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Portada del libro Desierto en escarlata
Portada del libro Desierto en escarlata

 

Por Luis J. L. Chigo

 

Hace todavía algunas décadas Ciudad Juárez era símbolo de una propaganda de progreso y diversión, así como una medalla histórica. Hoy, cuando la ciudad es más un infierno y no un sitio habitable, considerada como la más peligrosa del mundo, la pregunta probable sería ¿por qué siguen viviendo miles de habitantes en sus calles? Pero transformando la pregunta del por qué en un cómo, desvanecemos esa inapelable pretensión de querer corregir la vida de los otros y comenzamos a padecer con ellos su situación, volviéndola nuestra. También por ello, en un fin más lejano al mero padecimiento, podemos hacer objetos estéticos.

 

El dato puro estremece pero está muerto. Basta escuchar la cantidad de víctimas de todas las guerras en el país para predestinar, sin dificultad alguna, a cada mexicano desde su nacimiento con una bala atravesándole la vida y no precisamente por ser un soldado enviado por Dios.

 

A mi parecer, éste es el trasfondo de un libro como Desierto en escarlata, cuentos criminales de Ciudad Juárez, coordinado por Juan José Aboytia, Agustín García Delgado, Jorge Alberto García y Ricardo Vigueras y llevado a cabo por quienes conforman el Colectivo Zurdo Mendieta y demás figuras actuales en el ámbito de las letras. El título evoca una imagen de muy difícil acceso para quienes nunca hemos estado en una geografía y clima parecidos, la de la sangre tiñendo la arena y el viento desvistiendo osamentas. Con las fábricas como telón de fondo, cada autor reconstruye una sección de sociedad involucrada en el plexo de la crueldad.

Desde el género noir se configuran muchas de sus páginas, indicio de una representación y vivencia de la ciudad como algo más en relación a un mero dato estadístico. Sin embargo, ¿es posible este tipo de escritura en las condiciones judiciales mexicanas? Porque a diferencia de las clásicas tramas de detectives, inauguradoras en su momento del estilo, donde los investigadores gozan de una astucia implacable y casi todos los casos se resuelven con su respectiva dosis de inteligencia y afinidad, nuestros autores no pueden sino recalcar la nula atención de nuestro sistema político hacia los crímenes perpetuados a diario en el desierto, la desesperanza y las motivaciones para hacer justicia por mano propia. Más aún, y a pesar de los recursos literarios, no estamos lejos de ser cada una de la circunstancias planteadas.

 

Sus personajes policíacos se vuelven los protagonistas de la mayor parte de la narrativa, para bien o para mal. Dibujan la perspectiva probablemente menos escuchada dentro de la ola de violencia en el país, pues ya está configurado en el imaginario social quiénes son y cómo actúan.

 

En esta escena aparecen protagonistas como los creados por Salud Ochoa (Nomás diez tiros le dio) o Elpidia García Delgado (El alcatraz de invierno), quienes no son parte del entramado de corrupción policial al haber sido previamente víctimas de la delincuencia y, entregados a la histeria de la impotencia, crean sus propias formas de hacer justicia.

Con los relatos de Eduardo Cerdán (Los juegos del águila brava) y Magali Velasco Vargas (Siete cicatrices), del desierto llegarán las dolencias de los rangos a las poblaciones más expuestas al peligro, percatándonos de que sus sujetos son niños o adolescentes:

 

El terror educa y en los de menor edad se desata el temor vuelto furia; Abel disfruta de dar muerte a animales y Quetzal acaba con la vida de José Luis al malinterpretar su risa.

 

Y si Ciudad Juárez se vuelve territorio de detectives, sus palabras se vuelven a la fantasía, como el curioso caso de dos narraciones muy similares, la de Gabriel Trujillo Muñoz (No soy un monstruo, aunque lo parezca) y la de José Salvador Ruiz (Jesus on speed dial), en las cuales dos matones a sueldo regresan a la frontera y predican el bien cobrando toda venganza bajo los medios necesarios. Encontramos en esa línea la reconstrucción de la figura de Pancho Villa y su época a cargo de Omar Delgado (Baseball elite), signo de una ciudad, con un lenta constancia dentro de la historia, como siempre dispuesta a las balaceras y la persecución.

Asimismo, similares en estructura y narración, los textos de Agustín García Delgado (Paola) y Mauricio Carrera (Aretes) desembocan en un feminicidio, el asesinato causado por la infidelidad de la esposa. ¿Y cuál delito fue sino este último el que abrió las puertas de la frontera a la noticia roja? En fin, series de transgresiones, algunas acaso imperceptibles, cruzan esta antología y sólo en pocos de ellos es la lamentación el principal hilo conductor, logrado no obstante con autenticidad al aparecer, como en Despedida de Francisco García Salinas y El precio de una vida humana de Ricardo Vigueras. Este último lanza una sentencia estremecedora: la vida humana no vale nada pues

 

“Si la vida valiera [al menos] mil dólares, habría menos muertos porque alguien tendría la responsabilidad de pagarlos”.

 

La compilación nunca mira de manera dogmática a la delincuencia, dejando de alimentar un ideal de redención. No inventa roles extravagantes, no le interesa describir la marca de ropa usada por ellos, ni sus gustos en el alcohol ni su música preferida, como mucha de lo escrito al respecto. Y por ello estoy en desacuerdo con Élmer Mendoza cuando posiciona en su prólogo a algunos de ellos como claves para combatir los atroces casos; están hechos desde la crudeza de la cotidianidad de la ciudad y con los pulmones sofocados por el aire caliente. El hombre vuelto sicario por necesidad no termina siendo millonario (El cantador, de José Lozano Franco), ni los estudiantes, por el simple hecho de serlo, se tientan el corazón para tomar los restos de un hombre caído en una balacera para extraer sus órganos (Ni túnel ni luces, de Mari Tíber).

 

A diferencia de la novela negra estadounidense, los relatos son fantasiosos sólo en la medida en que son literatura. Buena parte de ellos son casi una calca de la seguridad nacional, desde el lenguaje, las pretensiones y los contrastes, hasta la manera de tratar a un cuerpo durante o después de su asesinato.

 

E incluso aquí, desafiando con maestría ese acercamiento entre ficción y realidad, son destacables los cuentos de Rubén Varona (Hospital psiquiátrico), Nylsa Martínez (LDS Juárez) y César Silva Márquez (La otra orilla), sobrepasando las balaceras, adueñándose de la locura y haciendo de la humanidad más desencajada producto del trauma su materia prima.

 

Pero en algo sí estoy de acuerdo con el prologuista y dicha observación la haré como última consideración. Fue revelador encontrar como constante el intenso reclamo de la huida de Dios, causando la desesperación de muchos personajes. Dios ha abandonado casi por completo la ciudad y sólo ha dejado un rastro lastimero y burlón en el cerro de La Bola: “Cd. Juárez la biblia es la verdad léela”. La primera e inevitable pregunta sería ¿por qué Dios nos ha dejado? Y sólo por ello su semblante no puede ser el de la valentía, sino el de la espera en tierras donde el desorden es un acto normal y diario.

 

El lector de la presente reseña entenderá entonces a la enseñanza moral no como el fin del libro (como no lo es la de ningún otro), sino más bien un gran logro el suyo el convertir lo grotesco, sangriento, desmesurado y furioso en un elemento estético. Invito a leerlo con precaución, con conciencia, pero también a disfrutarlo y dejarse arrebatar varias punzadas del estómago con sus entramados delictivos. Probablemente sólo así podamos ver mejor a la denuncia y su inventiva nos regrese a la realidad de golpe al dar por terminada su lectura.

 

Desierto en escarlata, cuentos criminales de Ciudad Juárez, VVAA. Nitro Press, México, 2018.

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