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La imaginación foto de Óscar Alarcón
La imaginación foto de Óscar Alarcón

Por Iván Gómez (@sanchessinz)

Puebla, México, 1 de octubre de 2019 (Neotraba)

Insistíamos con todas nuestras fuerzas para que el estruendo de la calle no agobiara nuestras lecturas, y que en el caso de incidir en nuestras conversaciones –era imposible, y además indeseable, cerrarle el paso–, no las abrumara ni empobreciera en demasía.

Sergio Pitol. El arte de la fuga.

En una de las paredes de un edificio de mi campus pegaron los retratos de los 43 normalistas desaparecidos hace 5 años. Publicaron la foto del mural en las redes de la escuela acompañado de un poema de Irma Pineda: Cándida, algunos de sus versos rezan: “Pero nunca le pregunté a mi madre / cómo trascurre la vida / cuando los soldados se llevan al marido / Cómo se enfrenta lo cotidiano / con la incertidumbre tras los pies a cada paso / Con qué palabras se explica a los hijos / qué es “un desaparecido”.”

Llevo muchos años conviviendo con el lenguaje y no sé cómo describir esa sensación de pesadumbre que me causa pensar en cada uno de los 43 estudiantes, en las mentiras que envuelven al suceso, en los rostros de las madres desesperadas y las aulas sin futuros maestros. Mi lengua, la misma de Góngora y Sor Juana o de Borges y Pitol, no me alcanza para expresar la impotencia de saber que fueron funcionarios públicos quienes mandaron a matarlos. Esta realidad, tan sinuosa y contradictoria, me abruma; pero esa imposibilidad no es culpa de la lengua, sino mía y de mis carentes capacidades.

Las marchas conmemorativas por la tragedia se distinguen por los conteos, no memorizamos sus nombres pero les asignamos números: 1… 2… 3… 43. Quizá a nadie le alcance la lengua para describir la matanza de estudiantes y ante la zozobra los convertimos en número como un intento de no olvido.

¿Cómo escribir sobre la violencia? ¿Cómo expresar que en mi país matan estudiantes, mujeres, niños, ancianos, a todos? La realidad nos sobrepasa y lastima, como una herida punzante en la piel, tanto, al grado de enajenarnos de nuestro entorno, “ya no leo periódicos porque me deprimen”, me dijo una amiga hace unos días, me sentí reflejado en lo que dijo: yo también he dejado de leer periódicos con la frecuencia con la que solía hacerlo, y estos días en que lo he intentado otra vez me abruman los contenidos y opto por quedarme sólo con los encabezados.

Ya no quiero leer los nombres de las 8 mujeres que asesinaron el día anterior, no quiero leer sobre Venezuela y que me invada la duda de si las notas me mienten o no, tampoco quiero ver las estadísticas de violencia de este mes –mayores a las del mes pasado–, me aflige leer sobre el tiroteo que hubo en mi ciudad o cualquier otra, duele leer noticias sobre el cadáver encontrado, tampoco quiero seguir el proceso penal de Rosario Robles ni del resto de funcionarios del sexenio anterior que de a poco irán cayendo, no quiero, ni siquiera, escuchar las conferencias matutinas de Andrés Manuel porque me irrita tener a un presidente sin educación retórica y me harta aún más que sólo se hable sobre los temas que él impone. No quiero, porque duele.

“¿En qué país estamos, Agripina?”, le pregunta un personaje de “Luvina” a su esposa cuando llegan al pueblo (cuyo nombre da título al cuento) y lo encuentra desolado. “Se llaman / las muertas que nadie sabe nadie vio que mataran, / se llaman / las mujeres que salen de noche solas a los bares, / se llaman / mujeres que trabajan salen de sus casas en la madrugada, / se llaman / hermanas, / hijas, / madres, / tías, / desaparecidas, / violadas, / calcinadas, / aventadas, / se llaman carne, / se llaman carne. […] / se llama San Fernando, / se llama Tlaltizapán, / se llama Samalayuca, / se llama el Capulín, / se llama Reynosa, / se llama Nuevo Laredo, / se llama Guadalupe, / se llama Lomas de Poleo, / se llama México.”, escribió María Rivera en su poema “Los muertos”.

Hace muchas columnas hablaba sobre lo que creía que cada persona debería hacer por su país para que éste sea mejor, mi tesis era que cada uno debía hacer lo que le correspondiera desde el lugar en el que estuviera. Ahora lo vuelvo a pensar y me parece ingenuo y en cierta medida superfluo. Ello no basta para reconstruir a una país roto; una persona puede ir diario a su trabajo y educar bien a sus hijos y no por eso no se enajenará del resto del mundo en busca de protegerse, o de ignorar lo que sucede, en algún lugar leí que la existencia más placentera radica en no reflexionar sobre nada. Pero la realidad es un fino entramado de conexiones y alienarse no resolverá las cosas, todo lo contrario: tarde o temprano la farsa caerá y afrontar o no la realidad ya no será una opción.

Por eso me cuestiono cómo encarar lo que mi país vive, qué puedo hacer, qué está en mis manos. Ahora mismo me pregunto si la escritura basta, antes también creía que escribir podía ser una forma de ir a la contra y, en cuanto que ejercicio intelectual, aportar algo a la reflexión sobre lo que le ocurre a una nación rota, pero ya no creo que baste. Hace años solía pensar que la literatura podía cambiar al mundo, y esa era una de mis tesis más arraigadas, a todo aquel que creyera lo contrario podía debatirle su punto y tratar de sostener el mío. Pero todos cambiamos, ¿no es así? Cambiamos y en el proceso podemos perder el amor, o la fe, o lo que sea que le tuviéramos a ese algo que nos motivaba a encarar los problemas, a esforzarse, a ser mejor. Lo cierto que es yo perdí por muchos meses mi fe en la literatura.

Me replanteé por qué escribir y por qué leer, cómo hacer algo con las letras que le sirva al mundo, a mi mundo. La desesperanza se hizo mayor cuando me contaron que mi profesora de lingüística estaba interesada en especializarse en Literatura Medieval pero no encontró cómo aportarle algo a la sociedad con eso y entonces decidió especializarse en lingüística (actualmente es una eminencia en los estudios de la lengua purépecha).

Por fortuna la desesperanza sirve de algo: te obliga a confrontarte, y después de ese proceso entendí que mi decepción nacía de la enajenación a la que me sometí a mí mismo: ya no quería creer que podía cambiar al mundo con lo que hacía. Y sin embargo, sí se puede cambiar al mundo con la literatura: el niño que aburrido ojea su libro de español en medio de la clase y gracias a ello se encuentra con un relato que acaba por gustarle el mundo. O el otro niño que en las vacaciones de verano se topó con un libro y por curiosidad comenzó a leer las primeras líneas para ya no soltarlo hasta el final.

Pero no me puedo quedar sólo con eso, es decir: asumo que mi papel en este mundo girará en torno a las letras, ya sea en la investigación o la creación (o ambas), y entonces lo debo hacerlo con ahínco y buscando una forma de que lo que haga repercuta en mi entorno, ya sea fomentando la lectura, acercando la academia a la gente no especializada o buscando que una sola de las líneas que escriba pueda conmover al menos a una sola persona, y que eso lo lleve a otras lecturas y a otras formas de pensar, entender al mundo e imaginar, sobre todo imaginar.

Creo que una de las armas más potentes para combatir un mundo que se cae en pedazos por culpa de políticos corruptos y violencia desmedida es la imaginación, imaginar otras posibilidades, otros escenarios, otras caras. Y eso sólo se puede despertar e incentivar por medio de la lectura literaria.

No queda más que ser estoico y continuar leyendo periódicos para enterarse del día a día, y cuando la realidad sea mucha, siempre habrá crónicas sobre la colonización de Marte, cuentos de amor, o de locura, o de muerte, otros más sobre el espacio y las posibilidades de expansión del humano, siempre habrá tragedias, sonetos de amor y desamor, ballenas por cazar, hombres que enloquecen por gatos, otros que despierten convertidos en cucarachas y algunos más que recuerden el hielo antes de morir fusilados, descripciones de las ciudades o poemas sobre la naturaleza y el hombre…

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