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Por Edgard Cardoza Bravo

Ciudad de México, 13 de julio de 2021 [00:01 GMT-5] (Neotraba)

Aquí para su Tarzán, mi reina, o para su torzón, mi rey, le

vengo a traer esta cajita maravillosa para que se le embuta

la bilis, para que se le reentube la calentura, para que se le

tonifique o tronifique el músculo, el cartílago, el labio mayor

a la hora de la declaración del ‘fuera máscaras’. Si la quiere

en serie o en paralelo: al cliente lo que pida.

Animales y oficios en peligro de extinción, página 67

(Taberna Libraria Editores, Zacatecas, México, 2021)

Después de haber incursionado durante más de treinta años en el ensayo académico (El aliento de Pantagruel, y otros libros), el cuento (Perdóneseme la ausencia, A usted le estoy hablando, Salsipuedes) y la novela (Cris Cris, Cri Crí, Premio Nacional de Novela José Rubén Romero 2002, entre otras), ahora Alejandro García (León, Guanajuato, 1959) nos entrega un bestiario sin jácara (en dos sentidos posibles: bestias que se comportan como humanos, humanos irracionales como bestias) cuyo campo de acción son los visos extremos de la cotidianeidad. Alimañas de lo habitual que deambulan poniendo en evidencia el salvaje comportamiento de los hombres.

“Ahora lamo las calcáreas oscuras de un pezón erecto y escucho el corazón que noble como es, no es consecuente con preocuparse por mantenerme vivo, por endulzarme la saliva”. (págs. 11,12: Garrapato).

Una hermosísima edición en pastas duras –negro y sepia– da cuenta de una fauna más que nociva portadora de guiños de humor cruel (a la manera de Horacio Quiroga) y de humanos que ejercen la nostalgia como reclamo hiriente del olvido. Son tales individuos a la antigua usanza quienes están en inminente riesgo de extinción, los bichos únicamente fungen de calificativos rientes e incordiosos de las viejas maneras de ser hombre.

“Y un día, para que no fastidiara más, le dije que era hijo del lechero”. (pág. 13: Lechero).

La ciudad, es a la vez lacerante hogar y monstruo de monstruos que en juego de cajas chinas contiene y moldea las andanzas de los personajes. La urbe hospitalaria, abrigadora, que alguna vez conocimos, ya no existe. Se ha convertido en morada de criaturas voraces que se replican a su vez en otros perniciosos seres (narcos de los más mezquinos y sanguinarios rostros posibles, por ejemplo). Aquellas intimidantes ciudades creadas por la literatura (el Cuarteto de Alejandría, 1984, o la misma ‘ciudad tan complicada, hervidero de envidias, asesina de laalegría’, aludida en Declaración de Odio de Efraín Huerta) hoy parecen invenciones de niños, pues han sido rebasadas en su abyección por nuestra propia realidad.

Y después vinieron los balazos y los arponazos, las bombas y hasta los saltapericotes electrónicos, que ya no hallan ni qué inventar, y esto se puso del cocol […] Aunque recientemente, los aguacates están más caros que una pistola calibre 22”. (págs. 69, 39: La Piedra, Carbonero)

Como en las mejores fábulas, cada personaje engendra en el lector otros personajes (y acciones) que se desdoblan en otros a su vez, sin haber nunca la certeza de dónde y cuándo acaba tal parto de transustanciaciones. Dos planos: tiempo y destiempo. Todo sucede en pares: el espejo y su engendro. Las bestias, humanas y animales, viven en los poros y recovecos de otras bestias, igual que los especímenes de la superficie real, medrando de la energía de sus pacientes o dando fondo a sus egos desbocados: en lo animal, cada personaje tiene su edén parasitario que le permite ser: ácaros viviendo de la entraña de otros ácaros, víboras chupachiche que le escamotean a los recién nacidos su alimento, mayates rondones en permanente festín de podredumbre.

“Cierto, a veces usted podrá quejarse de una irritación en la piel o de un piquetito que le duele aunque no lo alcance a ver. Somos nosotros, con el debido respeto […] Chupamos un poquito de aquí y acá. Usted duerme, se rasca, ve películas de Disney o de los hermanos Almada, hace el amor, lo operan de la vena cava, mientras nosotros chupamos y chupamos”. (págs. 12, 13: Ácaro).

Del lado humano, la nostalgia de oficios que en esencia nunca fueron tales (acomodador de cine, elevadorista, lechero de cilindro…) nos conducen siempre al peor hombre posible. Se trata aquí de evidenciar las vetas perniciosas de la modernidad hasta ubicarnos en el presente esclavo de lo tácito, de lo apenas sugerido con el solo propósito de confundir para obtener del otro ilícitas ganancias. Todo aparenta ser lo que en verdad no es. Nunca fuimos tan falsos como en esta era de pavoneo tecnológico, nunca más mezquinos que en los actuales tiempos del discurso fácil y la jeta expuesta en cristalería a pesar del cubreboca.

Los personajes de este libro se comportan como esos monstruos multigarras de la virtualidad, lanzando dentelladas absortas y preceptos vacíos. Cada bestia, desde su blog de sombras gestuales, remedos de corporalidad, termina anulada por su propio reflejo en el cristal de azogue. Todos los bestiarios, se sabe, son relatos emergiendo de diferentes selvas de contenido, con distintas voces y apariencias, unas más o menos concitadoras que otras.

“Nunca pude ver más allá de la luz, nunca alcancé a visualizar el pequeño cuerpo del que emana esa luz […] Los chupiros se van. En algún lugar podrán iluminar el acertijo que hoy me indefine y me posee”. (págs. 27, 28: Chupiro).

Mención especial merece, el texto “Gallina ciega” (el más extenso del conjunto), ostensible homenaje a la terrible “Gallina degollada” de Quiroga y a la misma “Rebelión en la Granja” de Orwell. En un microcosmos de detritus humanos una caterva de bichos comecaca se han juntado para un dizque congreso literario. Más que exponer su sapiencia lectoescritural cada insecto expele en sus disertaciones las imágenes de sus contubernios, envidias y complicidades, haciendo gala de las magnificencias de lo sórdido. Finalmente el ágape mostrenco termina igual que acaban las cenas de negros, entre vómitos, dentelladas y narices sangrantes. Y otro homenaje más: el cuento “Alfeñiquero”, que inicia en sugerentes cursivas (El anuncio decía: ‘Charles Atlas, el alfeñique de 44 kilos que se convirtió en el hombre más perfectamente desarrollado del mundo’), con clara referencia al cuento “Charles Atlas también muere” del nicaragüense Sergio Ramírez. Como habrán de recordar, en la historia de Ramírez (para decepción del iluso narrador de la historia), el supuesto hombre más perfectamente desarrollado del orbe es ya en verdad un literal y ajado alfeñique de día de muertos tirado en una camilla de hospital. En el cuento, Charles Atlas termina sus días culo arriba en el piso, después de su última pose, tal y como en sus tiempos de militante sandinista se imaginaba el ganador del Premio Cervantes al propio imperio gringo: con las ignacias al aire.

“Créalo o no, estamos en nuestro congreso anual de gallinas ciegas y, como siempre, han venido los mayates a meter ruido. Nosotros respondemos: Gallina ciega no raja, no raja, no raja […] Nos hemos apoderado de la mejor maceta de lo que fue Palacio de Gobierno […] De rato regresamos, pero ya nos habíamos comido unas raicitas reparadoras y vinieron unas señoras muy jóvenes, Doña Flora, Doña Nata, Doña Albaricoque González y Doña Morita e hicieron una inteligente defensa de las mujeres en la literatura y eso nos emocionó al mayate y a mí, humilde gallinita ciega […] Ya en el colmo del entusiasmo dije: ¿entonces qué Mayate, cuándo fundamos nuestra literatura?”. (págs. 52, 54: Gallina Ciega).

Como en otros libros de García, en Animales y oficios en peligro de extinción también existe un ánimo evidente de experimentación formal. En anteriores libros, la apuesta fue por el lenguaje estridente y la contraposición de tiempos, escenas y flujos narrativos. Ahora la narración se conduce en una prosa de muy fácil acceso, pero con una alta carga de significación simbólica. “El Organillero”, no se refiere al tiempo en sepia que ha engullido el rostro cordial de la ciudad sino a la densa música de la inocencia ya ida para siempre entre humores de transa y huachicol. “La Piedra”, como objeto en peligro de extinción no es sólo la impasible testigo de la fuga del tiempo, sino esa endeble huella de los cambios políticos y sociales que no terminan por cuajar en beneficio de las mayorías: a más de cien años de distancia –tratan de decirnos algunos de los personajes de estas historias– la robolución subsiste con más vicios aún que en sus días iniciales. El callejón sin salida es el mismo. Hasta los apellidos tallados en tal piedra de tiempo circular provienen con mucha frecuencia, de la misma raigambre de robolucionarios.

“Ahora que empieza abril te lo cuento, porque el mero día lloro y moqueo y no se me entiende. El general Toñito los tenía así de grandototes, tanto que no les cabían en las manos a sus enemigos […] Qué íbamos a saber que el Sam y los suyos eran ladinos y que aunque andaban mosqueados por las derrotas, también algunos andaban con la venganza en el buche. Y para colmo de males les llegaron refuerzos”. (pág 77: Dimes y diretes del gran mentiroso).

Los invito a leer Animales y oficios en peligro de extinción, bestiario en el más certero sentido del término, con el recuerdo de estas palabras simples, a ras de tierra, de mi difunto suegro Benedicto Lorenzini, campesino de cepa y domador de bestias chúcaras: “los hombres somos muchos güeyes a la vez, Ramoncito, y casi siempre aramos más parejo en el campo que en la vida”.


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