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Por Juan Jesús Jiménez

Puebla, México, 6 de octubre de 2020 [00:01 GMT-5] (Neotraba)

Tiene algún tiempo –y es algo que puede constatar mis mejores amigas– que me la vivo enojado, de mal humor y hablando fuerte.

No voy a culpar a mi super ego porque, en efecto, no creo que sea un mecanismo de defensa; lo sería en caso de que mi ego estuviera en peligro, que estuviera agarrando a golpe limpio a mi vida, y además estuviera perdiendo. No, no creo –falta para que mi enojo se haga decepción. Vivo enojado todo el tiempo porque, de cierta forma así lo quiero ¿y qué tiene? Sí, es cierto, tengo un ceño marcado, seguramente me salga alguna arruga y denote un tick en el ojo, pero y ¿luego? Creo que hemos llenado de estigmas algo que es natural, o no nos hemos dado tiempo de estudiar a detalle, el espectro humano que no encaja en lo reconfortante, lo bello, la parte agradable.

La estética, por ejemplo, tuvo durante mucho tiempo el problema de que la parte teórica, aunque fuesen reconocidas otras categorías estéticas, se centraba meramente en las determinaciones de belleza, en qué y cómo se formaba, tuvieron que pasar muchos años hasta que las categorías como la fealdad, lo grotesco y cómico, se hicieran presentes en la realidad teórica de la construcción estética. ¿Será que evitamos hablar de lo que nos incomoda para bien? O ¿solo nos centramos en lo agradable?

Remontando a mi ejemplo, yo me la paso enojado, con todo y todos –unos menos que otros, tendiendo a cero en algunos casos– y es este enojo el que me hace sentarme, calmarme y canalizarlo para usarlo en algo productivo. El enojo, en este caso, no es para mí una limitación, o algo que deba eliminar de mi vida de raíz, es una forma de interactuar con el mundo, una determinación que he recibido de mi genética. Mire, yo no digo que enojarse, o frustrarse es lo mejor del mundo, y que deberíamos centrar nuestra vida en ese sentimiento; yo digo, que es algo inevitable.

Tan inevitable como que a usted le dé por ir al baño, o por comer, son necesidades que escapan de su control. En el ejercicio de mi libertad, no entra lo inevitable, pero sí lo que hacemos con ello. Si usted tiene hambre –como escuché en un podcast– usted decide si chingarse unas carnitas o unos tacos de asada, pero en principio, usted no decidió tener hambre. Lo mismo pasa con el enojo, con la tristeza, la ansiedad, toda esa amalgama de contradicciones a lo agradable. Usted decide si se va a aventar a llorar todo el día o va a trabajar con ello, pero en principio, usted no decidió tener ese sentimiento.

La bilis en la cólera, por llamarle de una forma, es esa parte útil de estar enojado; el cuerpo, en un reflejo instintivo, nos advierte del peligro inminente que nos estresa, y hace trabajar a nuestra cuerpo de más, lo mismo con la ansiedad y tristeza; así como yo no he decidido cuándo y por qué, tampoco decido cómo. Y entendemos entonces que se nos llenen los ojos de lágrimas, o apretemos los puños cuando no estamos de acuerdo.

De forma ideal, mi enojo tendría que ser ocasional, una mera anécdota entre mi recuento emocional, pero como lo único ideal en este mundo es tener una idea, mi enojo va contra lo primero que se encuentra. En parte, porque sería soberbio de mi parte decir que conozco todo para entonces darle un nombre específico; ¿por qué el perro de las dos tendría que ser el mismo de las cuatro? Pero en otra gran parte, porque no hay de otra.

Mi enojo no es más que el producto de salir y toparme con una sociedad que no es ideal, que parece indiferente ante las desgracias ajenas, que busca su propio bien por encima de otros. De tener miedo a ser asaltado, de saber que mueren en los hospitales, que la autoridad no sabe qué hacer –porque nadie lo sabe– y que, tal vez, la realidad ha rebasado las ficciones del Orwell, aunque menos tecnológicas. Mi enojo, así como el resto de mi espectro emocional, define los nombres que reciben las abstracciones de mi realidad. Que definen a una cuchara como una maldita cuchara, pero no porque realmente el diablo tenga algo que ver, sino porque seguramente se me cayó al suelo antes de poder usarla en mi cereal.

Somos hijos de la venganza, de las conductas sociales que adoptaron nuestros progenitores –muchas de las cuales, son violentas– y sus cientos de miles de etcéterabuelos. Estoy enojado, y está bien, no me siento bien y eso está bien. Lo digo, lo expreso con total apertura a que otra persona me diga que estoy mal. Me enojo y escribo este tipo de columnas viscerales donde solo estamos usted y yo.

Estoy enojado con usted por leer esta columna, conmigo por escribirla y con el mundo entero por permitirme hacerlo, pero no por eso usaré mi twitter –más que nada porque no solucionaría nada– como canal para criticar sin argumentos, a cuanta publicación se me tope de frente.

Nuestra bilis se queda con nosotros, las cosas que pueda pensar mientras nos calmamos del enojo. Porque no somos libres de sentir lo que sentimos, pero sí de cómo lo usamos a nuestro favor, algo que podría ser considerado como meditación, pero eso es tema para otra columna.


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