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Por Juan Jesús Jiménez

Puebla, México, 14 de diciembre de 2021 [01:36 GMT-5] (Neotraba)

Es curiosa la forma que adopta la nostalgia; no sabe con precisión la razón de conjurar una memoria, pero yace mirando una rana, en un día soleado que golpea una colina verde. Los mediodías son nostálgicos, sí. https://www.youtube.com/watch?v=LykJqvIMPNw

El lenguaje se vale de diversas herramientas para lograr su cometido de comunicación. Muchas de estas herramientas se ven limitadas o referidas por el idioma y el contexto del hablante. Sabemos que un ¡CÁLLATE! cambia en comparación a un cállate, por ejemplo. Este modelo práctico y directo sirve de mucho cuando aprendemos a hablar e incluso cuando modificamos nuestro lenguaje según el espacio donde estemos: gracias a él podemos darle sentido a muchas de las cosas e incluso hacer que existan cuando las nombramos por primera vez –pues las concebimos, no porque deban ser materiales. Pero algo extraño ocurre cuando a un lingüista se le pregunta ¿Qué sientes? Para seguir, regresaremos a cosas más simples, inventaremos un mito. Tranquilos, se quedará entre nosotros y el papel.

Es probable que los detalles se los haya llevado el agua como se llevó a los padres de Abraham. El viento suele contar mientras galopa en las manos, que pocas cosas quedarán de aquel tiempo en que el humano descubrió en su pecho el abismo en la tumba de un Dios. Dice no recordar ninguno de los nombres, pero cuenta en detalle la sucesión de los hechos: el Dios surge de su ojo como una rana negra, el humano, al saber que es Dios quien ha invadido su vista, detiene su andar y se queda callado. Pronto la rana comienza a cantar y croando muestra el borde del mundo. “Queda poco tiempo”, dice, “no quiero irme”, clama, “necesito saber qué es lo que sientes”. El humano observa a sus pies una cornisa deteriorada, y la sangre del anfibio que se desliza por su cuello, sigue sin hablar por miedo y asombro. “Dime qué sientes y todo lo que ves será tuyo”, croa la rana aún más moribunda. “Veo”, responde, “a un Dios que muere”, y el Dios sale del ojo del humano, convertida en lodo.

Lo mismo habría respondido cualquiera. Incluso un lingüista. Su formación lo hace[1] políglota y diestro en el manejo discursivo, lógicamente, debería poder explicar qué es lo que siente; el seguimiento que debe realizar el cerebro antes de dar una respuesta funciona como la construcción de un aeroplano, porque no solo debe conocer las piezas, debe reconocer para qué sirve cada una de ellas e incluso descartar o mejorar el diseño de algunas. ¿Qué sientes? por ello, requiere de un rastreo cognitivo más extenso de lo que aparenta porque, así como puede referir a un sentimiento inmediato, la pregunta parece incompleta, carece de una referencia exacta y la respuesta será aún más incompleta. Aunque se tuviera un referente, la perspectiva del que responde puede cambiar en muchos años o en un par de minutos.

El lenguaje resulta muy útil, pero no es infalible, después de todo, sigue siendo parte del ser humano. Hay palabras, frases, modos y estructuras que no se comparten por todos los idiomas, e incluso si así fuera, carecería de un sentido claro de uso y expresión. Nadie puede decir lo mismo, con los mismos pensamientos en mente, ni siquiera quien lo dijo en un principio, por lo que ante esta dimensión humana de lo que somos fuera de lo objetivo y lo que sentimos en un instante, pareciera que el lenguaje deja de funcionar. La realidad es que sólo se adapta.

Cuando aprendemos sobre la poesía en la escuela solo barren la superficie de lo que realmente puede ser. Versos que componen estrofas y usan rimas. Nos meten en un algo muy parecido a un juego que como tal tiene reglas y límites, pero no nos explican la razón de que sea un juego –divertirse– ni el cómo hablar por medio de lo abstracto. Si lo quiere comprobar, el poema que puede componer un niño –al menos la mayoría– tendrá su base en la comparación, el uso de metáforas cortas, en parte porque no son las figuras retóricas más comunes y en parte porque su experiencia se engloba en lo parecido que es algo a otra cosa. Sin embargo, la revisión de la poética en etapas del desarrollo posteriores se vuelve mucho más compleja y hasta extraña para el lector. ¿Es esto producto de su pretensión? A veces sí, cuando solo se usa la poesía como pretexto de otra cosa[2], pero en el fondo obedece a las razones que nos impulsan a escribir. A contestarle a la rana, en todo caso.

Mientras que un niño no responde porque no sabe cómo hacerlo, el adulto lo hará de una forma extensa y enrevesada porque su experiencia con lo abstracto es más fehaciente en su perspectiva. El juego de la poesía crece y se alimenta de nuestro contacto con lo real, con aquello que nos hace ver el borde del mundo y decir: maldita sea. Tal vez es que por eso la mayoría de poetas comparten su dolor y experiencia en las letras porque, más allá de las cursilerías románticas que uno puede lograr con la poesía, el verdadero fruto de tener un encuentro mortal con las cosas que son, yace en los silencios y el sonido particular de la cotidianidad.

Esto no quiere decir que el género poético se deba sufrir[3], es una experiencia que puede ser dolorosa pero siempre en vista de una revisión amplia de nosotros mismos. Porque volviendo a la rana en el ojo, podemos paralizarnos con el miedo en la pregunta del Dios, o podemos darle una respuesta, sabiendo que ninguna respuesta podría salvarla, pero al menos para darle un consuelo a esa voz que, aunque parece salir de nosotros, es algo más. ¿Qué sientes?

¿Qué siento en qué forma? ¿Qué siento en qué momento? ¿Qué siento en qué voz? La labor poética debe centrarse en ese tipo de cuestionamientos, pero no necesariamente para darles una respuesta. Porque, si nosotros revisamos un haiku, parece no decir nada realmente, y en esencia no lo hace, somos nosotros quienes lo interpretamos como un planteamiento o respuesta a la pregunta de la rana. El grado de abstracción entre nuestro lenguaje y las ideas se vuelve este juego que nos explican de forma burda en la escuela, pero que se enriquece y expande entre más reglas y modalidades conocemos.

Se trabaja con la cotidianidad y se deforma con la experiencia. Se ve desde lo que ha ocurrido y se proyecta a lo que no ocurrirá. La poesía es una tarde nostálgica, pero sin que nadie sepa realmente lo que extrañamos. Lo digo porque he trabajado en un poemario desde hace meses y no termina de cuajar; neófitos como yo en la poesía solemos centrarnos en estructura y bases simples, sin darnos cuenta de que el valor poético más grande es la impersonalidad y la empatía generada en la extrañeza.

Algo como el poema de Paz[4]:

Mis pasos en esta calle
resuenan
en otra calle
donde
oigo mis pasos
pasar en esta calle
donde
Sólo es real la niebla.


[1] Y si no, debería.

[2] Luego hablaré de eso. Por el momento basta con decir que la poesía no es porque pretenda serlo. Es por mérito propio.

[3] Declino mi camino en las letras ahora mismo si es así.

[4] Es raro analizar a Octavio Paz, aún no sabría decir si me agrada, pero es interesante leerlo.


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