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Puebla, México, 1 de diciembre de 2023 (Neotraba)

“Que Dios nos perdone”, es el título del primer cuento que leí de Dahlia de la Cerda, el cual todavía puede encontrarse en el portal Tierra Adentro. Los lectores que se acerquen a él, asistirán a un hecho situado en un entorno de inseguridad y carencias: un intento de asalto, un ataque en defensa propia, un giro que empieza a vislumbrarse desde las primeras líneas y se desvela hacia el final.

Este cuento es una muestra representativa de las características que recorren Perras de reserva, libro que lo contiene. Ganador del Premio Nacional de Cuento Joven Comala 2019, originalmente publicado por Tierra Adentro y ahora disponible en una nueva edición bajo el sello Sexto Piso, en sus páginas se trenza la violencia contra las mujeres, pero también la que ellas mismas deben ejercer a fin de sobrevivir en su entorno. Aquí encontramos también oralidad, referencias a la cultura popular, textos que se complementan entre sí, mostrándonos un fragmento oculto de una historia.

Entre las características anteriores, la más sobresaliente es la violencia, que se manifiesta desde el primer cuento, “Perejil y Coca-Cola”, dos elementos que figuran entre los métodos caseros para realizarse un aborto.

En sí misma violenta, Dahlia narra esta situación sin asomo de sentimentalismo: su lenguaje, coloquial, es directo. “La idea de llevar a término el embarazo nunca pasó por mi mente”, nos confía la narradora desde las primeras páginas del libro, luego de sentirse “patética”, como le parecen las escenas de una chica, en un retrete, mientras espera el resultado de una prueba de embarazo. Consecuencia de lo anterior es una búsqueda en internet: las clínicas, todas en la Ciudad de México, se encuentran fuera del alcance de la narradora, quien termina recurriendo al misoprostol. “Perejil y Coca-Cola” guarda relación con el activismo que Dahlia de la Cerda lleva a cabo desde la colectiva feminista Morras Help Morras.

Violencia menos íntima encontramos en “Yuliana, La China y Regina”. Además del nombre o sobrenombre de una mujer, estos tres cuentos se relacionan entre sí por sus personajes: las tres mujeres se conocen; Yuliana y Regina son amigas, la China está a las órdenes de Yuliana. Aquí tenemos tres aristas del narcotráfico: la fascinación de quienes lo ven desde afuera –Regina–, la vida de quienes nacieron inmersos en él –Yuliana–, y la de quienes deben ejercerlo como un medio de subsistencia, primero, y después porque la avaricia los ha llenado, el gusto por el dinero, como es el caso de la China.

Junto a la fascinación, crece la discriminación: Yuliana es una “naca”, así la califican sus compañeras de escuela, y no importa si sus bolsas son mucho más costosas, si nació en cuna no de oro, sino de diamantes: no tiene ni los ojos ni el cabello claros. La respuesta de Yuliana es la violencia, una ejercida desde su posición de poder: manda rapar a la líder de sus acosadoras, hija de un hermano del presidente.

El mundo de Yuliana y Regina es el de las marcas costosas, el de los colegios católicos, exclusivos para mujeres. Aunque ambas se ven como unas marginadas: Yuliana por “naca” y Regina porque le gusta transgredir las reglas: en Halloween aparece vestida de un ángel de Victoria’s Secret. En cuanto a la China, su origen es el de las carencias, el de las mujeres maltratadas por sus parejas. El de las mujeres que llegan a la cárcel por ser “halcón” para una célula de un cártel “muy poderoso”, esto es, por dar aviso a la delincuencia sobre los movimientos de la autoridad.

A través de la biografía de la China, los lectores podemos asistir a un escenario donde reina la corrupción –los tratos entre el crimen organizado y las autoridades–, pero también a otro tipo de violencia: la que surge en un entorno cundido de pobreza. Ya el portal Tierra Adentro nos dio un adelanto con “Que Dios nos perdone”, y como sucede con “Yuliana, La China y Regina”, este texto encuentra su segundo rostro en “Dios no hizo el paro”.

Este cuento breve, intenso desde la primera línea, aborda un tiempo previo al de “Que Dios nos perdone” y lleva al lector a pensar si es lícita la comisión de un delito cuando dicha acción es necesaria si quiere llevarse un plato de comida a la mesa. “Traté con ganas de ser una morra decente”, le confía la narradora a su interlocutor. Y es que la vida le ha mostrado sólo la espalda. Su sombra.

La joven, a quien los personajes de “Que Dios nos perdone” creen un muchachito, ha experimentado la privación, la violencia, el desempleo de su madre y la drogadicción de su hermano. El hambre de sus tres hermanos menores, resultado de posteriores uniones de su madre, que intentó “rehacer su vida” juntándose con otros dos hombres, quienes la embarazaron para luego abandonarla. Que lo anterior parezca un argumento de La rosa de Guadalupe, nos dice la narradora tanto a los lectores como a su interlocutor –a la autora, quizá–, es porque en otros ambientes, por ejemplo, el de los “ricachones”, no ocurre nada de eso: allá se cuenta con áreas verdes, luz pública y alcantarillado, hay agua potable, drenaje. Allá no es necesario robar para comer o buscar oportunidades que llueven sobre otras manos pero dejan secas las nuestras, así, sin más.

Este entorno, en incontables ocasiones, se convierte en el escenario de la violencia que los hombres infligen con total impunidad a su pareja, sea su novia o su esposa, o a desconocidas que abordan el transporte público o caminan cerca, solas, en mitad de la noche o bajo la luz del día en sitios solitarios. A este tipo de ambiente, el de un feminicidio, corresponden cuentos como “La sonrisa”.

¿Quién les hace justicia a las mujeres que se traga el desierto del norte de México? ¿A las trabajadoras de la maquila? Para las autoridades no pasa nada. Es como si no existieran. En “La sonrisa”, Dahlia imprime un desenlace inesperado en este tipo de narraciones, sobrenatural, y parece que, con dicho giro, la autora quisiera decirnos que tal es el único remedio, que las autoridades no investigarán, y si lo hacen, será sólo para dar una respuesta a la presión social, respuesta que no buscará sentenciar a los responsables ni prevenir la repetición de los hechos. Algo semejante a lo ocurrido con los crímenes de odio que tienen como víctima a la comunidad LGBTIQ+.

Y por si no bastaran la desigualdad, las condiciones de pobreza, la violencia, el hecho de que las protagonistas de Perras de reserva, sean mujeres –o se asuman mujeres–, Dahlia de la Cerda cierra su cadena con un último eslabón que otorga todavía más unidad al libro: además de aludir a un acontecimiento real, ajeno al libro y sin embargo relacionado con él –“Ese día te dije que un día iba a ganar un premio de literatura con nuestras aventuras”–, escribe “Quizás esa es tu misión. Juntar los huesos de mujeres muertas, armarlas, contar sus historias y luego dejarlas correr libremente a dónde se tengan que ir”, esto hacia el final del cuento La huesera, misión que trasciende a la narradora y llega hasta la propia autora.

Inunda el libro: Dahlia recoge, con cada uno de los textos que componen Perras de reserva, los huesos de víctimas sin nombre, víctimas de la criminalidad o de las desigualdades, para después liberar sus almas y entregárnoslas hechas papel y tinta.


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