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Por Edgard Cardoza Bravo

Ciudad de México, México, 23 de diciembre de 2022 [00:01 GMT-5] (Neotraba)

Omnipotente, altísimo, bondadoso señor,

tuyas son la alabanza, la gloria y el honor:

(…) loado seas por toda criatura, mi señor,

y en especial loado por el hermano sol,

que alumbra, y abre el día, y es bello en su esplendor…

(…) Y por la hermana luna, de blanca luz menor,

y las estrellas claras, que tu poder creó,

tan limpias, tan hermosas, tan vivas como son,

y brillan en los cielos: ¡loado mi señor!

San Francisco de Asís (Cántico del hermano sol, versión de León Felipe)

La verdadera poesía tiene como ideal el canto, en su más profunda acepción. El canto acompaña al hombre desde las más tempranas épocas de vida en comunidad. Cuando la escritura aún no hacía su aparición, fue el canto –espejo rítmico del lenguaje– el recurso que permitió fijar en la memoria las grandes gestas religiosas, heroicas, imaginativas, del hombre. El poema de Gilgamesh (aquel cachondísimo rey sumerio de Uruk enfrentado por momentos a Enkidu: luego se harían amigos) cuyas aventuras recuerdan ciertas peripecias del génesis bíblico, Ilíada, Odisea y la literatura bíblica misma, entre otras manifestaciones del intelecto humano, fueron en sus inicios transmitidas por vía oral, siendo el canto la oportuna herramienta de fijación de tales historias en el cociente colectivo.

En la época de Homero (siglos octavo o noveno antes de Cristo) existían dos clases de cantores: los aedos o bardos y los rapsodas. Los bardos no cantaban –o recitaban– versos de memoria, sino que componían directamente de cara a su auditorio. El rapsoda, en cambio, era un decidor de versos memorizados. Según M. I. Finley en el libro El mundo de Odiseo (coedición Crea / Fondo de Cultura Económica), Homero seguramente participaba de estos dos oficios: era bardo y rapsoda a la vez. Finley apoya su aseveración en el hecho notable de que en las obras atribuidas a homero, se utilizan frases construidas de antemano para hilvanar y mantener la tensión del canto. Es decir, en aquellas lejanas cantatas había ya una técnica preconcebida que permitía dar unidad y cohesión al relato.

El amanecer era en Homero casi siempre “cuando aparece la aurora con sus rosáceos dedos”; Helena es “la de níveos brazos, la divina entre las mujeres”; Aquiles es “el asolador de ciudades, el de los pies ligeros”; Ulises es “el tan hábil en urdir engaños”; en síntesis, Ítaca es casi siempre “la isla ceñida por el mar”. También señala Finley: “la Ilíada recibió la forma aproximada que ahora tiene en la parte baja del siglo octavo antes de Cristo, pero debido a que el mundo griego de esos tiempos era profundamente iletrado –aun cuando ya existía el alfabeto–, la literatura continuó siendo oral durante mucho tiempo”. Esto en cuanto a la técnica y la forma de abordar el canto –la cantata, digamos– en los tiempos antiguos.

Centrémonos ahora en el libro que nos convoca: Cantata fractal de Enrique Rangel (Ediciones La Rana, México, 2016). ‘Cantata’ –según el diccionario– “es una expresión poética hecha para ser entonada con música, en coro, y generalmente está impregnada de connotaciones religiosas”. Lo ‘fractal’, a su vez, “es la huella digital de Dios” en la tierra, y el hombre (su imagen / semejanza, según la versión bíblica) a su vez le regresa a Dios simulaciones de ese hacer perfecto a través de la creación artística. De ahí que desde el instante justo en que el verbo se hace carne y habita entre nosotros, toda poesía, todo arte, es fractal, o sea simulación del hecho creativo de Dios por excelencia.

La ‘cantata’, decíamos, tiene aliento coral. Tal expresión de inmediato nos remite al bíblico Cantar de los Cantares, en donde metafóricamente la deidad es representada como el cuerpo de la amada que deberá ser poseído por el hombre en una suerte de éxtasis cuasi divino hasta alcanzar la plenitud de plenitudes, el amor. El cantar, la cantata, en consecuencia, es expresión del amor humano en su dimensión más metafísica tratando de alcanzar el esplendor de Dios, después de carnales y doloridas peripecias. Sin tal buceo apasionado en la materia humana no existe Dios posible que pueda ser recreado, en consecuencia, comprendido.

El combate entre don Carnal y doña Cuaresma (1559) de Pieter Brueghel el Viejo
El combate entre don Carnal y doña Cuaresma (1559) de Pieter Brueghel el Viejo

A partir del siglo XI encontramos en Europa (Alemania, España, Francia, sobre todo) otras manifestaciones de corte similar, pero desprovistas ya del misticismo del Cantar de los cantares: las ‘Cantigas’ loatorias (las más conocidas, las de Alfonso X el sabio en honor a la Virgen María) y los llamados ‘Cantares de gesta’ que tienen más que ver con asuntos heroicos, tal el caso del Cantar del Mio Cid, en España.

Por la misma época (siglos XI al XIII) aparece también –en una expresión más del tipo popular– un cantar de entonación muy diferente (ni santo, ni heroico, más bien mundano), protagonizado por ciertos monjes errantes, borrachos y rebeldes, denominados ‘goliardos’, que se decían descendientes del gigante Golias –pariente del Goliat bíblico– y además se autoconsideraban los ‘nuevos Homeros’ de la época. Renegaban –igual que la ‘Cantata’ de Rangel– del poder divino puesto en las manos equivocadas, de la fortuna al servicio y privilegio de unos cuantos, y hacían énfasis en la pecaminosa y oprobiante naturaleza humana. Los ‘goliardos’ desembocan en la poesía santa, desprovista de apegos terrenales, de san Francisco de Asís y sus seguidores, muy especialmente los clérigo–poetas Giacomino de Verona y Jacopone de Todi. Giacomino de Verona es autor, entre otros textos, de un poema de casi cuatrocientos versos, de título Babilonia: Ciudad Infernal, que se supone es el antecedente más claro de la Divina Comedia, de Dante.

Ilustremos lo dicho anteriormente con algunos versos de la llamada “Confesión Goliarda”, atribuida a un monje mendicante de anónimo origen y linaje (pero quizá el más importante y prolífico goliardo) sólo conocido como “el archipoeta”:

Si a Hipólito el casto hoy en Pavia pusieras,
no sería ni Hipólito ni casto al día siguiente;
todos los caminos a la cama de Venus conducen
y no hay entre tantas torres ninguna en que la caridad se guarde.

En segundo lugar también del juego me culpo:
cuando por él ha quedado mi cuerpo desnudo,
frío en lo exterior, la mente ardiendo, sudoroso,
es cuándo escribo los mejores poemas.

En tercer lugar de la taberna me acuso.
(…) es mi voluntad morir en la taberna.
“Sé propicio, oh Dios, con este bebedor.

Y ahora estos versos de Cantata Fractal de Rangel, en los que de pronto pareciera escucharse con gregoriano acento, el eco blasfemante de los monjes goliardos:

Mi boca se llena de luz
Gozo recorrer entero tu cuerpo
Vórtice de fuego
(…) Profundo abismo y cielo

¿Qué es la muerte cuando el amor ha tocado tu corazón como un golpe de estrella?

Mi amada es bendita entre las mujeres
Llena de gracia
Y también casa de pan y carne
Su nombre contiene la paradoja
El misterio de ser virgen penetrada.

La poesía goliarda, como manifestación colectiva, es una inmensa cantata cuyo tema es el hombre mismo más allá de las etiquetas y la auto censura. Algo más nos enseña la poesía goliarda: esa abjuración al cumplimiento de las normas civiles y religiosas, es también una forma de invocar a Dios, pero desde los territorios de la corporalidad: el cuerpo en tanto templo viviente de Dios bien puede ser sometido (desde la óptica goliarda) en la misma medida al éxtasis místico como a sus extremos más pecaminosos para dar cumplimiento a la idea de albedrío, principal rasgo de humanidad concedido por Dios al hombre: sin pecado no hay posibilidades de arrepentimiento ni espacio de redención posible. “Preceptos y conceptos / soberbia de teólogos”, dice Octavio Paz en su Nocturno de san Ildefonso. O sea, hay que cantar la vida, “fundar con sangre”. Casi diez siglos antes, de la misma forma pensaban ya los goliardos.

El Cántico Espiritual de San Juan de la Cruz (“el silbo de los aires amorosos, / la noche sosegada, / en par de los levantes de la aurora”); Las Elegías de Duino de Rilke (“Quién si gritara yo me escucharía / entre los coros de los ángeles”); las Quejas de Menón por Diótima de Hölderlin (“Y la yerba de los campos y el canto de los pájaros / me hieren, mas su gozo es mensajero del cielo”); los Cantares de Ezra Pound(“Oremos al Dios de todas las cosas / que contempla nuestros corazones”); Muerte sin Fin de Gorostiza(“Es el tiempo de Dios que aflora un día, / que cae, nada más, madura, ocurre”); Ceremonial del Moroso de Segovia (“Empiezo por un ritmo / por tener verso antes de tener tema”); y hasta el mismísimo Piedra de sol de Paz (“un caminar de río que se curva, / avanza, retrocede, da un rodeo / y llega siempre”): entre otras obras de primer nivel: en estricto, podrían ser consideradas bajo la denominación cantata, por su musicalidad, aliento universal y alarde imaginativo, en tanto forman parte de la fractalidad por atender la batuta, el índice nombrante de Dios, que es quien conduce tan altas muestras de creación humana.

Cantata fractal, es un vuelo a ojo de pájaro a través de muy diversas estancias del hombre bajo la tutela del amor en su más carnal contenido. La alucinante revelación del nombrar bíblico, el verbo hecho carne, es el protagonista de tal vuelo por zonas tan remotas (y cotidianas a la vez) como la pesadilla que rebasa el sueño y se vuelve insufrible realidad, los arquetipos actuando de succionadores de terribles verdades perdidas en el tiempo, las religiones en usufructo de sus más aberrantes simulaciones, y finalmente el hombre, atónito ante el apocalipsis que el mismo ha provocado. Mientras –una y otra vez, y otra– el habitante incómodo: el verbo hecho carne, en una suerte de novísimo “Altazor” planea inmisericorde y derrotado, a través de su propio y recurrente vómito.

Enrique Rangel. Imagen tomada del sitio Kuali
Enrique Rangel. Imagen tomada del sitio Kuali

La ‘Cantata Fractal’, de Enrique Rangel, el canto coral, alcanza (cuando menos en intención) todo el orbe y se desplaza en voces y tonalidades de muy diversas aspiraciones, respiraciones y registros. Aparecen aquí –en brevísimos versos casi balbuceantes– lugares recónditos en donde literalmente (como se dice en León) ‘la vida no vale nada’, lo mismo que amplísimos versículos emparentados con la sentencia bíblica de tono propiciatorio. Todo este discurso hilvanado por acotaciones simbólicas que van volviendo envilecida materia humana, sin visos de salida, todo lo que tocan.

Finalmente, lo que salva al hombre en su lidia contra el pecado de origen –la angustia primigenia– es el acto de creación mismo, la Cantata Fractal, la voz estupefacta.


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