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Portada de Árboles Petrificados de Amparo Dávila, edición de Nitro Press
Portada de Árboles Petrificados de Amparo Dávila, edición de Nitro Press

 

Por Iván Gómez (@sanchessinz)

 

Al hablar de literatura contemporánea es difícil saber cuáles obras se leerán dentro de 100 años y cuáles no. Resulta curioso que la obra de ciertos escritores que tuvieron reflectores durante sus años de producción se relegue al olvido al pasar los años; y en cambio, libros de autores poco conocidos envejecieron con mayor presencia gracias a la revaloración de una figura de autoridad o de todo un aparato comunicativo.

 

Tal es el caso de Herman Melville, que fue valorado hasta un siglo después de su natalicio, o de Jorge Ibargüengoitia, quien gracias a escritores como Juan Villoro fue adquiriendo reconocimiento (antes no era considerado un autor serio por el amplio sentido del humor que refleja en sus novelas). Lo mismo se puede decir de Elena Garro, Alfonso Reyes o Francisco Tario –aunque a él aún le falta mayor difusión.

En ese grupo entra Amparo Dávila (Zacatecas. 1928), la mejor escritora mexicana de cuentos fantásticos.

 

Aun con premios como el “Xavier Villaurrutia” de 1977, su obra no recibió la valoración que merecía hasta entrados los 2000. El Premio Bellas Artes de Cuento “Amparo Dávila” y el Premio Nacional de Cuento Fantástico “Amparo Dávila” han ayudado a difundir su imagen y obra. Basta con leer cuentos como “El huésped” (que narra la irrupción de un extraño inquilino –humano o no– en la vida de una familia), “Matilde Espejo” (una pareja joven se hace amiga de una anciana melancólica que un día es apresada), “Alta cocina mexicana” (la evocación de una receta familiar que incluye a un extraño animal del cual se dice muy poco) o “El patio cuadrado” (la transición de una persona de la vida y la muerte) para entender la ambigüedad –que, como diría Borges[1]: es una riqueza– impregnada en cada uno de sus relatos. Este último, “El patio cuadrado”, se encuentra en Árboles petrificados.

 

Publicado por primera vez en Joaquín Mortiz, en 2017 Nitro Press lanzó una edición conmemorativa que incluye los comentarios de Alberto Chimal, Bernardo Esquinca, Evodio Escalante, Marianne Toussaint y Karen Chacek, reunidos por Jonathan Minila.

 

Compuesto de 12 cuentos, cada uno resulta más paralizante que el anterior, como si su estructura estuviera pensada para llevar de la exclamación al miedo y luego a la intriga; otros funcionan como descanso para regresar de nuevo a la sorpresa. Al pasar los primeros tres (“El patio cuadrado”, “La rueda” y “La noche de las guitarras rotas”) es posible entrever algunos elementos que se repiten en cada uno y forman el efecto de unidad que hacen a la antología vigente: los ambientes lúgubres en donde difícilmente se puede distinguir el mundo real del relativo a la muerte, la tristeza impregnada en cada oración, las voces femeninas –aunque no en todos– y una constante sensación de que está por ocurrir algo que cambiará el curso de la historia, tal y como ocurre en “Estocolmo 3”, que más allá del final, el mérito radica en la creciente tensión que se marca casi desde el inicio.

 

Hay uno más: la sensación desconcertante que deja cada cuento, ya sea al llegar al final o desde el principio mismo; y es que Amparo Dávila es la maestra del desconcierto. Título bien merecido: el perfecto equilibrio que logra entre descripciones y acciones, más su propia voz narrativa marcada en cada adjetivo, en la forma de iniciar las frases y darle secuencia a las acciones, tiñen los textos de imágenes intrigantes y a veces incómodas, pero no indiferentes.

Aun con la carga fantástica de sus historias, la forma en la que están contadas –los escenarios reales o la cotidianidad plantada en las acciones– da una fuerte sensación de falsa melancolía –pues, cómo extrañar sucesos horripilantes–, como si los hechos realmente le hubieran ocurrido a la autora, o peor: como si leyéramos algo que nos pasó y no recordábamos.

 

“… no hay escapatoria posible al huir de nosotros mismos; el caos de adentro se proyecta siempre hacía afuera; la evasión es un camino hacia ninguna parte.”

Pág. 14

 

Se trata, sin duda, de una autora con muchísimas lecturas a cuestas. “La rueda”, por ejemplo, –del cual no quiero dar una sinopsis por lo corto que es– recuerda al mito de Sísifo.

 

Evodio Escalante y Amparo Dávila fotografía de Pascual Borzelli Iglesias
Evodio Escalante y Amparo Dávila fotografía de Pascual Borzelli Iglesias

 

Hablar de Amparo Dávila desde Amparo Dávila

Un acierto de la edición de Nitro Press fue colocar los textos de los comentaristas al final del libro –y no antes y a manera de prólogo, como se acostumbra. Personalmente creo que si se va a leer algo respecto a la obra de un autor, primero hay que leer al autor; y las obras con textos introductorios parecen invitar a hacerlo al revés (a menos, por supuesto, que se traten de comentarios que ayuden a entender el texto).

 

Además de los comentarios se incluye parte de la correspondencia que mantuvo con Julio Cortázar. Leerla contextualizándose al año es todo un juego: ver que Cortázar le habla a Dávila sobre una novela larguísima, y que en la siguiente carta –dos años después, en 1964– le escribe que le alegra ver que Rayuela se está haciendo de lectores en México; o sobre las visitas de Octavio Paz y Carlos Fuentes a su casa en Paris. También entusiasma leer a Cortázar como admirador de Amparo y crítico implacable a la vez: los halagos que le hacía siempre iban acompañados de sugerencias “que quizá le convendría tener en cuenta para otras narraciones”.

 

Se trata de una obra que, gracias a esta edición y la labor del FCE en otras antologías, perpetuará la canonización de su obra en las letras mexicanas como una autora que aún guarda muchos descubrimientos en sus narraciones para quienes se acerquen a éstas.

 

 

Amparo Dávila. Árboles petrificados, Ciudad de México, México: Nitro Press, 2017.

 

[1] “Pierre Mendar, autor del Quijote” (1944).

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