodistas califican el hecho como “el regreso póstumo de Evelia”.

Los vivos, por expertos que sean en deducir agravios no sabrán la verdad. Siempre habrá alguna duda que me salve, siempre algún acuerdo de negación hipócrita para alguien como yo que vivió en el olvido y ya polvo sigue habitando el mismo latifundio, sólo que ahora con un muro de fuga de por medio. Guardar las apariencias, mantener limpio el nombre de la casa, son los brazos de la cruz de Evelia, a partir de este día oficialmente muerta, sin motivo cierto, sin ejecutor preciso.

Si retoñan las sospechas habrá que mandarlas lejos para que no lesionen la salud del apellido. Los únicos que saben bien a bien los detalles del asunto ya desaparecieron de la tierra. Muchísimas veces confesé mi secreto (mas no escucharon) en las visitas a esta foto amarillenta que me aprisiona el alma.

Mi madre, por fin encontró a Evelia y volverá el dolor a su conciencia. La culpable de ese dolor eterno de mi madre, que la guiará a la tumba y seguramente trascenderá su cuerpo físico, será Evelia de nuevo.

Siempre Evelia. Y yo desde esta foto, diluyéndome, padeciendo el infierno del eco de su nombre.


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