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Portada de El tañido de una flauta
Portada de El tañido de una flauta

 

Por Iván Gómez (@sanchessinz)

 

 

Hay mucho de extraño en la primera novela de Sergio Pitol: establece en la narrativa un tejido de recuerdos cargados de sentimientos encontrados a través de un lenguaje y estructura confusa creados con toda la intención (lo que lo vuelve un acierto) que atrapa al lector en una historia que no es posible codificar en las primeras páginas; sin embargo, las primeras escenas del protagonista (del que por cierto desconocemos su nombre) caminando por Venecia cautiva por la sutileza con la que Pitol describe las calles, los canales, la gente que la habita y la visita.

No es un trabajo fácil describir con cierta naturalidad un entorno ajeno al cotidiano, y Sergio Pitol lo hace muy bien, como si conociera cada centímetro de la ciudad entendiendo qué sí puede detallar y qué no, de modo que su personaje transmita la sensación del turista. No se trata de describir por describir. Detrás del trabajo con el lenguaje hay un aventurero (el propio Sergio) que recorre los lugares –turísticos y ruinosos por igual– con agudas observaciones, rememorando sus primeros viajes a la ciudad, no los físicos, los que realizó de niño a través de la literatura con autores del calibre de Henry James y Hugo von Hofmannsthal. “El mero nombre de la ciudad enlaza los grandes fastos amorosos con los momentos mortuorios. No por nada uno de los grandes títulos literarios es ‘La muerte en Venecia’”, comenta en El arte de la fuga. O también los que emprendió gracias a la pintura. También en El arte de la fuga confiesa haber perdido sus lentes en su primer viaje físico y recorrer la ciudad con miopía, de manera que la Venecia borrosa de Vendute de Venecia de Turner se le presenta como la real. Ya ahí hay un triunfo de la literatura sobre lo cotidiano.

 

“Camina por callejones estrechos de losas desiguales.; atraviesa pequeños puentes poco transitados. Sin advertirlo, abandona el circuito turístico, se pierde en un vericueto de pequeños canales de aguas pútridas y callejones de muros carcomidos y musgosos, hasta que decide detenerse en una pequeña plazoleta, en cuyo extremo una fuente en forma de media luna parece creada especialmente para calmar la sed del afanado individuo que esa tarde bochornosa de agosto camina por la ciudad en busca de un alimento impreciso. Le atrae una vinatería al aire libre con tres o cuatro largas mesas colocadas bajo una parra nudosa de escaso follaje. Se sienta en la cabecera de una de ellas y pide una botella de vino. A su lado, unos obreros en camiseta juegan a las cartas; […] Las mujeres tejen, cosen, remiendan, conversan con desgana, reprenden mecánicamente a sus hijos sin necesidad de dirigirles la mirada. Unos niños en cueros, otros con los calzones sucios, tratan de hacer salir a un perro de cabeza, acarren agua haciendo un cuenco con las manos para bañar al felpudo animal al que el calor ha sumido en un sueño profundo.”

Fragmento de El tañido de una flauta

 

La trama se divide –aparentemente– en dos historias que se intercalan a lo largo de los 28 capítulos que constituyen la historia: un hombre, director de cine mediocre con sólo una película acude a un festival en Venecia donde ve una película del director japonés Hayashi, se trata de “El tañido de una flauta”, la sorpresa llega cuando se da cuenta de la historia relata la vida de su amigo muerto Carlos Ibarra, antiguo diplomático mexicano que tuvo una novela en eterno work in progress, dentro de la película –así como en los sucesos que la inspiran– el hombre que ve la pantalla tiene una encarnación, pues en determinados momentos de la vida de Ibarra, él es una persona importante, de igual forma aparece la encarnación de la mujer con la que establecieron un triángulo extraño una temporada en Nueva York: Paz Naranjo. El protagonista, luego de ver el film, recordará con vehemencia varios fragmentos de la vida de Ibarra y su relación con él, semejante a la que tenía con otras personas: profundamente contradictoria.

 

 

Sergio Pitol foto de Pascual Borzelli Iglesias
Sergio Pitol foto de Pascual Borzelli Iglesias

 

 

La segunda historia narra bajo la visión de un pintor que actualmente vive en Xalapa los acontecimientos previos a un asesinato misterioso que pareciera no serlo –y quizá no lo es.

 

Aunque en resumen se trata de dos historias, Pitol logra insertar dentro de éstas acontecimientos pequeños sobre personajes que apenas si se nos presentan o de plano no conocemos, de modo que al avanzar la lectura es claridad sobre lo historia lo que se obtiene y muy por el contrario la confusión que genera el libro obliga a detenerse, retroceder y escrutar lo ya leído. Ciertamente es una novela que hay que leer con mucha calma: la maestría de Pitol logra entretejer tramas así: sin aparente sentido y en extremo confusas, que requieren de una lectura con pericia. Historias que están dentro de otra historia, como lo que se cuenta sobre La Falsa Tortuga. Se necesita mucho del lector para armar la historia y unir una fecha, un personaje, una situación con otra.

 

El desarrollo del libro tiene una historia particular, dice Pitol al respecto:

«Mi primera novela nació de dos circunstancias: era agregado cultural en la embajada de Belgrado, y tuve que hacer un viaje de trabajo a la ciudad de Montenegro. Y ciertas semillas de ese viaje me hicieron crear un cuento. Que fue la semilla de la que nacería El tañido de una flauta. Regrese a Belgrado con ese cuento esbozado y fui al cineclub (porque siempre a donde voy estoy inscrito a uno), y vi Rashomon, de [Akira] Kurosawa, y eso hizo que ese cuento se transformara en una novela, que tuviera la forma que tuvo, que tomara imágenes directas de lo visto en la pantalla. Y me potenció una posibilidad que siempre está presente en mis novelas: la difícil e imposible consecución de la verdad.»

 

Sobre el cuento al que se refiere, “Ícaro”, de apenas 10 páginas, no sólo es el cimiento de la novela, es parte de ésta, en los últimos capítulos transporta fragmentos enteros, incluso basta con leer el cuento para entender la premisa de la novela, aunque por la naturaleza del género el cuento no permite explotar las descripciones de los lugares, la psicología de los personajes, sus relaciones y sobre todo la estructura que es clave en la literatura de Pitol, citando a Juan Villoro: “Los relatos de Sergio Pitol suelen tener un final abierto. No confía en la trama ni en las peripecias”, pues lo que importa es la forma en la que están hechas: el perfecto tejido que no admite brechas –y ahí el lenguaje neblinoso se vuelve clave–, el embate emocional que viven los personajes sin que eso los conduzca a algo, pues la acción ya pasó (desde el principio sabemos que Carlos ya murió y lo que recuerda el pintor también ocurre en el pasado, mientras, ambos tienen severos problemas emocionales [y también un poco morales] con esos recuerdos).

Es Pitol mostrando su carta de presentación como novelista.

 

 

El tañido de una flauta (1972). Sergio Pitol. México: ERA.

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