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Por Mario Bravo Soria

Ciudad de México, 31 de agosto de 2023 [00:10 GMT-6] (Neotraba)

Para la niña de la foto

Tanto en la Cineteca Nacional ubicada en el barrio de Coyoacán, Ciudad de México, como en algunas salas cinematográficas de grandes cadenas comerciales en entidades como Guadalajara, Puebla y Querétaro, desde el pasado 24 de agosto se exhibe la película La niña callada (2022), obra del director Colm Bairéad, la cual compitió por la estatuilla del premio Oscar 2023 en la categoría Mejor Película Internacional. A propósito de dicho estreno para el público mexicano, el periodista Mario Bravo Soria nos comparte sus reflexiones acerca de tal filme ambientado en la Irlanda rural de la década de los ochenta del siglo XX.

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El silencio debiera ser una trinchera y no un hogar.

Una zanja en la cual curarnos las heridas, agazaparnos, esperarnos, escuchar y coleccionar palabras que usaremos en un futuro cuando sea el momento, entonces sí, de nombrar al amor y denunciar a sus enemigos. Si, por el contrario, habitamos el silencio tal como se vive en un hogar, corremos el riesgo de tragarnos palabras importantísimas como arcoíris, nube, río, sacapuntas, melodía, susurro, muerte, riñones, camino y abrazo. El silencio, si nos sorprende siendo niños, no debiera levantar sus gigantescos muros en nuestro pecho, sino sólo hacer las funciones de una sala de tránsito por donde arribemos, tarde o temprano, a la conexión de nuestro cuerpo con las palabras y así, causalmente, con el mundo.

Pero si acaso el silencio, tramposo y abusivo, nos inmoviliza en la infancia, será impostergable derrumbarlo como quien quiebra un muro con un cincel: al otro lado alguien te estará esperando para colgar una o mil dalias en tu pelo.

Lo inefable no es eterno. Únicamente es algo que aún se halla en espera de la boca que lo nombre. La poetisa Alejandra Pizarnik (1936-1972) sabía algo acerca de callar y gritar:

¿Quién es yo?
¿Solamente un reclamo de huérfana?
Por más que hable no encuentro silencio.
Yo, que sólo conozco la noche de la orfandad.
Espera que no cesa,
pequeña casa de la esperanza.
2

A veces, como lo demuestra Cáit (Catherine Clinch) en La niña callada (2022), un abrazo es palabra y lenguaje entre dos seres humanos. El filme del irlandés Colm Bairéad —basado en la novela intitulada Foster, escrita por su compatriota Claire Keegan— durante sus casi 100 minutos de duración se convierte en una fidedigna radiografía del amor: sin sentimentalismos ni lugares comunes, tampoco con moralejas o maniqueísmos pedagógicos, tal cinta puede tocar fibras emocionales que creíamos petrificadas o dormidas solamente por haberlas experimentado en nuestra infancia.

En su ópera prima, Colm Bairéad nos expone la historia de Cáit, una tímida infante de nueve años de edad quien, a pesar suyo, se vincula más con su entorno familiar y escolar desde la mirada propia, introvertida y sigilosa, en lugar de establecer contacto mediante la oralidad, tal como adelanta al público el propio título del filme. Dentro de su hogar disfuncional en donde es una de las tantas hijas de un joven matrimonio, así como en su escuela, ella parece sentirse una sombra incapaz de interactuar con los seres humanos; aunque, para su mala suerte, esa condición casi fantasmal no le exenta de recibir los golpes físicos y afectivos propios de su contacto con los otros.

La infancia es como una flor que, milagrosamente, crece a mitad del asfalto en la avenida Corrientes, en Buenos Aires; en la peatonal Madero, en Ciudad de México o incluso en un poblado de la Irlanda rural de la década de los ochenta del siglo XX, tal somo se sitúa geográfica y temporalmente la historia de La niña callada: todos los síntomas neuróticos de los hombres y de las mujeres amenazan a esa flor, misma que puede ser pisoteada, ignorada, mutilada o arrancada… salvo si una mirada atenta le prodiga algo casi tan viejo como el día y la noche; pero necesario e imprescindible: el amor.

La extraordinaria actuación de Catherine Clinch nos aproxima a mirar con lupa aquellos fantasmas y monstruos que la psique de un infante edifica tras percibir la indiferencia del prójimo. Al no hallar palabras que venzan al miedo, la boca calla porque el niño o la niña no poseen recursos suficientes para encarar al mundo que se presenta hostil y amenazante.

Las contadísimas frases que Cáit pronuncia durante gran parte del filme, se asemejan a balbuceos o telegramas urgentes que imploran por ayuda. Señales de náufragos, diría la escritora italiana Natalia Ginzburg (1916-1991):

Arrancadas dolorosamente al silencio, salen las pocas,
estériles palabras de nuestra época, como señales de náufragos,
hogueras encendidas entre colinas lejanísimas,
débiles y desesperadas llamadas que el espacio se traga.
Fotograma de La niña callada
Fotograma de La niña callada
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La autora de Las pequeñas virtudes(1962) desentrañó ese silencio que, a muchos de nosotros, nos habita y maniata en la niñez:

Existen dos tipos de silencio: el silencio con uno mismo y el silencio con los demás. Tanto una forma como la otra nos hacen sufrir igualmente. El silencio con uno mismo está dominado por la violenta antipatía que nos invade hacia nuestro propio ser por el desprecio hacia nuestra alma, tan vil que no merece que se le diga nada. Está claro que es preciso romper el silencio con uno mismo si queremos tratar de romper el silencio con los demás. Está claro que no tenemos ningún derecho a callar nuestros pensamientos a nuestra alma.

Cáit habla desde donde puede, manda señales con su cuerpo: orina la cama en su primera noche de estancia en la casa de una prima de su madre, sitio a donde fue enviada hasta que su progenitora concluya su embarazo; es capaz de emitir oraciones completas a través de su mirada; corre libremente cuando Seán, esposo de la prima que acoge a la menor, inventa un juego que pone en movimiento la capacidad de la niña para ir detrás de lo que tanto anhela y, también, huye velozmente del regaño materno al inicio del filme, escondiéndose debajo de la cama al asustarse por un reproche tras mojar las sábanas debido a la imposibilidad de controlar sus esfínteres durante la madrugada.

¿Qué podría inhabilitar al silencio de Cáit y de cualquier otro infante atemorizado por un mundo que le impide nombrarlo, pues las palabras no alcanzan para definir aquello que fabrica a la timidez, a la inseguridad y a la sensación de ser un humano sin reflejo en ningún espejo, es decir, sin registro de su existencia en la mirada externa?: El amor cotidiano… la certeza de saber que existimos para los demás; pero no únicamente con el papel de ser depositario de sus odios, burlas y bofetadas como el bufón de la corte, sino sintiendo que somos una pieza irremplazable en el rompecabezas cotidiano de alguien.

Aunque llueva o un sol enceguecedor nos dificulte la visibilidad, a pesar de que agosto no acabe nunca o la economía nacional se desmorone una vez más, los niños y las niñas necesitan el amor diario, así como el pan.

“Para el amor no hay cielo, amor, sólo este día”, escribió la literata mexicana Rosario Castellanos (1925-1974) al reparar en esa urgencia de dosis cotidiana por sentirnos amados y, desde luego, de amar a otros y a nosotros mismos.

Fotograma de La niña callada
Fotograma de La niña callada
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Cuando Cáit vive sus primeros días y noches en la casa de Eibhlín y Seán, un matrimonio apacible que pareciera arrastrar sus propias heridas del pasado; ella constata que la vida, de tiempo completo, no es esa trama gris, absurda, dolorosa y asfixiante que suele padecer dentro de su familia, sino que una mirada cariñosa durante la cena, la frescura de la ropa limpia o una galleta en nuestro bolsillo, eso también es otro fragmento del mundo que requiere de palabras para ser narrado.

La tímida y frágil flor creciendo en medio del asfalto, por fin, encontró unos ojos que la miran. Alguien se dará a la tarea de preservarla y darle herramientas para que, en un futuro, ella transmute en un árbol que, probablemente, sí será zarandeado por los implacables vientos; sin embargo, los vendavales no lo arrancarán de su lugar porque echó potentes raíces en eso que llamamos la infancia.

Acerca de este acto tierno y pedagógico que siembra semillas en la tierra fértil de los primeros años de vida, la autora de Léxico familiar (1963) señala verdades del tamaño de una casa. Natalia Ginzburg apunta:

Por lo que respecta a la educación de los hijos,
creo que no hay que enseñarles las pequeñas virtudes, sino las grandes:
No el ahorro, sino la generosidad y la indiferencia hacia el dinero.
No la prudencia, sino el coraje y el desprecio por el peligro.
No la astucia, sino la franqueza y el amor por la verdad.
No la diplomacia, sino el amor al prójimo y la abnegación.
No el deseo de éxito, sino el deseo de ser y de saber.

Algo así se imagina uno al atestiguar esas escenas en donde, como un poco de agua fresca en nuestros labios en medio de una tarde fatigosa y con aceras derretidas, el matrimonio que hospedó a Cáit le ofrece pruebas fehacientes de que la vida no sólo es un montón de cenizas que, diariamente, nos obligan a barrer tras el desastre que ha dejado el fuego consumiéndolo todo: incluso un poco de nosotros.

En La niña callada uno registra sensorialmente los tamaños del amor, su potencia y su capacidad alquímica al transformar el dolor en alivio. Desde su butaca, el espectador se hallará en condiciones de observar que la cariñosa y, también a veces tristona, Eibhlín, así como el sobrio y adusto Seán, curan las alas rotas de un ave sin nido.

Si la vida es un constante incendio que amenaza con arrasar todo aquello que atesoramos, entonces será necesario enlistar lo que resulta impostergable rescatar antes de encontrar cenizas sobre cenizas. La novelista chilena Marcela Serrano (1951) así lo indica en su novela El manto: “Tennessee Williams sentía que vivíamos perpetuamente en un edificio en llamas y que lo único que debíamos salvar del fuego, siempre, es el amor”.

Fotograma de La niña callada
Fotograma de La niña callada
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La prodigiosa fotografía a cargo de Kate McCullough permite que el espectador tome partido sin el habitual maniqueísmo hollywoodense; por el contrario, ante la simpleza, la belleza y la frescura del filme tanto en su guion como en sus escenarios, uno anhela que la brevedad de la película sea suficiente para darnos certeza de un futuro halagüeño para Cáit.

La niña callada no se trata de buenos y malos. Mucho menos de la justicia venciendo a la estupidez humana. Una de sus virtudes es simple y contundente: nos coloca a reflexionar sobre los límites del amor y las heroicidades que somos capaces de ejecutar con tal de no perderlo cuando tanto esfuerzo nos ha costado hallarlo.

Una vez que Cáit estuvo cerquita del cariño y palpó la armonía de un hogar no exento del naufragio, pero con botes salvavidas para todos; allí ella, a mi juicio, comprendió que el silencio puede, algunas veces, defendernos u ocultarnos en medio de la metralla que la vida dirige en contra nuestra. No obstante, si la propia existencia nos concede una oportunidad de ir detrás del amor, uno no debe rehuir de su encuentro. Lo único que nos salva de los males llamados olvido, silencio y muerte, pasa por la valentía de amar aquello que descubrimos en medio del naufragio que, en varias ocasiones, pareciera ser la vida.

La novelista argentina Sandra Lorenzano (1959) así lo ha expresado bellamente en su libro intitulado Saudades:

El arrullo ha dejado su marca para siempre
y es su rastro lo que perseguimos.

¿Una palabra puede parir nuevos mundos? Quizás sí, como si la boca, al decir, ya comenzara a crear ese tiempo que deseamos vivir. Un niño o una niña rompiendo el silencio provocado por la hostilidad ajena, al menos, aporta un par de labios que serán capaces de nombrar aquellas cosas que salvaríamos en un incendio… incluido el amor. Lorenzano señala cuáles son los objetivos de derrocar a la tiranía de los silencios:

Lograr que entre la vida toda en cada una de las palabras, que no sea solamente el lenguaje apelmazado lo que se escuche, sino el murmullo del viento entre los árboles. Dejar que se oigan las voces que vienen de más lejos, de más adentro, aunque sea sólo por un instante. Como los ángeles que se pierden en la nada a poco de haber nacido, y sin embargo cantan.

¿Una palabra puede parir nuevos mundos?

Sí.

Una palabra es el comienzo de un relato que ya no será más contado por los otros, sino por su protagonista. La niña callada nos muestra la importancia de luchar, desde la infancia, por el derecho a narrar nuestra vida. Romper el muro de silencio porque, al otro lado, alguien te estará esperando para colocar dalias en tu pelo.


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